Angela Dumiso, oriunda de la Provincia Oriental del Cabo, vivía en el barrio de Khayelitsha junto a su hermana y su hija de dos años en el momento en que se estrelló el vuelo 467 de Dalu Air. Accedió a hablar conmigo en abril de 2012.
Estaba en el cuarto de la colada haciendo la plancha cuando me enteré. Trabajaba con ahínco para acabar a tiempo y poder coger el taxi a las cuatro, y ya estaba estresada: el jefe es muy puntilloso y quería se le planchara todo, hasta los calcetines. La señora entró corriendo en la cocina y le noté en el gesto que había un problema. Por lo general, solo ponía esa cara cuando uno de sus gatos aparecía con un roedor y quería que me deshiciese de él.
—Angela —me dijo—, acaban de anunciar por la emisora Cape Talk que ha pasado algo en Khayelitsha. ¿No vive usted ahí?
Le contesté que sí y le pregunté qué había sucedido. Supuse que había ardido otra chabola o que se habían producido disturbios durante una huelga. Me dijo que, según los datos de que disponía, se había estrellado un avión. Las dos fuimos enseguida al salón y encendimos el televisor. En las noticias no hablaban de otra cosa, y al principio me costó entender lo que veía. En casi todos los vídeos aparecía la gente corriendo y chillando, con unas nubes de humo negro que se iban formando en torno a las personas. Entonces, las palabras que oí me causaron una gran angustia. La periodista, una joven blanca de mirada asustada, anunció que una iglesia cercana al Sector Cinco había quedado completamente destruida cuando el avión había impactado contra el suelo.
La guardería de mi hija Susan estaba en una iglesia de esa zona.
Como es lógico, lo primero que me vino a la cabeza fue ponerme en contacto con Busi, mi hermana, pero me había quedado sin saldo. La señora me dejó su móvil, pero nadie cogió el teléfono, saltó directamente el contestador. Empecé a sentir ciertas náuseas, incluso a marearme. Busi coge el teléfono. Siempre.
—Señora —le dije—, me tengo que ir. Debo ir a casa.
Rezaba por que Busi hubiera decidido ir a buscar más temprano a Susan, mi hija, a la guardería. Era el día en que mi hermana libraba en la fábrica, y a veces hacía eso para que ambas pasaran juntas la tarde. Esa mañana, cuando me había marchado a las cinco a coger el taxi que me había llevado a los barrios residenciales del norte, Busi seguía profundamente dormida y Susan estaba a su lado. Intenté no dejar de pensar en esa imagen: Busi y Susan juntas, a salvo. Me concentré en eso. Solo después empecé a rezar.
La señora (cuyo nombre de verdad es Clara van der Spuy, pero el jefe quiere que la llame «señora», lo que ponía furiosa a Busi) dijo enseguida que ella me llevaba. Mientras yo recogía el bolso, oí que discutía con su marido por el móvil.
—Johannes no quiere que la lleve —me explicó—. Pero se puede ir a freír espárragos. Si dejara que ahora cogiese usted un taxi nunca me lo perdonaría.
No dejó de hablar en todo el trayecto. Solo se calló cuando tuve que interrumpirla para orientarla. Los niveles de estrés ya estaban haciendo que me sintiera físicamente enferma; noté cómo el pastel que me había tomado en el desayuno se me convertía en una piedra en el estómago. Cuando llegamos a la autopista N2 vi a lo lejos una columna de humo negro. Al cabo de pocos kilómetros la empecé a oler. «Estoy segura de que no habrá pasado nada, Angela —repetía la señora—. Khayelitsha es un sitio muy grande, ¿no?». Puso la radio. El locutor hablaba de otros accidentes de avión que habían ocurrido en diversos lugares del mundo. «Puñeteros terroristas», soltó la señora. A medida que nos fuimos acercando a la salida de Baden Powell Road, el tráfico comenzó a ser más denso. Nos rodeaban unos taxis que no dejaban de tocar el claxon y que iban llenos de caras asustadas, de personas, como yo, desesperadas por llegar a casa. Las ambulancias y los coches de bomberos pasaban con gran estruendo a nuestro lado. La señora empezaba a parecer nerviosa; hacía mucho que habíamos salido de la zona en la que se sentía cómoda. La policía había puesto controles de carretera para intentar que no entraran más vehículos en esa área, y supe que tendría que meterme en medio del gentío y llegar a mi sector a pie.
