Elegía del Price

Se van a llevar por delante el Circo de Price, como todo el mundo sabe, y hay que decir que Price es, realmente, un pedazo de Madrid que muere. Se ha celebrado una comida de despedida del viejo circo, y en la presidencia, entre los nostálgicos, estaba María Cuadra, que una vez hizo un papel líricamente circense en ¿Quiere usted jugar con mí? A la puerta de Price, en la plaza, hay siempre vendedores de pipas y tabaco, soldados, gitanos y respetuosas.

En los bares inmediatos al circo beben cerveza los gimnastas y las mujeres de la noche, los príncipes del cante y los limpiabotas. Si uno siente que se vaya Price, más que por Price, es por los alrededores, por ese cinturón de picaresca y menestralía que rodea al circo. El Price tiene por dentro muchos fondos y trasfondos visibles y sucesivos, entrevistos, como en los cuadros del Bosco, y hay un mundo de caballos que transparenta un mundo de acróbatas, y detrás otro de écuyères, y otro de payasos, y así hasta el infinito. Reinando en ese ciclorama azul profundo, he visitado alguna vez a Charlie Rivel, el catalán afrancesado, el Charlot del circo, el último romántico del humor. Charlie Rivel, viejo y galán, con algo de Chevalier, con algo de aquellos viejos fragantes de la «bella época», estaba en camiseta, entregado a los trabajos del masajista, que daba nueva vida a sus blancas piernas.

Con Charlie Rivel, en el camerino, su mujer y sus hijas, y las banderas españolas y del circo, y el olor a embrocación y la parla niña, afrancesada, catalana, confusa, del viejo payaso, del Max Linder español de la pista. En torno al maestro, la confusión de los columpios, los caballos, los leones, las señoritas de piernas desnudas y los domadores. Price, por dentro, es una sucesión de patios que dan al pasado del circo, el panteón azul donde duermen los payasos muertos, y flota, como en un cuadro de Dalí, la cama de circo donde a veces reposa su peligro y su miedo y su valor la gran «Pinito del Oro».

«Pinito» se ha retirado, y tuvo hace poco su noche definitiva. Estaba dramática y hermosa, con el negro cabello suelto, como la bandera del miedo, y Mary Santpere habló para ella, con esa cosa que tiene Mary Santpere de mujer de circo, de fémina contorsionada y alargada, de personaje magistral entrevisto por Toulouse-Lautrec. Nunca he visto a Mary Santpere tan ella misma como cuando actuaba en Price, algunas noches, con Ángel de Andrés, y allí era mucho más que la mujer del escenario, del teatro, del buen tono catalán. En Price, Mary Santpere salía de sí misma, se distorsionaba, arrastrando las tes.

El Price, con su alta cúpula, con sus palcos hasta el cielo, tiene una perspectiva de circo de Marc Chagall, y esto es lo que lamentamos que se vaya: la irrealidad de todo el pueblo desconocido de Madrid asomando sus caras desde un séptimo círculo celestial para verle a Tonetti pisarse la corbata. El circo Price presentaba una vez más un número patriótico que terminaba con el «Soldadito español, soldadito valiente», y unas maquetas de soldados que se movían, y mucha bandera española y, finalmente, en la apoteosis de la neurosis patriótica y colectiva, una realísima bandada de palomas volando por todo el espacio redondo, entre el aplauso de la multitud.

Qué locura española de palomas, himnos, soldados, flamencas y gente de a pie. Las palomas picoteaban cacahuetes en los bolsillos de los espectadores y «Pinito del Oro» se vendaba un fino tobillo en el camerino, mientras Ángel de Andrés le contaba los mejores chistes del mundo a Charlie Rivel y los masajistas se enamoraban de la contorsionista japonesa. El Price ha tenido noches completamente surrealistas, de un surrealismo español y caliente, hecho de tardes de domingo, barquillos, domadores de leones hambrientos y chistes de retrete. Una vez visité en un camerino de Price a Pepe Iglesias «El Zorro», que todavía anda por las emisoras madrileñas, y me pareció que aquel correcto humorista argentino puesto de esmoquin cosmopolita, quedaba un poco frío y perdido, un tanto intruso en el mundo revuelto y panderetero de Price, que es la apoteosis de la España tópica y pintoresca, puesta en circo y cantada por los grandes del cante. Ahora está en Price el «Príncipe Gitano», y con él muere el gran circo madrileño. Pepe Iglesias se moría de frío en los camerinos y los pasillos del circo, paredaño de la cuadra de los caballos bailarines y los tigres lujuriosos. Price es el pozo redondo y profundo, enguirnaldado y revuelto, del Madrid más madrileño, de la España más rabiosamente española.

No sé si el negocio, no sé si las inmobiliarias. Pero Price muere, más que nada, porque el mundo ya no es así. Como el gran humorista catalán, como los entrañables payasos madrileños, como toda la charanga de Price, se van a un cielo de chinchines, y las respetuosas y los sarasas de los alrededores no tienen dónde ir. Ahora que ya no hay riesgo ni trapecio, es cuando «Pinito del Oro» siente miedo.