CÓMO TERMINA
CÓMO TERMINA
El disfraz de Elspeth, compuesto por las gafas de sol y la mascarilla contra la gripe, ya algo húmeda, es tan eficaz en los barrios residenciales como lo ha sido en el centro: hasta ahora, ninguno de los otros pasajeros se ha fijado especialmente en ella. Pero cuando se baja en Otsuki, una estación desvencijada que todavía parece inmersa en los años cincuenta, un hombre de uniforme le ladra algo. La invade un pánico momentáneo, aunque enseguida se da cuenta de que solo le ha pedido el billete. Qué tonta. Dice que sí con la cabeza y se lo entrega; él le señala una locomotora antigua que aguarda en un andén adyacente. Suena un silbato, ella sube rápidamente al tren y se siente aliviada al ver que el vagón va vacío. Se deja caer en el asiento corrido e intenta relajarse. Mientras el tren da varias sacudidas, se estremece y después comienza a avanzar con normalidad, contempla a través de unas ventanillas mugrientas unos campos levemente nevados, casas de madera de tejados inclinados y varios huertos pequeños y congelados, yermos a excepción de una cosecha de coles que el hielo ha podrido. Un viento gélido se filtra por las grietas de los lados del tren; unas ligeras ráfagas de nieve rozan las ventanillas. Debe recordarse que quedan catorce paradas hasta Kawaguchiko, donde termina la línea.
Se concentra en el repiqueteo de las ruedas; intenta no pensar demasiado en el lugar al que se dirige. En la tercera parada, un hombre de cara tan arrugada como su ropa sube a su vagón, y ella se envara cuando él elige el asiento de delante; reza por que no quiera darle conversación. El hombre suelta un gruñido, mete la mano en una enorme bolsa de la compra, saca un paquete de lo que parecen ser gigantescos rollos de alga nori, se mete uno en la boca y le ofrece la bolsa. Tras llegar a la conclusión de que sería una grosería decir que no, ella farfulla «Arigato» y coge uno. En vez de arroz envuelto en algas, lo que muerde es una especie de dulce crujiente que sabe a endulzante Splenda. Tarda un rato en comérselo, por si acaso él le ofrece otro (ya le han entrado náuseas), y a continuación baja la cabeza como si estuviera echando una cabezada. Aquello solo es una pantomima en parte; está agotada tras una noche sin dormir.
La siguiente vez que alza la vista, se queda atónita al ver una enorme montaña rusa que llena todo el espacio de la ventana y cuyo armazón oxidado está revestido de carámbanos que recuerdan dientes. Debe de formar parte de uno de los complejos vacacionales del monte Fuji, ya cerrados, de los que le ha hablado Daniel; un dinosaurio fuera de lugar y perdido en medio de la nada.
La última parada.
Tras dirigirle una gran sonrisa que la lleva a sentirse culpable por haber fingido estar dormida, el anciano se marcha. Ella espera un poco; después lo sigue, cruza las vías y llega a la estación desierta, una estructura recubierta de brillante madera de pino que casaría mejor con una estación de esquí de los Alpes. De algún lugar llega una música de organillo lo bastante fuerte para que siga oyéndola cuando sale a la entrada de la estación. El mostrador turístico de su derecha desprende un aire a mausoleo, pero Elspeth logra ver, estacionado junto a una parada de autobús, un único taxi de cuyo tubo de escape salen volutas de humo.
Extrae el papel en el que Daniel (a regañadientes) le ha escrito su destino, lo dobla, mete en él un billete de diez mil yenes y se acerca al vehículo. Se lo entrega al taxista, que no trasluce ninguna emoción al leerlo, que asiente, se guarda el dinero en la chaqueta y se queda mirando al frente. El interior del coche apesta a humo de tabaco rancio y a desesperación. ¿A cuántas personas ha transportado ese hombre al bosque, sabiendo que había grandes posibilidades de que no volvieran? El hombre pisa el acelerador antes incluso de que a ella le haya dado tiempo de abrocharse el cinturón, y el taxi sale disparado a través del pueblo desierto. Casi todas las tiendas están clausuradas con tablones; hay candados en los surtidores de la gasolinera. Pasan junto a un único vehículo: un autobús escolar vacío.
