Los hippies de Santa Ana
He preguntado a los hippies de Santa Ana si ellos son los que mataron a Sharon Tate. Me han dicho que no. Parece que no saben nada del asunto. Hay uno que quizá conoce al clan siniestro de los «Hijos de Satán», pero nada más. Los hippies de Santa Ana están en esta plaza madrileña desde hace varios años.
Hay en la plaza de Santa Ana, entre el teatro Español y Almacenes Simeón, vieja plaza populosa y popular debajo de la cual han hecho un aparcamiento, una cervecería llamada «Alemana». Esta cervecería fue siempre sitio de toreros y limpiabotas, con viejas maderas y muchos carteles de toros. Hemingway vino una vez aquí a conocer torerillos sin gloria y viejos maestros retirados. Se tomó unas cervezas y puso la cervecería en uno de sus libros. La cerveza de este establecimiento la sirven todavía a base de una bella máquina modernista con muchas alegorías de plata. Los beatniks de antaño leyeron el nombre del sitio en el libro de Hemingway y se vinieron para acá. Cuando los beatniks se fueron muriendo de no comer más que las tapas de queso rancio que les daban en la cervecería «Alemana», vinieron, tras ellos, los hippies, sus sobrinos naturales, e invadieron el establecimiento.
En la «Alemana» hay marineros en tierra, marineros de agua dulce y hippies de Minnesota, Massachusetts, San Francisco y Lavapiés. Al aborigen se le nota en seguida por el ruido. A la aborigen, por el sujetador. La hippy de verdad, importada, ha desechado hace mucho tiempo esa prenda burguesa. Todavía queda en la cervecería algún limpiabotas sin nada que rascar y algún torerillo que espera su oportunidad en una nocturna de Carabanchel. Ahora que van a tirar aquella placita, los maletillas tienen menos esperanza que nunca y alguno de ellos ha aceptado el amor de una hippy piel-roja con la que se va a ir a recorrer mundo.
La plaza de Santa Ana, cuadrada y grande, toda de viejas casas galdosianas, está llena de pensiones donde viven y fuman los hippies madrileños. A media mañana o a media tarde, bajan de la pensión después de haberse lavado la barba en una palangana y se meten en la cervecería a charlar con el recién llegado —siempre hay un desertor de Vietnam que está recién llegado—, a leer un ejemplar atrasado del New York Times y a quedarse luego en silencio, al lado de su amiga, viendo cómo pasa el tiempo en el reloj de la cervecería, que tiene los números de caligrafía inglesa. En el establecimiento hay un televisor que ha conseguido, a fuerza de insistencia, interesar a los hippies en las derrotas del Real Madrid y en la inauguración de pantanos.
El hippy español es el hortera de siempre, que se ha ido de casa con los cuarenta duros robados a su madre de la alacena y quiere vivir su vida y aprender idiomas. La hippy española lleva la falda mucho más corta que cualquier otra, naturalmente, pues ya se sabe que cuando una mujer de las nuestras se lanza, es siempre la más lanzada. Y si no, ahí está Agustina de Aragón, cuyo hermoso ejemplo pudieron contemplar los hippies en televisión, retrepados en las viejas sillas de la cervecería. Alguno de ellos decía en inglés que Aurora Bautista le parecía mejor actriz que Ingrid Bergman.
En general, la película les divirtió mucho a los hippies alemanes y norteamericanos de la cervecería. Yo creo que la tomaron como un western a la española. No sabían que aquello iba en serio, porque entonces puede que hubieran roto el televisor a silletazos. Hay que decir que nuestra prensa se portó no del todo bien en el caso de Sharon Tate. Esa familia de delincuentes que mata por comisión no tiene nada que ver con el espíritu pacifista y franciscano del verdadero hippy. Hay una opinión burguesa en el mundo entero que se alegra de que, por fin, los hippies hayan hecho algo más que pedir la paz y no cortarse el pelo.
Qué ganas teníamos todos de poder aliviar nuestra mala conciencia de herederos de mil guerras y matanzas, encontrando un culpable entre los jóvenes contestatarios y acusadores. Pero no hay tal. Los hippies de la cervecería «Alemana» me explican que «Los Hijos de Satán» tenían por jefe a un imitador de Hitler. Eran una organización racista y sádica, regida dictatorialmente. Nada más lejos de una auténtica comuna hippy regida por el sexo y la anarquía pacífica, por la igualdad, la hermandad y la libertad entendidas a la manera juvenil. (Sexo y anarquía, de Henry Miller, es un libro que veo en manos de uno de los hippies, por cierto, y cuya entrada editorial en España acaba de ser vetada.)
Así, pues, los hippies de la plaza de Santa Ana no han matado a nadie, como no matan los hippies en general. A pesar de lo cual, en la puerta de la cervecería hay un cartel a mano que dice: «Prohibida la entrada a beatniks, hippies, etc.». Es un cartel irónico para guardar las formas, supongo, porque el público que ha levantado el establecimiento es esta juventud vestida con pieles de oveja, y que todavía echa algunos billetes de a dólar sobre el mármol roto y castizo de la vieja cervecería.