Yomijuri Miyajama, geólogo y miembro voluntario del equipo de prevención de suicidios del famoso bosque japonés de Aokigahara, un lugar que suelen frecuentar las personas deprimidas para poner fin a sus vidas, estaba de servicio la noche en que un Boeing 747-400D, de la compañía japonesa de vuelos domésticos Sun Air, perdió altura súbitamente y chocó contra el pie del monte Fuji.
(Traducción de Eric Kushan)
Esperaba encontrar un cadáver esa noche. No cientos.
Los voluntarios no solemos hacer rondas nocturnas, pero justo cuando empezaba a oscurecer llamó a nuestro puesto un padre que estaba preocupadísimo por su hijo adolescente. Este padre había descubierto unos correos electrónicos inquietantes y también había encontrado un ejemplar del manual del suicidio de Wataru Tsurumi debajo del colchón del joven. Al igual que la famosa novela de Matsumoto, es un texto al que suelen acudir los que quieren poner fin a su vida en el bosque; en todos los años que llevo colaborando aquí, me he encontrado un sinfín de ejemplares.
Hay unas cuantas cámaras colocadas en la entrada más transitada para detectar actividades sospechosas, pero nadie me pudo confirmar que se hubiera visto al chico, y, aunque contaba con una descripción del coche del adolescente, no lo distinguí en ningún sitio, ni en un arcén ni en ninguno de los pequeños aparcamientos que quedan cerca del bosque. Lo cual no quería decir nada. Hay muchas personas que llegan con el vehículo a puntos remotos u ocultos de la linde del bosque para acabar con su vida. Algunas tratan de suicidarse con el humo del tubo de escape; otras, inhalando el humo tóxico de barbacoas de carbón portátiles. No obstante, el método más frecuente es el ahorcamiento. Muchos de los suicidas llegan con tiendas de campaña y provisiones, como si les hiciera falta pasar un par de noches reflexionando sobre lo que están a punto de cometer antes de llevarlo a cabo.
Todos los años, la policía local y muchos voluntarios dan una batida por el bosque para hallar los cadáveres de los que han decidido morir en él. La última vez que lo hicimos, a finales de noviembre, descubrimos los restos de unas treinta almas. La mayoría no llegó a ser identificada. Si me encuentro por allí a alguien que me parece que puede estar pensando en suicidarse, le pido que tenga en cuenta el dolor de la familia a la que abandonaría y le recuerdo que siempre hay esperanza. Le señalo la roca volcánica que forma la base del lecho del bosque y le digo que si los árboles son capaces de crecer en un terreno tan duro e implacable, una nueva vida también puede construirse sobre los cimientos de cualquier adversidad.
Entre los desesperados ahora se ha convertido en algo corriente llevar una cinta para orientarse y poder volver si cambian de idea, o, en la mayoría de los casos, para indicar dónde se podrán hallar sus cuerpos. Otros usan esas cintas por motivos más perversos; hay excursionistas que aspiran a toparse con uno de los muertos, pero que no quieren perderse.
Me presenté voluntario para internarme entre los árboles a pie, y, antes de empezar, busqué cualquier tipo de indicio que señalase que poco antes se había atado una cinta en torno a los árboles. Reinaba la oscuridad, por lo que era imposible saberlo con certeza, pero me pareció distinguir las trazas de que alguien se había metido en la zona que queda detrás del cartel de «Se prohíbe avanzar más allá de este punto».
Perderme no me preocupaba. Conozco el bosque; no me ha pasado ni una sola vez. No quiero parecer exagerado, pero, después de haber estado dedicándome a lo mismo durante veinticinco años, este lugar se ha convertido en una parte de mí. Además, llevaba una linterna potente y el GPS; no es cierto que la roca volcánica de debajo del lecho del bosque impida que llegue bien la señal. Pero ese lugar ha dado pie a multitud de mitos y leyendas, y la gente se cree lo que decide creerse.
Cuando entras en el bosque, este te envuelve por completo. Las copas de los árboles forman un techo de leves ondulaciones que te aísla del mundo exterior. Puede que a ciertas personas las intimiden la quietud y el silencio del lugar, pero a mí no. Los y rei no me asustan. No tengo nada que temer frente a los espíritus de los muertos. Quizá les hayan contado a ustedes que era frecuente que en este entorno se llevara a cabo la práctica del ubasute, la costumbre de abandonar a los ancianos o a los enfermos para que murieran al quedar a la intemperie en las épocas de hambruna. No hay nada de cierto en tal afirmación; se trata únicamente de una de tantas historias que el bosque inspira. Muchos creen que los espíritus se sienten solos, que tratan de atraer a la gente. Creen que por eso hay tantas personas que acuden a ese lugar.
No vi cómo se estrellaba el avión; como ya he comentado, el follaje impide ver el cielo. Pero sí oí el impacto: una serie de explosiones sordas, como unas puertas gigantescas que se estuvieran cerrando bruscamente. ¿Qué creí que era? Supuse que seguramente había sido un trueno, aunque no estábamos en la estación de las tormentas ni de los tifones. Estaba demasiado concentrado buscando cualquier señal del adolescente entre las sombras, las cuestas y las zanjas del lecho del bosque para hacer conjeturas.
Estaba a punto de desistir cuando me llegó el crujido de la radio, y Sato-san, otro de los vigilantes, me avisó de que un avión que estaba en apuros se había desviado de su rumbo y se había estrellado en algún punto cercano al bosque, muy probablemente en la zona de Narusawa. Como es evidente, en ese momento me percaté de que ese era el origen del estruendo que había oído antes.