Al cabo de pocos minutos están bordeando un lago ancho y cristalino, y Elspeth tiene que agarrarse a la manija de la puerta cuando el taxista toma las curvas pronunciadas a gran velocidad; resulta evidente que tiene las mismas ganas que ella de acabar el viaje. Ella divisa el destartalado esqueleto de un gran santuario, delante del cual se extiende un mar de lápidas descuidadas, una hilera de kayaks descompuestos y las partes superiores y quemadas de varias casas de vacaciones que asoman valientemente entre la nieve. El monte Fuji se alza amenazador al fondo; la niebla vela su cima.
Dejan atrás el lago. El taxista entra en una autopista vacía, luego toma otra curva pronunciada y se mete a toda velocidad en una carretera más estrecha en la que se ven montones de nieve y que está resbaladiza por el hielo. El bosque los rodea de forma ominosa. Ella sabe que tiene que ser Aokigahara, reconoce las raíces bulbosas que ocupan la base volcánica del lecho forestal. Pasan al lado de varios coches cubiertos de nieve y abandonados en la cuneta. En uno de ellos, está casi segura de que distingue la forma de una figura desplomada sobre el volante.
El conductor gira, llega a un aparcamiento y frena bruscamente al lado de un edificio bajo y con contraventanas que transmite una tremenda sensación de abandono; el hombre le señala un letrero de madera que hay colgado encima de un camino que lleva al bosque.
En ese lugar se observan más bultos con la forma de un coche.
¿Cómo diablos va a volver Elspeth a la estación? Hay una parada de autobús al otro lado de la carretera, pero a saber si siguen funcionando.
El taxista da unos golpes de impaciencia en el volante.
A ella no le queda más remedio que tratar de comunicarse con él:
—Eh…, ¿sabe usted dónde podría encontrar a Chiyoko Kamamoto? Vive por aquí.
Él niega con la cabeza y le vuelve a señalar el bosque.
¿Y ahora qué? ¿Qué coño pensaba encontrar? ¿A Chiyoko esperándola en una limusina? Tendría que haberle hecho caso a Daniel. Esto ha sido un error. Pero ya ha llegado; ¿qué sentido tendría volver a Tokio sin examinar todas las posibilidades? Sabe que hay pueblos por esa zona. Tendrá que acercarse a uno de ellos si los autobuses no funcionan. Musita: «Arigato», pero el taxista no responde, sino que acelera en cuanto ella cierra la puerta de atrás.
Se queda inmóvil unos segundos mientras deja que se vaya haciendo el silencio en torno a ella. Dirige la vista a la boca oscura del camino. ¿No tendrían que haber empezado ya a tratar de atraerla los espíritus hambrientos del bosque? Al fin y al cabo, piensa, ¿no atacan a las personas vulnerables y dañadas?
Aquello es ridículo.
Mientras intenta no fijarse demasiado en los vehículos abandonados, va avanzando entre varios profundos ventisqueros y se dirige a los montículos de nieve, que forman un círculo delante del edificio. Ha leído que hay varios monumentos conmemorativos dedicados a las víctimas del accidente en esa zona; quita con la mano los cristales de hielo de uno de ellos y aparece una lápida de madera. Tras ella, parcialmente oculta tras otro ventisquero, distingue la forma de una cruz occidental. Elspeth aparta la nieve; el hielo que se derrite comienza a traspasarle los guantes, y lee las siguientes palabras: «Pamela May Donald. No olvidemos nunca». Se pregunta si el comandante Seto tendrá también su lápida; le han contado que, pese a las pruebas, las familias de algunos pasajeros le siguen responsabilizando de la catástrofe. Igual habría merecido la pena desarrollar esa historia. Historias nunca contadas del Jueves Negro. Sam tenía razón; ¿a quién quería engañar, coño?
Una voz que le llega desde atrás le hace dar un respingo. Se da la vuelta y ve a una figura encorvada que lleva un anorak de color rojo fuerte, y que se le acerca con dificultad desde detrás del edificio mientras le dice algo entre gruñidos.
No tiene sentido esconderse. Elspeth se quita las gafas de sol; guiña los ojos por culpa de la luz.
