Betsy Katz, la vecina de Lillian Small, accedió a hablar conmigo a finales de junio.

Lo que más me duele es que yo había sido muy precavida con los periodistas. Los de la prensa podían ser muy astutos. Siempre husmeando, tan listillos. Me llamaban y me hacían preguntas capciosas, como si me chupara un dedo, como si no me diera cuenta perfectamente de lo que hacían.

—Señora Katz —me preguntaban—, ¿verdad que es cierto que Bobby se está comportando de forma un poco rara?

—A mí no me vengan con chismes de comportamientos raros —les replicaba—. ¿Son ustedes así de tontos de nacimiento o han ensayado?

De no haber sido por Bobby, no sé si Lily habría tenido fuerza suficiente para seguir adelante tras la muerte de Lori, que era una buena mujer; sí, bastante bohemia, pero también buena hija. Yo no sé si habría sido capaz de hacerlo después de una puñalada en el corazón como esa. ¡Y Bobby! ¡Qué niño tan adorable! Nunca me supuso molestia alguna quedarme con él cuando Lily no podía cuidarlo. Venía a mi cocina y me ayudaba a hacer galletas; entraba sin llamar como si fuera de la familia. A veces nos sentábamos juntos a ver el programa Jeopardy. Su compañía resultaba muy agradable, era un buen chico, siempre estaba contento, siempre con una sonrisa. Me preocupaba que no pasara el tiempo suficiente con otros niños, ¿a qué chaval le apetece pasar todos sus ratos libres con ancianas?, pero a él eso no parecía inquietarlo. A Lily le comenté muchas veces que la familia del rabino Toba dirigía un buen colegio yeshivá en Bedford-Styuvesant, pero ella no quería ni oír hablar del asunto. De todos modos, ¿cómo iba yo a reprocharle que deseara tener cerca al niño? No he tenido la suerte de ser madre, pero cuando el cáncer se llevó a Ben, mi marido, y de eso hará diez años este mes de septiembre, su muerte me dolió tanto como si me hubieran clavado un puñal en el corazón. Lily ya había perdido demasiado: primero a Reuben y luego a su hija.

Yo sabía que Lily trataba de ocultarme algo, pero ni en sueños podría haber adivinado lo que era. No se le daba bien mentir, era como un libro abierto. No la atosigué para que me lo contara. Imaginé que acabaría dando el paso, que me lo diría ella misma.

Aquel día estaba limpiando la cocina cuando la oí gritar. Lo primero que pensé fue que le había pasado algo a Reuben. Me presenté corriendo en su apartamento. Cuando vi a esos dos extraños hombres trajeados, su mirada fanática, llamé a la policía de inmediato. Supe lo que eran, pues ya podía detectarlos a un kilómetro de distancia, después de que empezaran a merodear por el barrio. Incluso cuando se creían muy inteligentes porque se disfrazaban de gente de negocios. Pero estos no fueron tontos: se largaron antes de que llegara la poli. Mientras Lily presentaba una denuncia, entré en el apartamento para vigilar a Bobby y Reuben.

—Hola, Betsy —me dijo el niño—. Po Po y yo estamos viendo De aquí a la eternidad. Es una película antigua en la que todo el mundo sale coloreado en blanco y negro.

Y entonces Reuben añadió, con una claridad cristalina:

—Las pelis que valen son las antiguas.

¿Cómo cree usted que me quedé? Casi me dio un síncope.

—¿Qué has dicho, Reuben?

—Que ya no se hacen películas como las de antes. ¿Andas mal del oído, Betsy?

Me tuve que sentar. Llevaba ayudando a Lily con el cuidado de su marido desde que el niño había salido del hospital, y en todo ese período no le había oído ni una palabra coherente.

Lily volvió y enseguida notó que lo sabía. Pasamos a la cocina y nos puso un brandy a las dos. Me lo explicó todo: que una tarde, sin venir a cuento, Reuben se había puesto a hablar.

—Es un milagro —aseguré.

Cuando regresé a mi casa, me fue imposible concentrarme en nada. Tenía que hablar con alguien. Primero llamé al rabino Toba, pero no estaba, y me hacía falta contarlo. Así que llamé a mi cuñada. Elliott, el sobrino de su mejor amiga, un buen muchacho, o eso creía yo entonces, era médico; ella me recomendó que se lo comentara a él. Yo solo quería ayudar. Pensé que igual podía pedirle para Lily una segunda opinión.

Ahora, al decirlo, quedo como si fuera una tonta de tomo y lomo, lo sé.

No sé si le pagaron, o qué hicieron, pero sí sé que fue él quien se lo contó a los periodistas. Al día siguiente, cuando salí para ir a la compra, iba a buscar pan porque esa noche quería preparar sopa, distinguí a todos los periodistas pululando en torno al apartamento, pero eso no era nuevo. Trataron de hablar conmigo, pero no les hice ni caso.

Vi el titular en un letrero colocado en la puerta de la panadería: «¡Milagro! El abuelo senil de Bobby empieza a hablar». Estuve a punto de vomitar ahí mismo. Que Dios me perdone, pero se me pasó por la cabeza que la culpa era de esos fanáticos religiosos que se las habían ingeniado para entrar en el piso. Aunque en el artículo se dejaba bien claro que la noticia procedía de «una fuente cercana a Lillian Small».

Me preocupé muchísimo. Fui consciente de lo que aquello podía implicar para Lily. Sabía que todos los chalados a los que dirigía ese hombre, que era verdaderamente peligroso, aprovecharían la oportunidad, como las moscas cuando ven una caca.

Volví a casa a toda prisa y le dije a Lily:

—Mi intención no era contarlo.

Ella se puso lívida. ¿Acaso puedo reprochárselo?

—Otra vez no —se quejó—. ¿Por qué no nos dejan en paz?

Nunca me lo perdonó. No me excluyó de su vida, pero después de ese incidente siempre se mostraba precavida cuando estaba conmigo.

A veces me planteo muy seriamente si esto no formó parte de lo que provocó todos los acontecimientos posteriores. Que Dios me perdone.

Los tres
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