Radicado en Washington, Ace Kelso, agente del DNTS (Departamento Nacional del Transporte y la Seguridad), será conocido por muchos lectores por haber protagonizado el programa Ace investiga, del que Discovery Channel emitió cuatro temporadas. Estas declaraciones se basan en una transcripción parcial de una de nuestras numerosas conversaciones por Skype.
Lo que tiene que entender usted, Elspeth, es que con un incidente de esta magnitud sabíamos que tardaríamos un poco en estar seguros de a qué nos enfrentábamos. Piense en ello. Cuatro accidentes de avión distintos que afectan a tres tipos diferentes de aeronave en cuatro continentes también distintos. Eso no tenía precedentes. Éramos conscientes de que íbamos a tener que colaborar estrechamente y coordinarnos con el Departamento de Investigación de Accidentes Aéreos del Reino Unido, con la Autoridad de Aviación Civil de Sudáfrica y con el Consejo de Seguridad en el Transporte de Japón, por no hablar de los otros actores a quienes los incidentes también implicaban. Me refiero a los fabricantes, el FBI, la Administración Federal de Aviación y otros organismos que no voy a detallar ahora. Nuestros chicos y chicas hacían todo lo que podían, pero estábamos sometidos a una presión que yo no había vivido jamás. Nos presionaban las familias, nos presionaban los ejecutivos de las compañías aéreas, nos presionaba la prensa, nos presionaba todo el mundo. Tampoco es que yo diese por sentado que todo iba a salir como el culo, pero siempre cabe esperar que lleguen datos incorrectos y que se produzcan errores. Humanos somos. A medida que fueron transcurriendo las semanas, a veces teníamos suerte y podíamos dormir algo más de dos horas por las noches.
Pero antes de llegar a lo que quiero contarle, le voy a poner un poco en antecedentes, para proporcionarle el contexto. Así fue como se sucedieron las cosas. Como yo era el RI [responsable de investigación] del incidente de Maiden Airlines, en cuanto me llamaron empecé a reunir a mi equipo de respuesta inmediata. Al lugar de los hechos ya había llegado un investigador regional, que estaba llevando a cabo la primera inspección, aunque en esos momentos las únicas imágenes grabadas de que disponíamos eran las de los telediarios. El jefe de incidentes local ya me había informado por móvil acerca de cuál era el estado del escenario del accidente, de modo que sabía que nos enfrentábamos a uno grave. No debe olvidar que el avión se estrelló en un lugar muy apartado. A ocho kilómetros del dique más cercano, y a casi veinticinco de la carretera más próxima. Desde el aire, si uno no sabía lo que estaba buscando, no se distinguía la menor señal del aparato: lo sobrevolamos antes de aterrizar, así que lo pude comprobar en persona. Restos desperdigados, un socavón negro y lleno de agua, del tamaño aproximado de la típica casa de un barrio residencial, y muchos de esos cerillos cuyas hojas te atraviesan la piel.
Los datos que conocí en ese primer informe fueron los siguientes: un McDonnell Douglas MD-80 se había estrellado minutos después del despegue. El controlador aéreo señaló que los pilotos habían comunicado que se había producido un fallo en el motor, pero en una fase tan temprana yo todavía no estaba dispuesto a descartar la posibilidad de que hubiera algo turbio en el asunto, dado que nos iba llegando un goteo de informaciones sobre incidentes ocurridos en otros sitios. Había dos testigos, pescadores, que habían visto cómo el avión seguía un rumbo poco definido y volaba demasiado bajo antes de descender bruscamente en dirección a los Everglades; añadieron que habían visto salir un fuego del motor mientras el aparato caía, pero esto no era infrecuente. Los testigos casi siempre declaran que han detectado las señales de una explosión o de un incendio, aunque no haya la menor posibilidad de que se haya producido ninguna de las dos cosas.