Él titubea y le pregunta:
—¿Qué hace usted aquí?
Habla inglés con un leve acento californiano.
—He venido a ver el monumento conmemorativo —miente ella, sin pensar; no sabe muy bien por qué.
—¿Por qué?
—Sentía curiosidad.
—Aquí ya no vienen occidentales.
—Ya. Eh…, su inglés es muy bueno.
Él esboza una repentina e intensa sonrisa. Los dientes no le encajan y se le nota un hueco entre estos y las encías. Él succiona y se los recoloca dentro de la boca.
—Lo aprendí hace años al escuchar la radio.
—¿Es usted el guardabosques?
—No entiendo —contesta con mala cara.
Ella señala con un ademán el edificio destartalado.
—¿Vive usted ahí? ¿Se ocupa de este sitio?
—¡Ah! —Otra sonrisa que le cierra ruidosamente la dentadura—. Sí, vivo aquí.
Ella se pregunta si podría ser Yomijuri Miyajama, el miembro del equipo de prevención de suicidios que rescató a Hiro y que halló los restos mortales de Ryu. Pero eso sería demasiada casualidad, ¿no?
—Voy al bosque a coger las cosas que se deja la gente, y luego hago trueques con ellas.
A Elspeth la invade un fuerte escalofrío, porque siente punzadas en las mejillas por las bajas temperaturas, y los ojos le lloran. Da pisotones, pero no sirve de nada.
—¿Viene mucha gente por aquí? —inquiere al tiempo que señala los coches con la cabeza.
—Sí. ¿Quiere entrar?
—¿Al bosque?
—Hay que caminar mucho para llegar al sitio en que se estrelló el avión. Pero puedo llevarla. ¿Tiene usted dinero?
—¿Cuánto?
—Quinientos.
Elspeth mete la mano en el bolsillo y le entrega un billete. ¿De veras quiere hacerlo? Descubre que sí. Pero ese no es el motivo por el que ha acudido a este sitio. Lo que debería hacer es preguntar al hombre si conoce el paradero de Chiyoko, pero… ya que ha llegado hasta allí, ¿por qué no entrar en el bosque?
El desconocido se da la vuelta y se dirige a grandes zancadas al camino. A Elspeth le cuesta seguirlo. El anciano tiene las piernas torcidas y le saca al menos tres décadas, pero da la impresión de gozar del vigor de un joven de veinte años.
El hombre abre el candado de una cadena que se extiende por encima del sendero y pasa al lado de un cartel de madera cuyas letras están descascarilladas y desvaídas. Los árboles le lanzan a Elspeth una lluvia de flores de nieve, y los copos se le posan en la parte del cuello que la bufanda ha dejado al descubierto; se oye su propia respiración, que le suena entrecortada. El anciano se desvía del camino principal y se interna en las profundidades del bosque. Elspeth titubea. Nadie, a excepción de Daniel, sabe que ella está ahí (cabe la posibilidad de que Sam ni se lea el correo que le ha mandado esa mañana), y además faltan pocos días para que el periodista se marche de Japón. Si se mete en un apuro, está jodida. Mira el móvil. Sin cobertura. Lógico. Trata de fijarse en el entorno, encontrar algún elemento destacado que le pueda ayudar a volver al aparcamiento, pero al cabo de pocos minutos tan solo está rodeada de árboles. Le sorprende no tener la sensación ominosa que esperaba. En cambio, le parece que todo aquello es precioso. Hay franjas marrones de tierra en los sitios en los que el follaje tapa el cielo, y hay algo encantador en las raíces nudosas de los árboles. Samuel Hockermeier, el marine que había estado en el lugar de los hechos un par de días después del accidente, había declarado que resultaban amenazadoras y que parecían de otro mundo.
En cualquier caso, mientras avanza por la nieve en medio de crujidos y sigue las huellas del anciano, no deja de pensar que ahí fue donde empezó todo. Se desencadenó una serie de acontecimientos, pero no porque tres niños hubieran sobrevivido a unos accidentes aéreos, sino por un mensaje aparentemente inocente que dejó un ama de casa de Texas en el momento de morir.
