La Corrala

La Corrala es algo así como el alcaloide de lo madrileño, un sitio emocionante de tan literario y destartalado. Baroja ponía a sus personajes a vivir en La Corrala, como si nada. Un novelista de hoy no se atrevería a tanto.

La Corrala está en Mesón de Paredes, enmarcada por Tribulete, Embajadores, la Maternidad, la Inclusa y lo que fueran las Escuelas Pías de San Fernando. La Corrala muestra al aire unas viviendas del siglo pasado, corredores viejos y feos, una antología de retretes y, una o dos veces por semana, todo el velamen desplegado de las sábanas, de las coladas del vecindario. La Corrala tiene la grandiosidad de la miseria y hay que adecentarla, o suprimirla. Vivir en La Corrala podría ser muy literario para alguien que haya leído literatura, pero a los actuales vecinos de La Corrala les debe parecer una miseria, una desgracia, un asco, y es natural.

Hace años, con este criterio zarzuelero que nos asiste, se montaron unas representaciones veraniegas del género chico. Pero estos excesivos acomodamientos de realidad y ficción nunca resultan, porque el arte está hecho para imaginar, y si se le contrasta con la realidad imaginada, pierde su función. Es como esas representaciones del Felipe II de Pemán que se hacen en El Escorial. O aquellas tragedias griegas que montaba Tamayo en el teatro romano de Mérida. Donde más falso queda un Felipe II de tres mil pesetas por función es en El Escorial; y donde más falso queda un trágico griego es en un teatro romano, primero porque ya hay incongruencia en llevar a los griegos paganos a un circo de comer cristianos, y luego porque el teatro es el teatro, el arte es el arte y no tiene por qué buscar aproximaciones a la vida, que no hacen sino empequeñecer ambas cosas: vida y arte.

Bueno, pues eso pasaba con las zarzuelas hechas en La Corrala.

Que estaba todo demasiado bien, que era demasiado propio. Pero, sobre todo, el problema social. La miseria novecentista de La Corrala se tapaba con unos decorados que recreaban una miseria teatral, pintoresca, amable y divertida del género chico. Con el dinero de aquellas representaciones se podía haber remozado de verdad La Corrala. En fin.

Lo que mejor quedaba en La Corrala era el teatro chino de Manolita Chen, al que yo he ido repetidas veces, como informador y como espectador. Efectivamente, el teatro chino era propiedad de un chino que me parece estaba casado con Manolita Chen. Yo charlaba con ambos. Tuvieron con ellos a un flamenco famoso. Era un barracón de feria con señoritas desabrigadas, folklóricas atroces, económico, sin rubor, y música de aquí te espero. Maravilloso. Aquello sí que era subcultura, kitsch, camp, mass media y todo lo que ustedes quieran.

Pero hace tiempo que no viene Manolita Chen por La Corrala. Yo creo que lo mejor sería enterrar la nostalgia y tirar esas casas antes de que se caigan, dar de vivir a esa gente, suprimir el espectáculo de los retretes y las coladas. Puesto que la novela social parece un tanto pasada de moda, los jóvenes escritores ya no van a ambientarse a La Corrala, sino a los clubs decadentes, para saber cómo es de verdad una mesa de laca y sacarla luego en sus escritos.

La Corrala no cumple ninguna función. El cine neorrealista a la española que se pudo hacer allí no se ha hecho, y ahora ya no están los tiempos para neorrealismos. Ahora se hace cine de cama y contestación. En La Corrala se ven las sábanas recién lavadas, puestas a secar, pero la cama no se ve nunca, porque aquella gente tiene honestidad y lo que hay que tener. ¿Cómo puede este Madrid del desarrollo y el consumo conservar este oasis de casticismo y cochambre, de injusticia e incomodidad que es La Corrala? Dicen que la van a convertir en jardín, pero de los vecinos, de las viviendas, de la miseria, ¿qué?