El mirón
El mirón madrileño no tiene mucho que ver con el voyeur francés, que es una especie como más refinada, cultural y sadomasoquista.
Tampoco está el mirón dentro de la tradicional línea española del llamado «rascabucheo», que es el arte y técnica de mirar a las mujeres por el ojo de la cerradura, las entrepersianas, las rendijas de la puertas, etc. Decía Jean Cocteau que el cine es el arte de mirar por el ojo de la cerradura, de modo que el rascabucheo ibérico tiene algo de esteticista, surrealista y renovador. Es lo que hay de Zurbarán y del Bosco, de cine de Cocteau y de surrealismo en una mujer a la que le vemos desenredarse el largo pelo enmarcada por la forma curvoangular de un ojo de cerradura, que todo lo vuelve irreal, distante y misterioso.
Pero no va por estos caminos el mirón madrileño de piscina, sino que se trata de un señor de luto, un poco en la línea de los que pinta el gran Mingote, un señor que queda completamente raro en la piscina, donde las gentes andan semidesnudas, bronceadas, mojadas, cantando, hablando, dando saltos, nadando y duchándose. Entre tanto paganismo de clase media, cuando nuestra sociedad empieza a conquistar el sol y el agua y su propio cuerpo, como bienes terrenales que hay que gozar, el mirón es una supervivencia rara, un moralista al revés, un ciudadano que se toma su agua medicinal en la piscina y lleva un periódico de ayer en la mano.
¿A qué va el mirón a la piscina? A mirar, naturalmente. Saca una entrada de jardín y se está allí con su periódico cerrado y su agua medicinal, viendo a las mujeres, a las muchachas del ombligo en flor. Las desea, las critica, las condena, las admira, las odia, las sueña, las extermina.
El mirón puede que sea jubilado del Estado, o municipal, y bien puede ser que esté viudo, que viva en un piso bajo de la calle de la Palma, por ejemplo, y que luego, en la siesta sombría de su alcoba fresca, nos vea a todos desnudos, recree con la imaginación entornada a todas esas mujeres que hervían junto a él, y tan lejanas. El mirón debe ser un cumplidor ciudadano, un buen funcionario, un severo padre de familia, si es que tiene familia, que al llegar a casa sirve la sopa ritualmente, preside la mesa místicamente y, cuando le pregunta la esposa dónde ha pasado la mañana, dice distraído: «Por ahí, dando una vuelta».
Más tarde, quizás a la noche, en el lecho, antes de dormir, le dirá a su esposa, como hablando en abstracto, que la juventud está perdida, que el mundo no tiene remedio y que adónde vamos a parar. El mirón suele llevar dentro un moralista, aunque a veces nos encontramos con el mirón en estado puro, con el artista de la mirada, con ese individuo que vive sólo para mirar, y que ni siquiera ejerce. Dice el poeta que la mirada nos hace hombres, y otro poeta ha hablado de los gozos de la vista, y efectivamente, la mirada es elemento primordial en la epopeya amatoria, pero el mirón puro, el que sólo mira, el mirón madrileño de piscina, hombre maduro y enlutado, está fuera de la historia por cuanto viene a sorprender a la gente medio desnuda cuando ya nadie se sorprende de nada. Entra en la piscina como si se hubiese colado en una bacanal romana, en un ballet rosa, en un paraíso prohibido.
Lo que hay en la piscina es una saludable naturalidad de gente que quiere tomar el sol y bañarse y pasar el día sin acordarse de la oficina; pero al mirón se le debe antojar todo esto el círculo infernal reservado a los lujuriosos, y él hace, efectivamente, un poco de Dante con corbata, un poco de Virgilio con zapatos negros de rejilla, en el infierno inocente y hortera de la piscina. Por cierto, que Virgilio y Dante no son sino dos mirones de aúpa, dos voyeurs distinguidos paseándose morbosos por entre las desnudeces deliciosas e infernales de la Divina Comedia.