El hombre se detiene bruscamente y gira a la derecha. Elspeth se demora, no sabe muy bien qué hacer. Él no se aleja mucho. Ella sigue caminando con cautela y frena en seco al ver un destello azul oscuro en la nieve. Hay una figura hecha un ovillo, en posición fetal, al pie de un árbol. Los restos de una cuerda se internan sinuosos entre las ramas, por encima del cuerpo; en el deshilachado extremo de la soga brillan unos cristales de hielo.
El hombre se acuclilla al lado de la figura y empieza a hurgarle en los bolsillos del anorak azul oscuro. El bulto tiene la cabeza agachada, de modo que Elspeth no sabe si es de un hombre o una mujer. La cremallera de la mochila que tiene al lado está medio abierta; en su interior se distinguen un móvil y lo que parece ser un diario. Ese cuerpo tiene las manos azules y cerradas, las uñas blancas. El dulce que le ha dado el anciano del tren le provoca retortijones.
Elspeth se queda contemplando el cadáver con una especie de fascinación morbosa; su mente no alcanza a procesar lo que está viendo. Sin previo aviso, le sube por la garganta un chorro caliente de bilis; se da la vuelta y agarra el tronco de un árbol mientras le dan arcadas, aunque no vomita. Respira hondo y se seca los ojos.
—¿Ve usted? —le dice el hombre como si tal cosa—. Creo que este hombre murió hace dos días. La semana pasada encontré a cinco. Dos parejas. Nos vienen muchos que deciden morir juntos.
Elspeth se percata de que está temblando, y pregunta:
—¿Qué va a hacer usted con el cadáver?
—No vendrán a buscarlo hasta que haga menos frío —contesta él con un gesto de indiferencia.
—¿Y su familia? A lo mejor lo están buscando.
—Es posible.
El hombre se mete el móvil en el bolsillo y se endereza, luego se da la vuelta y sigue avanzando.
Elspeth ya ha visto todo lo que quería ver de este sitio. ¿Cómo le ha podido parecer bonito?
—Un momento —dice mientras el otro se aleja—. Estoy buscando a una persona. Una joven que vive por aquí. Chiyoko Kamamoto. —El hombre se detiene enseguida, pero no se da la vuelta—. ¿Sabe dónde vive?
—Sí.
—¿Me lleva donde está? Le puedo pagar.
—¿Cuánto?
—¿Cuánto hace falta?
Él baja los hombros y le dice:
—Venga.
Ella se echa hacia atrás para dejar que el hombre pase y después lo sigue en dirección al aparcamiento.
Elspeth no vuelve a fijarse en el cadáver.
Echa a andar apresurada para alcanzar al anciano, se tambalea al llegar a una franja de hielo pero logra no perder el equilibrio en el último minuto.
Él abre con dificultad unas puertas dobles de un lado del edificio, desaparece en el interior y, al cabo de unos segundos, a Elspeth le llega el tartamudeo de un motor que trata de arrancar.
Sale un coche en marcha atrás, mientras el motor suelta resoplidos de asmático.
—Suba —le espeta el hombre desde detrás de la ventanilla.
Es evidente que lo ha ofendido por algo; ¿por no haber querido ir al lugar del accidente, o por haber hablado de Chiyoko?
Elspeth monta en el vehículo antes de que él pueda cambiar de idea. El anciano sale del aparcamiento y entra en la carretera con la misma despreocupación respecto a la nieve y el hielo de la calzada que ha demostrado el taxista. Da la impresión de que no se despega de la linde del bosque, y, cuando doblan una curva, ella divisa los tejados nevados de varias casas de madera.
El anciano reduce la velocidad hasta que el coche avanza muy lentamente, y de este modo pasan por delante de varias viviendas de una sola planta y que dan la impresión de tener muchas corrientes de aire. Ella ve una oxidada máquina expendedora, un triciclo infantil medio oculto por la nieve al lado de la cuneta, un montón de leña llena de carámbanos tirada junto al costado de una de las casas. Cuando llegan a las afueras del pueblo, él da la vuelta y se dirige de nuevo al borde del bosque. Ahora la nieve virgen tapa la carretera, no la estropea ni una sola pisada, ni una sola huella de un animal.