Enseguida les pedí a todos mis técnicos de sistemas, de estructuras y de mantenimiento que se presentaran echando leches en el hangar 6. La AFA nos había asignado el G-IV para que voláramos a Miami; para este incidente necesitaba llevarme un equipo completo, y un Lear no iba a poder con todo. El historial de Maiden en materia de mantenimiento ya nos había causado cierta inquietud en el pasado, pero se sabía que el avión en sí era fiable.
Llevábamos una hora de trayecto cuando me llamaron para decirme que habían encontrado un superviviente. No olvide, Elspeth, que ya habíamos visto las imágenes de prensa: nadie se habría dado cuenta de que se había estrellado un avión sin estar en el mismo lugar del accidente, y el aparato había quedado completamente sumergido. Tengo que reconocer que al principio no me lo creí.
Al chico lo habían llevado enseguida al Hospital Infantil de Miami, y nos estaba llegando la información de que se hallaba consciente. Costaba creer a) que hubiese logrado sobrevivir, y b) que los caimanes no lo hubieran matado. Esos malditos bichos eran tan numerosos que tuvimos que llamar a unos guardias armados para que les impidieran acercarse a nosotros mientras retirábamos los restos del aparato.
Una vez que hubimos aterrizado, nos dirigimos directamente al lugar de los hechos. El Equipo Operativo de Respuesta para Catástrofes Mortales, el EORCAM, ya había llegado, pero no parecía que sus miembros fueran a encontrar cadáveres intactos. Disponíamos de tan pocos elementos que la prioridad número uno era encontrar la grabadora de comunicaciones en cabina y la caja negra. Necesitábamos buzos especializados. La cosa pintaba mal. Un calor de muerte, todo infestado de moscas, el hedor… Tuvimos que ponernos trajes de riesgo biológico, y llevarlos no resulta nada divertido en esas condiciones. Desde el primer momento me di cuenta de que íbamos a tardar semanas en juntar todas las piezas, y no disponíamos de tanto tiempo, porque ya sabíamos que ese mismo día se habían estrellado otros aviones.
Tenía que hablar con ese chico. Según la lista de pasajeros, el único niño de ese rango de edad que iba en el avión era un tal Bobby Small, que volvía a Nueva York con una mujer que supusimos que era su madre. Preferí ir solo; dejé a los miembros de mi equipo en el escenario de la tragedia para que llevaran a cabo los preliminares y para que comenzaran a colaborar con los habitantes de la zona y con los otros grupos que se dirigían al lugar del accidente.
La prensa se aglomeraba en torno al hospital y me acosaba para que hiciera declaraciones. «¡Ace, Ace! —exclamaban—. ¿Ha sido una bomba? ¿Y qué pasa con los otros accidentes, están relacionados?». «¿Es verdad que hay un superviviente?». Les dije lo de siempre, que se difundiría un comunicado de prensa en cuanto dispusiéramos de más datos, que la investigación todavía estaba en marcha, etcétera, etcétera. Lo último que debía hacer, como responsable de las pesquisas, era irme de la lengua antes de que tuviéramos datos concretos.
Yo había llamado antes de llegar para anunciar que estaba de camino, pero era consciente de que era improbable que me dejaran hablar con el niño. Mientras esperaba a que los médicos dieran el visto bueno, una de las enfermeras salió a toda prisa de la habitación del chaval, echó a andar con rapidez y pasó justo por delante de mí. Daba la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar. Conseguí que me mirase y le pregunté: «El chico está bien, ¿no?», o algo así.
Ella se limitó a asentir y siguió avanzando en dirección al puesto de enfermería. Logré localizarla al cabo de una semana, más o menos, y le pregunté por qué la había visto con el semblante tan alterado. Fue incapaz de expresarlo con palabras. Dijo que le había entrado la sensación de que pasaba algo raro, que se sentía incómoda en esa habitación. Se notaba que se sentía culpable al decirlo. Añadió que, seguramente, saber que un montón de personas habían muerto a la vez la había afectado más de lo que pensaba, que Bobby era un recuerdo vivo de la gran cantidad de gente que había perdido la vida ese día.
