Lillian Small
Yo estaba viviendo una vida incompleta y extraña. Había días en que Reuben se comunicaba con la misma claridad con que yo le estoy hablando ahora, pero siempre que le mencionaba algo referente a nuestra casa de antes, a nuestros amigos de antes, o sobre un libro que le había gustado especialmente, un gesto de preocupación le aparecía en los ojos, que se le empezaban a mover de derecha a izquierda, como si hiciera un esfuerzo desesperado por acceder a la información y no encontrara nada. Parecía que se le había borrado toda la época anterior a su despertar. Decidí no forzarlo. Me cuesta hablar de esto, pero… el hecho de que, por lo que se veía, no recordara el pasado que habíamos vivido juntos, que ni siquiera comprendiera ya la broma de «París, Texas», me resultaba casi tan doloroso como los días en que Al volvía a aparecer.
Porque, efectivamente, había días en que Al volvía. En cuanto mi marido se despertaba, yo sabía enseguida si ese día lo iba a pasar con Reuben o con Al; se lo veía en la mirada cuando le llevaba el café matutino. Bobby lo llevaba todo con mucha naturalidad, se comportaba igual con su abuelo cuando este era él mismo y cuando era Al, pero a mí la situación sí que me hizo mella. Esa incertidumbre, no saber con qué me iba a encontrar cada mañana… Solo le pedía ayuda a Betsy o llamaba a la agencia de cuidadores cuando estaba segura de que iba a ser un día de Al. No es que no me fiara de Betsy, pero no se me olvidaba cómo había reaccionado el doctor Lomeier cuando Reuben le había hablado. Me resultaba insoportable imaginar lo que esos lunáticos dirían si se enteraban de lo que le había pasado a mi marido. Aún no nos habían dejado en paz. No sé cuantísimas veces tuve que colgar el teléfono al darme cuenta de que llamaba uno de esos imbéciles religiosos, que me suplicaban que les dejara hablar con Bobby.
Y además… incluso cuando era un día de Reuben, seguía sin ser completamente él. No sé por qué, se hizo adicto a The View, un programa que detestaba antes de ponerse enfermo, y Bobby y él se tiraban horas viendo películas antiguas, aunque nunca había sido un gran aficionado al cine. También dejaron de interesarle los canales de noticias, pese a que no paraban de emitir debates políticos.
Una mañana, yo estaba en la cocina, preparándole el desayuno a Bobby y preparándome para despertar a Reuben, cuando el niño entró a todo correr y me dijo:
—Bubbe, hoy Po Po quiere ir a dar un paseo. Quiere salir.
Me cogió la mano y me llevó al dormitorio. Mi marido estaba sentado en la cama e intentaba ponerse los calcetines.
—Reuben, ¿te encuentras bien? —le pregunté.
—¿Podemos ir al centro, Rita?
Así era como había empezado a llamarme: Rita. ¡Por Rita Hayworth! Por lo de ser pelirroja.
—¿Y adónde quieres ir?
El niño y él se miraron.
—¡Al museo, bubbe! —exclamó mi nieto.
La noche antes habían dado la película Noche en el museo, y a Bobby lo habían fascinado las escenas en que los objetos expuestos cobran vida. Había sido un día de Al, así que no creía que Reuben hubiera llegado a captar nada del largometraje, lo cual era un alivio, porque hacia la mitad Bobby soltó:
—Po Po, el dinosaurio es igual que tú. ¡Ha cobrado vida, como te ha pasado a ti!
—Reuben —le dije yo—, ¿hoy te notas con ganas de salir?
Él asintió con el entusiasmo de un niño pequeño y contestó:
—Sí, Rita, por favor. Vamos a ver los dinosaurios.
—¡Eso! ¡Dinosaurios! —intervino Bobby—. Bubbe, ¿tú crees que existieron de verdad?
—Pues claro —respondí.
—Me gustan sus dientes. Algún día haré que sean ellos quienes cobren vida.