—¿Aquí vive alguien?
El hombre no hace caso de la pregunta, pisa el acelerador y el vehículo comienza a subir, entre traqueteos y a trompicones, por una leve pendiente, y se detiene a unos cien metros de una pequeña estructura construida con tablones descascarillados que se alza, con aspecto sombrío, en un pequeño y triste terreno adyacente al bosque. Si no fuera por el porche destartalado que la rodea y por las ventanas con postigos, parecería un cobertizo.
—Este es el sitio que busca usted.
—¿Chiyoko vive ahí?
El hombre succiona para colocarse los dientes y se queda mirando al frente. Elspeth se quita un guante empapado, busca el dinero en el bolsillo y le dice, mientras se lo entrega:
—Arigato. Si necesito que me recojan para volver, ¿puedo…?
—Salga.
—¿Lo he ofendido?
—No me ha ofendido. No me gusta este sitio.
Y eso lo declara un hombre que se gana la vida robando pertenencias de muertos… A Elspeth vuelve a recorrerla un escalofrío. Él coge el dinero; ella baja del vehículo y se queda esperando mientras el automóvil emprende el camino de vuelta y expele una nube negra por el tubo de escape. Elspeth contiene el impulso de gritarle: «¡Espere!». El quejido del motor se desvanece deprisa; demasiado deprisa, como si la atmósfera se estuviera tragando con ansia todos los sonidos. En cierto sentido, el bosque resultaba más acogedor. Y ella vuelve a notar ese hormigueo en la nuca, como si alguien la observara.
Sube al porche de madera situado delante de la casa y ve con alivio que el suelo está repleto de colillas. Una señal de vida. Llama a la puerta. Contiene con fuerza el aliento y, por primera vez desde hace años, le entran ganas de fumarse un pitillo. Vuelve a llamar. Decide que, si en esta ocasión no le responden, se va a largar de allí a toda pastilla.
Pero un segundo después le abre la puerta una mujer gorda que lleva un sucio yukata rosa. Elspeth trata de encontrar algún recuerdo de las imágenes de Chiyoko que ha visto. Le viene a la memoria una adolescente rolliza de mirada implacable y gesto desafiante. A Elspeth le parece que los ojos podrían ser los mismos.
—¿Es usted Chiyoko? ¿Chiyoko Kamamoto?
En el rostro ancho de la mujer aparece una sonrisa y esta hace una pequeña reverencia.
—Pase, por favor —le dice.
Habla un inglés perfecto en el que, como le pasa al anciano, se detecta cierto acento estadounidense.
Elspeth entra en un angosto recibidor, en el que el aire gélido resulta igualmente riguroso, se quita las botas mojadas y tuerce el gesto cuando el frío de la madera le atraviesa los leotardos; las coloca en un estante, al lado de unos zapatos de tacón de color rojo sangre y de varias pantuflas mugrientas.
Chiyoko (si es que se trata de ella: Elspeth aún no está segura) le hace un ademán para que pase por una puerta y acceda a un interior igualmente frío, que da la impresión de ser mucho menor de lo que aparentaba desde fuera. Un corto pasillo divide dos zonas que unos biombos ocultan parcialmente; al fondo, Elspeth distingue lo que podría ser una cocinita.
Sigue a Chiyoko por detrás del biombo de la izquierda y llega a una sala cuadrada y en penumbra, cuyo suelo tapan unos tatamis desgastados. En el centro hay una mesa baja y manchada, alrededor de la cual se ven varios cojines grises y descoloridos.
—Siéntese. —Chiyoko le señala uno de los cojines—. Le voy a traer té.
Elspeth obedece; las rodillas le crujen cuando se inclina. En ese lugar la temperatura solo es algo superior, y flota en el aire un leve olor a pescado. La mesita baja tiene manchas de salsa y la cubren unos fideos secos y retorcidos.
Le llega un rumor de voces y después una risita. ¿Ha sido la risa de un niño?
La mujer vuelve; trae una bandeja con una tetera y dos tazas redondas. La coloca en la mesa y se pone de rodillas con mayor elegancia de la que su corpulencia debería permitirle. Sirve el té y le alarga una taza a Elspeth.