La psicóloga infantil que participó en las pesquisas llegó al cabo de unos minutos. Una mujer simpática, de treinta y tantos años, aunque parecía más joven. No recuerdo cómo se apellidaba… ¿Polanski? Ah, eso es: Pankowski. Gracias. Le acababan de asignar el caso, y lo último que quería era que un investigador demasiado entrometido alterase al niño. Yo le dije: «Señora, nos enfrentamos a un incidente a escala internacional, y quizás el chico de ahí dentro sea uno de los pocos testigos que nos puedan ayudar».
No quiero que piense usted que no tengo sentimientos, Elspeth, pero en esa primera fase los datos de que disponíamos sobre los otros sucesos eran muy escasos, y, por lo que yo sabía, el niño podía ser la clave de todo el asunto. No olvide que en el incidente japonés tardaron cierto tiempo en confirmar que había supervivientes, y nadie nos dijo nada de la chica del accidente británico hasta varias horas después. En todo caso, la doctora Pankowski me contó que el niño estaba despierto pero no había pronunciado ni una sola palabra, y no sabía que lo más probable era que su madre estuviera muerta. Me pidió por tanto que procediera con muchísima cautela y se negó a que filmara la entrevista. Acepté, aunque el procedimiento habitual era grabar las declaraciones de los testigos. Debo añadir que después no supe muy bien si me alegraba de no haber podido hacerlo o no. Le aseguré que estaba perfectamente cualificado para entrevistar a testigos y le conté que uno de nuestros especialistas se dirigía al hospital en esos momentos para llevar a cabo una segunda entrevista. Solo me hacía falta saber si el chico se acordaba de algún dato concreto que pudiera servirnos de orientación.
Le habían dado una habitación individual, de paredes de colores fuertes, que estaba llena de detalles infantiles: un mural de Bob Esponja y una jirafa de peluche que me pareció algo inquietante. El niño estaba tumbado de espaldas y tenía un gotero en el brazo; se le veían las abrasiones en los sitios en los que los cerillos le habían producido cortes en la piel (debo decir que todos fuimos víctimas de ese inconveniente concreto en los días sucesivos), pero, aparte de eso, no había sufrido heridas de importancia. Eso es algo que todavía me sigue dejando totalmente perplejo. Como todos afirmaron al principio, es cierto que parecía un milagro. Lo estaban preparando para hacerle un TAC. Yo sabía que disponía de pocos minutos.
Los médicos que deambulaban en torno a su cama no se alegraron de verme, y Pankowski no se despegó de mi lado cuando me acerqué a la cama. El chaval presentaba un aspecto muy frágil, sobre todo por culpa de los cortes que tenía en la parte superior de los brazos y en la cara, y lógicamente me sentí mal al interrogarlo tan poco tiempo después de lo que había vivido.
—Qué tal, Bobby —lo saludé—. Me llamo Ace y soy investigador.
No movió ni un músculo. El teléfono de Pankowski emitió un pitido y ella se apartó un poco.
—Bobby, estoy más que contento de ver que te encuentras bien —añadí—. Si no te importa, me gustaría hacerte unas preguntas.
Abrió los ojos de par en par y me dirigió directamente a los míos una mirada vacía que no expresaba nada. Ni siquiera pude discernir si oía mis palabras.
—Hola —proseguí—. Me alegra ver que estás despierto.
Daba la impresión de que me atravesaba con esa mirada. Entonces…, una cosa, Elspeth, esto le va a parecer una chorrada de las gordas, pero los ojos se le empezaron a empañar, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Lo que pasa es que…, Dios mío, qué difícil es esto…, no se le llenaron de lágrimas, sino de sangre.
Debí de pegar un grito, porque en un abrir y cerrar de ojos noté que tenía a Pankowski pegada a mi costado, y el personal sanitario empezó a pulular alrededor del chico como si fueran avispones en un picnic.
Y pregunté:
—¿Qué le pasa en los ojos?
Pankowksi me contempló como si me acabara de salir una segunda cabeza.
Volví a fijarme en Bobby, lo miré a los ojos, y los tenía claros, de un azul aciano, sin rastro de sangre. Ni una gota.