El entusiasmo de Bobby era contagioso, y si alguien merecía un premio era él. El pobre niño llevaba días sin salir, aunque no se había quejado ni una sola vez. Pero cuanto más tiempo estuviéramos en la calle, más probabilidades había de que sucediera algo. ¿Y si nos reconocían? ¿Y si uno de los fanáticos religiosos que nos seguían trataba de secuestrarlo? Y me preocupaba que a Reuben le fallaran las fuerzas. Por mucho que sus facultades mentales hubieran estado mejorando, se cansaba con facilidad.
Pero aparté de mí esos temores y, antes de que me diera tiempo de cambiar de opinión, llamé un taxi.
Al salir nos cruzamos con Betsy; le pedí al cielo que mi marido no dijera nada. Como es evidente, ya había estado a punto de pillarnos un montón de veces, y en mi fuero interno tenía muchas ganas de comentar la situación con alguien. No le había contado a nadie lo que había pasado, si exceptuamos al aséptico doctor Lomeier. Solo moviendo los labios, sin que se me oyera, pronuncié la palabra «médico» mientras miraba a Betsy, pero ella es lista y noté que sabía que le estaba ocultando algo.
El taxista consiguió aparcar justo delante de nuestra puerta, lo cual fue una gran suerte, porque vi a varios de los meshugeners que llevaban carteles ofensivos congregados en el parque, aunque solo eran las nueve de la mañana.
Por suerte, el conductor, otro de esos inmigrantes hindúes, no nos reconoció, o al menos no dio muestras de haberlo hecho. Le pedí que nos llevara por el puente de Williamsburg para que Reuben admirara las vistas, y, ¡ay, Elspeth, cuánto disfruté de ese trayecto! Hacía un día precioso y despejado; parecía que el perfil urbano posaba para una postal, y el sol se reflejaba de forma intermitente en el agua. Mientras cruzábamos Manhattan a toda velocidad, le fui señalando a Bobby los lugares de interés: el edificio Chrysler, la plaza Rockefeller y la torre Trump. El niño se quedó pegado a la ventana mientras me hacía una pregunta tras otra. El desplazamiento me costó una fortuna, casi cuarenta dólares con la propina, pero mereció la pena. Antes de que entráramos en el museo, les pregunté a Bobby y Reuben si querían un perrito caliente para desayunar; nos sentamos y nos los comimos en Central Park como unos turistas más. Lori me había llevado allí con el niño en cierta ocasión; al parque, no al museo. Ese día, Bobby había estado de mal humor y había hecho un frío tremendo, pero todavía lo recuerdo con cariño. Ella no había dejado de hablar de todos los encargos que le estaban llegando. ¡En esa época su futuro le inspiraba muchísima ilusión!
Pese a que era un día laborable, el museo estaba lleno y tuvimos que hacer cola durante un rato. Empezó a angustiarme que nos reconocieran, pero casi todos los que nos rodeaban eran turistas, muchos de ellos chinos y europeos. Reuben empezó a parecer cansado; le aparecieron gotas de sudor en la frente. Bobby estaba pletórico de energía; no podía apartar la vista del esqueleto de un dinosaurio que había en el vestíbulo.
El hombre del mostrador de las entradas, un tipo afroamericano muy parlanchín, me miró dos veces cuando lo abordé.
—Señora, ¿no la conozco?
—No —le contesté, seguramente con cierta brusquedad.
Después de pagar y darme la vuelta, oí que me decía:
—¡Espere!
Titubeé. Me preocupaba que le descubriera a todo el museo quién era Bobby, pero lo que me preguntó fue:
—Señora, ¿necesita una silla de ruedas para su marido?
Poco me faltó para darle un beso. Todo el mundo dice que los neoyorquinos son insolentes y van a lo suyo, pero no es verdad. Bobby me empezó a tirar de la manga:
—¡Bubbe! ¡Los dinosaurios!
El dependiente desapareció y volvió con una silla de ruedas, en la que Reuben se desplomó enseguida. A esas alturas, su estado ya me preocupaba de veras. Empezaba a parecer aturdido, y me inquietaba que Al hubiera decidido presentarse de improviso para causarnos problemas.
El hombre de las entradas nos condujo a los ascensores y le dijo a Bobby:
—Vamos, muchacho, enséñales los dinosaurios a tus abuelos.
—Señor desconocido, ¿cree usted que los dinosaurios cobran vida por las noches? —le preguntó el niño.