—Usted es Chiyoko, ¿verdad?
—Sí —contesta la mujer con una sonrisita de suficiencia.
—A Ryu y a usted… ¿qué les pasó? Encontraron los zapatos de ambos en el bosque.
—¿Sabe por qué hay que quitarse los zapatos antes de morir?
—No.
—Para no llevar barro al otro mundo. Por eso hay tantos fantasmas sin pies —contesta Chiyoko con una risita.
Elspeth le da un sorbo al té, que está frío y tiene un gusto amargo. Se obliga a tomar otro pero le cuesta frenar las arcadas, e inquiere:
—¿Por qué se instaló usted aquí?
—Este sitio me gusta. Me llegan visitas. Algunos pasan por aquí antes de ir a morir al bosque. Amantes que piensan que están actuando con nobleza y que nunca serán olvidados. ¡Como si a alguien le importara! Siempre me preguntan si deben hacerlo. ¿Y sabe lo que les contesto a todos? —Chiyoko le dirige a Elspeth una taimada sonrisa de refilón—. Les aconsejo que lo hagan. Casi todos me traen una ofrenda: comida, a veces madera. ¡Como si yo fuera un santuario! Han escrito libros y compuesto canciones sobre mí. Coño, si hasta han creado una serie de manga. ¿La ha visto?
—Sí.
—Ah, es verdad —dice Chiyoko mientras asiente con la cabeza y hace un mohín—. La mencionó usted en su libro.
—¿Sabe quién soy?
—Sí.
Elspeth da un respingo cuando le llega un grito agudo desde detrás de la puerta de biombo.
—¿Qué ha sido eso?
—Es Hiro —responde Chiyoko con un suspiro—. Casi le ha llegado la hora de comer.
—¿Cómo?
—El hijo de Ryu. Solo lo hicimos una vez. —Otra risita—. La cosa no estuvo demasiado bien, él era virgen.
Elspeth espera que Chiyoko se levante para ir adonde está el niño, pero da la impresión de que no alberga la menor intención de hacerlo.
—¿Supo Ryu que iba a ser padre?
—No.
—¿Y fue de verdad su cuerpo el que encontraron en el bosque?
—Sí. Pobre Ryu. Un otaku sin causa. Yo lo ayudé a conseguir lo que quería. ¿Quiere que le cuente cómo fue el proceso? Es una historia interesante, la puede incluir en un libro.
—Sí.
—Dijo que estaba dispuesto a seguirme a cualquier sitio. Y cuando le contesté que quería morirme, añadió que también me seguiría al otro mundo. Antes de que nos conociéramos se había unido a un grupo de suicidas de internet, ¿lo sabía usted?
—No.
—No lo sabía nadie. Fue justo antes de que empezáramos a hablar. Pero era incapaz de llevarlo a cabo, necesitaba un empujón.
—E imagino que fue usted quien lo empujó…
—No tuve que hacer un gran esfuerzo —asegura Chiyoko con gesto indiferente.
—¿Y usted? También trató de hacerlo, ¿o no?
Chiyoko suelta una carcajada y se remanga. No se le aprecian cicatrices ni en las muñecas ni en los antebrazos.
—No, lo que cuentan son fantasías. ¿Usted se ha sentido así alguna vez, con ganas de morir?
—Sí.
—Eso le ha pasado a todo el mundo. Pero al final el miedo frena a la gente. El miedo a lo desconocido. O a lo que nos podemos encontrar en el otro mundo. Pero los temores son infundados. Todo sigue y sigue.
—¿El qué sigue?
—La vida. La muerte. Hiro y yo hemos pasado muchas horas hablando precisamente de esta cuestión.
—¿Se refiere a su hijo?
Chiyoko se ríe con tono burlón y contesta:
—No diga tonterías, todavía es un bebé. Me refiero al otro Hiro, evidentemente.
—¿A Hiro Yanagida?
—Sí. ¿Quiere usted hablar con él?
—¿Que Hiro está aquí? Pero ¿cómo puede ser? Lo mató el marine ese, le pegó varios tiros.