—Vuelva usted, señora —le pedí.
Le noté el gesto de alivio en el rostro, y no la culpé por eso. Aquello era un infierno. Las cenizas enturbiaban el aire y los ojos ya me picaban por culpa del humo.
Me bajé del coche y me acerqué corriendo a la muchedumbre que trataba por todos los medios de cruzar la barricada que habían colocado en la calzada. Las personas que me rodeaban chillaban y gritaban, y sumé mi voz a las suyas: «Intombiyam! ¡Mi hija está ahí dentro!». Los agentes se vieron obligados a dejarnos pasar cuando una ambulancia, que se aproximó a nosotros a toda velocidad, tuvo que salir.
Eché a correr. Nunca he corrido tan deprisa en toda mi vida, pero no me cansé: el miedo me impulsaba. La gente aparecía entre el humo, algunos iban cubiertos de sangre, y me avergüenza decir que no me detuve para ayudarlos. Estaba concentrada en seguir hacia delante, aunque a veces costaba ver por dónde iba. A veces eso era toda una suerte, porque distinguí…, distinguí unos banderines clavados en el suelo y unas bolsas azules de plástico que tapaban unos bultos, unos bultos que yo sabía que eran trozos de cuerpos. Unos fuegos tremendos ardían por todas partes y los bomberos, que llevaban mascarillas, se afanaban en acordonar otras zonas. Impedían físicamente que la gente continuara avanzando. Pero yo seguía demasiado lejos de la calle en que vivía y tenía que llegar más cerca. El humo me abrasaba los pulmones, hacía que me lagrimearan mucho los ojos; de tanto en tanto oía un estallido cuando explotaba algo. No tardé en estar con toda la piel impregnada de mugre. Toda la escena me inspiraba una gran confusión; pensé que quizás había acabado sin darme cuenta en una zona desconocida. Busqué la parte superior de la iglesia, pero no estaba. El olor, parecido al de unos espetones en una parrilla mezclado con el del combustible quemado, me dio ganas de vomitar. Me desplomé y caí de rodillas. Supe que no podía acercarme más si quería seguir respirando.
Fue uno de los técnicos de ambulancias quien me encontró. Parecía agotado, y llevaba el mono azul empapado de sangre. Lo único que acerté a decirle fue: «Mi hija, tengo que encontrar a mi hija».
No sé por qué, decidió ayudarme. Había muchísimas otras personas que necesitaban auxilio. Me condujo a su ambulancia, y me senté en el asiento delantero mientras él se comunicaba por radio. Al cabo de unos minutos llegó una furgoneta de la Cruz Roja; el conductor me hizo un ademán para que subiera y me sentara donde pudiese. Como yo, los que iban dentro estaban muy sucios, cubiertos de cenizas; en la mayoría se veía el gesto de quienes han sufrido un grave trauma. Una mujer del fondo miraba en silencio por la ventana con un niño dormido en los brazos. El anciano que tenía a mi lado temblaba en silencio; las lágrimas le habían dejado huellas en las mejillas mugrientas. «Molweni —le susurré—, kuzolunga». Le dije que todo se arreglaría, pero no me lo creía ni yo. Lo único que podía hacer era rezar, negociar mentalmente con Dios para que dejase con vida a Susan y Busi.
Pasamos al lado de una carpa llena de muertos. Intenté no dirigir la vista hacia ella. En su interior distinguí a unas personas que movían los cadáveres, más bultos de esos, tapados con plástico azul, y recé todavía con más fervor para que entre ellos no estuvieran los cuerpos de Busi o Susan.
Nos llevaron al centro social de Mew Way. En teoría tendría que haber escrito mi nombre al entrar, pero me zafé de los funcionarios y salí disparada en dirección a las puertas.
Incluso desde el exterior se oían los sollozos. En el interior reinaba el caos. El local estaba lleno de personas apiñadas que formaban grupos y que estaban cubiertas de hollín y vendas. Algunas lloraban, otras parecían sumidas en una profunda conmoción y contemplaban el infinito con la mirada perdida, como los que iban en la furgoneta. Empecé a abrirme paso a través del gentío. ¿Cómo iba a encontrar a Busi y Susan en aquella aglomeración? Vi a Noliswa, una de mis vecinas, que a veces cuidaba a mi hija. Le cubría el rostro una gruesa capa de sangre y polvo negro; no dejaba de mecer el cuerpo y, cuando traté de preguntarle por ellas, mostró un gesto inexpresivo; tenía la mirada apagada. Después me enteré de que dos de sus nietos estaban en la guardería cuando el avión se había estrellado contra el edificio.