Sato aclaró que las autoridades ya venían de camino y añadió que estaba organizando un grupo de batida. Parecía estar corto de resuello y profundamente conmocionado. Sabía tan bien como yo lo difícil que les iba a resultar a los miembros del equipo de rescate llegar al lugar del accidente. En algunas partes del bosque resulta casi imposible avanzar por el terreno: en muchas zonas hay hondonadas profundas y ocultas, y atravesarlas es un peligro.
Decidí dirigirme hacia el norte, de donde venía el sonido que había oído.
Al cabo de una hora comenzó a llegarme el estruendo de los helicópteros de rescate que recorrían todo el bosque. Sabía que les sería imposible aterrizar, así que seguí caminando con una sensación de apremio aún mayor. Si había supervivientes, era consciente de que había que encontrarlos enseguida. Después de que pasaran dos horas empecé a notar un olor a humo: los árboles de varias partes se habían puesto a arder, aunque por suerte el fuego no se había extendido; las ramas brillaban, pero las llamas no lograban prender y empezaron a apagarse. Algo me impulsó a pasar la luz de la linterna por la parte superior de los árboles; entonces pude distinguir una figura pequeña que colgaba de unas ramas. En un primer momento supuse que se trataba del cuerpo chamuscado de un mono.
No lo era.
Había más personas, como es lógico. En la noche resonaba un sinfín de ruidos, que producían los equipos de rescate y los helicópteros; estos últimos, al perder altura con brusquedad y pasar por encima de mí, iluminaron innumerables figuras atrapadas entre las ramas. Algunas las pude ver con gran detalle; prácticamente no parecía que hubieran sufrido heridas, casi daba la impresión de que dormían. Otras… Otras no habían tenido tanta suerte. Todas estaban parcial o completamente desnudas.
Hice un esfuerzo para llegar al que ahora se denomina escenario principal del accidente, donde se hallaron la cola y el ala desprendida. Los miembros del equipo de rescate pudieron alcanzar ese punto gracias a un cabrestante, pero fue imposible que los helicópteros aterrizaran en un terreno tan desigual y traicionero.
Al acercarme a la cola de la aeronave me acometió una sensación rara. El aparato se alzaba imponente por delante de mí, con el llamativo logo extrañamente intacto. Me acerqué corriendo al lugar donde un par de técnicos de urgencias aéreas atendían a una mujer que gemía en el suelo; no pude distinguir lo graves que eran sus heridas, pero nunca había oído a un ser humano emitir tales sonidos. Fue entonces cuando percibí un atisbo de movimiento por el rabillo del ojo. En esa zona algunos árboles seguían ardiendo, y vi una figura menuda y encorvada parcialmente oculta por un afloramiento de roca volcánica y retorcida. Me acerqué a toda prisa y percibí el brillo de unos ojos bajo el haz de luz de la linterna. Solté la mochila, me eché a correr y logré avanzar con una velocidad que no había conseguido jamás y que nunca he alcanzado después.
Mientras me aproximaba me di cuenta de que estaba mirando a una criatura. Era un niño.
Estaba en cuclillas, temblaba con fuerza, y noté que uno de los hombros le sobresalía y formaba un ángulo poco natural. Les pedí a los paramédicos, a gritos, que acudieran enseguida, pero no me oyeron por culpa del ruido de los helicópteros.
¿Qué le dije? Me cuesta recordarlo con exactitud, pero seguramente fue alguna frase semejante a: «¿Estás bien? No te asustes, estoy aquí para ayudarte».
Era tan densa la capa de sangre y barro que le cubría el cuerpo que al principio no me di cuenta de que estaba desnudo; después dijeron que la fuerza del impacto le había arrancado la ropa. Extendí el brazo para tocarlo. Tenía la carne fría, pero… ¿qué se podía esperar? Estábamos a varios grados bajo cero.
No me avergüenza declarar que me eché a llorar.
Lo envolví con mi cazadora y, con todo el cuidado del que fui capaz, lo cogí en brazos. Él me apoyó la cabeza en el hombro y musitó: «Tres». O, al menos, eso me pareció que dijo. Le pedí que me lo repitiera, pero en ese momento ya había cerrado los ojos y se le había quedado la boca laxa, como si estuviera profundamente dormido, y me preocupaba más llevarlo a un lugar seguro y darle calor antes de que le entrara hipotermia.
Desde luego, ahora todo el mundo me pregunta: «¿Cree usted que había algo raro en ese niño?». ¡Pues claro que no! El pequeño acababa de vivir una experiencia espeluznante y lo que vi fueron signos de conmoción.
Y no estoy de acuerdo con lo que algunos afirman sobre él. Que lo han poseído unos espíritus furiosos, quizá los de los pasajeros muertos que sienten envidia de que él haya sobrevivido. Otros aseguran que las almas airadas de dichos pasajeros se han instalado en su corazón.
Tampoco me merecen el menor crédito las otras historias que circulan en torno a la tragedia: que el piloto era un suicida o que el bosque ejerció una atracción irresistible sobre él: ¿qué otro motivo tendría para estrellar el avión en Jukei? Ese tipo de afirmaciones solo sirven para crear más dolor y dificultades, y la tragedia ya ha sido lo bastante grave de por sí. Para mí resulta evidente que el piloto trató por todos los medios de aterrizar en una zona no habitada. Le quedaban unos minutos para poder reaccionar; actuó de forma noble.
¿Y cómo puede un niño japonés ser lo que esos estadounidenses declaran? Ese chico es un milagro. No me olvidaré de él mientras viva.