—¿Ah, sí? —Chiyoko se pone en pie sin esfuerzo—. Venga, seguro que tiene muchas preguntas que hacerle.
Elspeth se incorpora; le duelen los músculos del muslo por haber estado en cuclillas. Se le nubla la vista, siente calambres en el estómago y, durante un momento espantoso, piensa que quizá Chiyoko la ha drogado. No cabe duda de que esa mujer está trastornada y, si lo que cuenta de Ryu y de los suicidas que la visitan es cierto, también es peligrosa. Y a Elspeth no se le olvida cómo ha reaccionado el anciano al llegar a aquel lugar. Se le llena la boca de saliva y se da un pellizco en el brazo izquierdo, se niega a dejarse llevar por el aturdimiento. Se le pasa. Está mareada por el agotamiento. Exhausta.
Sigue a Chiyoko por el pasillo hasta la otra sala separada por un biombo.
—Pase —le dice Chiyoko mientras le corre el biombo lo suficiente para que pueda entrar.
En ese sitio reina la oscuridad; los postigos de madera están cerrados. Elspeth entrecierra los ojos y, cuando se le acostumbra la vista, distingue una cuna en el lado izquierdo de la habitación y un futón sobre el que se amontonan los almohadones debajo de las ventanas. El olor a pescado es más intenso allí. Se estremece al recordar el delirio de Paul Craddock sobre su hermano muerto. Chiyoko saca a un niño muy pequeño de la cuna, y el chiquillo le abraza el cuello.
—¿No me había dicho que Hiro estaba aquí?
—Y está.
Mientras se apoya al niño en la cadera, la mujer abre uno de los postigos y deja entrar un haz de luz.
Elspeth se equivocaba: los almohadones del futón no son cojines, sino una figura apoyada en la pared y con las piernas estiradas.
—Los dejo solos —añade Chiyoko.
Elspeth no responde. Cuando contempla al surrabot de Hiro Yanagida, este parpadea, aunque al movimiento le falta una fracción de segundo para que su carácter humano resulte convincente. En algunos sitios tiene la piel desportillada; lleva la ropa raída.
—Hola. —La voz, sin duda de un niño, hace que Elspeth pegue un brinco—. Hola —repite el androide.
—¿Eres tú, Hiro? —pregunta Elspeth.
Al final se percata de lo absolutamente descabellado de la situación. Está en Japón. Hablando con un robot. Está hablando con un puto robot.
—Sí, soy yo.
—¿Puedo…, puedo hablar contigo?
—Ya lo estás haciendo.
Elspeth se acerca. Ve unas gotitas secas en la piel apagada del rostro; ¿sangre seca?
—¿Qué eres?
—Soy yo —contesta el androide tras un bostezo.
A Elspeth la invade la misma sensación de disociación que la invadió en el taller Kenji Yanagida. Se le queda la mente en blanco. No tiene ni idea de qué preguntar en primer lugar.
—¿Cómo sobreviviste al accidente?
—Decidimos hacerlo. Pero a veces nos equivocamos.
—¿Y Jessica? ¿Y Bobby? ¿Dónde están? ¿Murieron de verdad?
—Se aburrieron. Les suele pasar. Sabían cómo iba a terminar todo.
—¿Y cómo termina?
El robot la vuelve a mirar mientras parpadea. Tras varios segundos de silencio, Elspeth inquiere:
—¿Hay… un cuarto niño?
—No.
—¿Y qué pasó con el cuarto accidente aéreo?
El androide ladea levemente la cabeza y declara:
—Sabíamos que ese era el día para hacerlo.
—¿Hacer qué?
—Llegar.
—Y… ¿por qué unos niños?
—No siempre somos niños.
—¿Y eso qué quiere decir?
La cosa vuelve a mover la cabeza y a bostezar. A Elspeth le da la impresión de que le está insinuando: «Descúbrelo tú, cabrona». Entonces el androide emite un sonido que podría ser una carcajada, abre la boca de forma levemente exagerada. Hay algo familiar en la forma en que articula las palabras. Elspeth ya sabe cómo funciona el proceso. Ha visto las imágenes en que una cámara registra los movimientos faciales de Kenji Yanagida. Pero en la habitación no hay ni rastro de un ordenador. Y… ¿para eso no haría falta algún tipo de señal? Allí no hay cobertura, ¿verdad? Vuelve a mirar el móvil para comprobarlo. Pero Chiyoko también podría estar manejando el androide desde la otra sala…
—Chiyoko, eres tú, ¿verdad?