Entonces oí una voz que decía:
—¿Angie?
Me di la vuelta lentamente. Y vi de pie a Busi, que llevaba a Susan en brazos.
—Niphilile! —exclamé varias veces—. ¡Estáis vivas!
Nos acercamos y nos abrazamos (mientras Susan se retorcía, porque la apretaba demasiado) durante un rato larguísimo. No es que hubiera abandonado toda esperanza, pero el alivio de que estuvieran bien… Jamás en la vida he tenido un sentimiento tan intenso. Cuando las dos dejamos de llorar, Busi me contó lo que había ocurrido. Me dijo que se había pasado temprano por la guardería a recoger a Susan y que, en vez de ir directamente a casa, había decidido acercarse a la spaza[*] a comprar azúcar. Añadió que el estruendo del impacto había sido inaudito, que al principio habían pensado que debía de ser una bomba. Que había cogido a Susan y había echado a correr para alejarse lo más posible de ese ruido y de las explosiones. Si hubiera vuelto a casa, habrían muerto.
Porque nuestra casa había desaparecido. Todo lo que teníamos había sido pasto de las llamas.
Nos quedamos en el centro municipal mientras esperábamos a que nos asignaran un refugio. Algunos de nosotros logramos dividir aquel espacio, colgamos sábanas y mantas del techo para crear habitaciones improvisadas. Mucha gente se había quedado sin hogar, pero los que más pena me daban eran los niños. Los que habían perdido a sus padres o a sus abuelos. Eran muchísimos, y entre ellos había muchos amagweja [niños refugiados] que ya habían sufrido los ataques xenófobos de cuatro años antes. Ya habían visto demasiado.
Recuerdo especialmente a un chico. En la primera noche no pude dormir. Seguía con la adrenalina en el cuerpo y supongo que aún me afectaban los efectos secundarios de lo que había visto ese día. Me levanté a estirar las piernas y noté que alguien me clavaba la mirada. En una manta, al lado de donde nos habíamos tumbado Busi, Susan y yo, había un niño sentado. Hasta entonces apenas me había fijado en él, había estado demasiado ocupada cuidando a Susan y haciendo la cola de la comida y el agua. Incluso a oscuras distinguí el dolor y la soledad que brillaban en sus ojos. Estaba solo con su manta; no vi ni rastro de un padre ni de un abuelo. Me extrañó que los asistentes sociales no lo hubieran llevado a la zona de los niños solos.
Le pregunté dónde estaba su madre. No reaccionó. Me senté a su lado y lo cogí en brazos. Se apoyó contra mí y, aunque no lloró ni sollozó, su cuerpo era como un peso muerto. Cuando me pareció que se había quedado dormido, lo tumbé y volví con cautela a mi manta.
Al día siguiente nos enteramos de que nos iban a trasladar a un hotel que iba a cedernos habitaciones a quienes nos habíamos quedado sin casa. Recorrí la sala con la mirada para buscar al pequeño; pensé que quizá podría venir con nosotros, pero no lo vi en ningún lado. Estuvimos dos semanas en el hotel, y, cuando a mi hermana le ofrecieron un trabajo en una gran panificadora cerca de Masiphumele, empecé a trabajar con ella. Otra vez tuve suerte. Es mucho mejor que ser empleada doméstica. En la panificadora hay una guardería y por las mañanas puedo dejar en ella a Susan.
Después, cuando vinieron todos esos norteamericanos a Sudáfrica para buscar al cuarto niño, un investigador (de la etnia xhosa, no uno de esos cazadores de recompensas del extranjero) nos localizó a Busi y a mí y nos preguntó si habíamos visto en el centro al que nos habían llevado a un determinado chico, cuya descripción encajaba con la del pequeño a quien había visto esa primera noche, pero no se lo conté a ese hombre. No sé muy bien por qué. Creo que en el fondo era consciente de que sería mejor para él que no lo encontraran. Me di cuenta de que el investigador sabía que le estaba ocultando algo, pero seguí haciéndole caso a esa voz interior que me pedía que no abriera la boca.
Y… puede que ni siquiera fuera el chico al que buscaban. Había muchísimos intandane (niños huérfanos), y el pequeño no me dijo cómo se llamaba.