—¿Y por qué no? A veces ocurren milagros, ¿verdad? —Entonces me guiñó un ojo y tuve la certeza de que sabía quiénes éramos, pero añadió—: No se preocupe, señora, no voy a contar nada. Diviértanse.
Subimos directamente a la planta en la que estaban expuestos los dinosaurios. Yo había supuesto que solo echaríamos un vistazo, por las ganas que Bobby tenía de verlos, y que después volveríamos enseguida a casa.
Le pedí a mi nieto que no se alejara de mí. Había grandes grupos por todas partes, y nos costó bastante abrirnos paso hasta la primera sala.
Reuben me miró y me preguntó:
—¿Qué soy? Tengo miedo.
Entonces se echó a llorar, algo que no había hecho desde que había «cobrado vida», según lo había expresado Bobby.
Hice lo que pude por apaciguarlo. Unas cuantas personas lo estaban observando y lo último que quería era llamar la atención. Pero cuando alcé la vista, el niño había desaparecido.
—¡Bobby! —exclamé—. ¡Bobby!
Busqué su gorra de béisbol de los Yankees, pero no la distinguí por ningún lado.
Me entró una oleada de pánico. Dejé a Reuben donde estaba y me puse a correr.
Fui dándole empellones a la gente, haciendo caso omiso de los que rezongaban y decían: «Eh, señora, ande con cuidado», mientras un sudor frío me corría por los costados. «¡Bobby!», grité a pleno pulmón. Continuamente me venían imágenes a la cabeza: que un fanático religioso raptaba al niño y le obligaba a hacer toda clase de cosas tremendas; que se perdía en Nueva York e iba errando por las calles y…
Una guardia se me acercó corriendo y me pidió: «Señora, tranquilícese. Aquí no se puede gritar». Me di cuenta de que pensaba que estaba perturbada, y no la culpé por ello. Me daba la impresión de estar perdiendo la chaveta.
—¡Mi nieto! Se ha perdido.
—Bueno, ¿y qué aspecto tiene?
No se me ocurrió contarle quién era Bobby en realidad, el Bobby Small a quien todos conocían, uno de los Tres, el niño milagro, ni soltarle ninguna de esas tonterías que se decían. Todos esos detalles se me olvidaron, y me alegra que fuera así, porque de lo contrario habrían llamado inmediatamente la policía y al día siguiente aquello habría aparecido en las primeras planas, sin duda. La guardia me aseguró que iba a avisar al personal de las entradas y salidas, por si acaso, pero entonces oí la palabra más bonita del mundo:
—¿Bubbe?
Estuve a punto de desmayarme de alivio cuando vi cómo el niño venía brincando hacia mí.
—Bobby, ¿dónde estabas? Casi me matas del susto.
—Pues con el grande. ¡Tiene dientes enormes, como un lobo! Pero ven, bubbe, que Po Po nos necesita.
Aunque le parezca increíble, me había olvidado de Reuben; volvimos a toda prisa a la sala en la que lo había dejado. Por suerte, se había quedado dormido en la silla.
No me sentí a salvo de nuevo hasta que estuvimos metidos en un taxi para volver a casa. Por fortuna, al despertarse de la cabezada, Reuben estaba tranquilo, y, aunque no era él del todo, al menos no tuve que lidiar con un momento de gran pánico provocado por Al. Ya tenía bastante con todo lo demás.
—No han cobrado vida, bubbe —se quejó Bobby—. Los dinosaurios no han cobrado vida.
—Eso es porque solo lo hacen de noche —afirmó mi marido, que había vuelto. Me cogió la mano y me la apretó—. Has sido muy generosa, Lily —declaró, y dijo Lily, no Rita.
—¿A qué te refieres? —le pregunté.
—No has tirado la toalla, ni me has dejado tirado a mí.
Entonces sí que me eché a llorar. No pude evitarlo, las lágrimas me salieron solas.
—Bubbe, ¿te encuentras bien? —me preguntó el niño—. ¿Estás triste?
—Estoy bien, es que estaba preocupada por ti. Creí que te había perdido en el museo.
—No puedes perderme —repuso Bobby—. La verdad es que no puedes, es imposible.