El pecho del surrabot sube y baja, y después se queda quieto.
Elspeth sale corriendo de la habitación; le resbalan los pies en los tatamis. Abre bruscamente la puerta de al lado de la cocina vacía y ve un baño diminuto, en cuya pequeña bañera flotan sucios pañales de tela. Retrocede y rasga el biombo de la otra habitación, la única que hay, aparte de la anterior. El hijo de Chiyoko, que está en el suelo jugando con un peluche sucio, la mira desde abajo y se ríe.
Abre la puerta principal y ve a Chiyoko en el porche; el humo de un cigarrillo le forma volutas en torno a la cabeza. ¿Es posible que haya salido mientras Elspeth registraba la casa? No está segura. Se pone las botas y se acerca a ella.
—¿Era usted, Chiyoko, la que hablaba por el androide?
La mujer apaga el pitillo en la balaustrada, enciende otro y dice:
—Ah, ¿creía usted que era yo?
—Sí. No. No sé.
El aire frío no le ayuda a aclarar las ideas, y Elspeth está harta de comunicarse mediante acertijos.
—Muy bien… Si no ha sido usted, ¿qué eran…, qué son? Los Tres, me refiero.
—Ya ha visto lo que es Hiro.
—Lo único que he visto es un puto androide.
—Todas las cosas tienen alma —replica Chiyoko con indiferencia.
—Entonces, ¿eso es lo que es? ¿Un alma?
—En cierto sentido.
Cielo santo.
—¿No me podría dar una respuesta clara?
Otra sonrisa exasperante.
—Pues hágame una pregunta clara.
—De acuerdo. ¿Le contó Hiro, el Hiro de verdad, por qué los Tres, sean lo que sean, joder…, vinieron aquí y se adueñaron de los cuerpos de los niños?
—¿Y por qué iban a necesitar un motivo? ¿Por qué cazamos nosotros si tenemos bastante para comer? ¿Por qué nos matamos por menudencias? ¿Qué la lleva a pensar que les hacían falta otras razones que no fueran ver qué pasaba y ya está?
—Hiro ha insinuado que ya habían venido antes. Eso también lo dijo el tío de Jessica Craddock.
—En todas las religiones hay profecías sobre el fin del mundo —contesta Chiyoko con otro gesto de indiferencia.
—Pero ¿eso qué tiene que ver con que los Tres ya hayan venido antes?
Chiyoko emite un sonido que está a medio camino entre un suspiro y un resoplido, y dice:
—Para ser periodista, se le da fatal lo de pensar las cosas en su contexto. ¿Y si habían venido a plantar la semilla?
Elspeth se sobresalta y replica:
—No me lo creo. ¿Está diciendo que vinieron hace miles de años a preparar todo esto con el único fin de regresar años después para comprobar si esa supuesta semilla que habían plantado provoca el puñetero fin del mundo? Eso es una locura.
—Y tanto que lo es.
Elspeth se harta. Está agotada hasta la médula. Añade:
—¿Y ahora, qué?
Chiyoko bosteza; le faltan varias muelas. Se limpia la boca con la manga.
—Haga su trabajo, usted es periodista. Ha encontrado lo que buscaba. Vuelva y cuente lo que ha visto. Escriba un artículo.
—¿De veras piensa que la gente me va a creer si digo que he hablado con un maldito androide que alberga el… alma, o lo que sea, de uno de los Tres?
—La gente se creerá lo que quiera creerse.
—Y si se lo creen…, pensarán…, dirán…
—Dirán que Hiro es un dios.
—¿Y lo es?
—Shikata ga nai —responde Chiyoko con desgana—. ¿Qué más da?
Apaga el cigarrillo en la parte superior de la barandilla y entra en la casa.
Elspeth se queda completamente inmóvil varios minutos y, como no le quedan otras opciones, se sube la cremallera de la chaqueta y comienza a alejarse.