Los gitanos

Los gitanos madrileños tienen tenderetes en el poblado de Hortaleza y andan pidiendo limosna por la Costa Fleming y por Serrano. Algunos viven en los altos de Chamartín, orilla izquierda de la gran arteria, y cruzan la calle para venir con el churumbel desnudo a poner la mano.

Los gitanos han heredado los organillos cochambrosos del casticismo y los tocan por las calles y plazas, o hacen el número de la trompeta triste y el niño que da volatines y pingaletas para que las vecinas de buen corazón echen unas monedas por la ventana. Nos asombra mucho la discriminación negra de Estados Unidos y nosotros tenemos aquí una suerte de discriminación gitana que mantiene a los gitanos en su apartheid de pulgas y mulos.

Hay, al final de la calle de Embajadores, a mano izquierda, un solar donde el campamento gitano se abre en torno de un árbol viejo y copudo. Allí los niños hidrópicos, los mulos matalones, la hoguera con mosquitos, las mujeres renegridas y el mal olor.

Como pieles-rojas en sus reservas, pero en unas reservas de mugre y olvido, los gitanos siguen sin redimir en el seno de la sociedad madrileña, de la sociedad española. Hay gitanos que salen señoritos, y no sólo el de la canción. El gitano autorredimido, el que llega a médico o abogado, se desarraiga de su raza, de su clase. La redención personal, entre los gitanos como entre el pueblo bajo en general, es siempre precaria por cuanto comporta un desarraigo de clase. La redención deberá ser colectiva para que el individuo no sufra traumas de tipo social, colectivo, racial en el caso de los gitanos. Efectivamente, hay peonadas de gitanos trabajando en las carreteras, y otros que van a las escuelas de párvulos a aprender las letras, y luego el gitano enriquecido que da carrera a sus hijos, pero la raza, tan abundante en España, y no sólo en el Sur, sigue irredenta. Madrid, que tanto tiene de capital andaluza, alberga un gran número de gitanos. Hay uno moreno, de pelo peinado para atrás, muy tirante, que toma copitas en el café y luego, por la noche, canta a lo grande en un tablao del barrio del Prado.

En el mundo del flamenco comercial hay muchos gitanos, naturalmente, y ya hemos hablado alguna vez de nuestro último descubrimiento, Dolores la Hebrea. Lola Flores no es gitana como tanta gente cree. Hay una gitana, Rosario, que ha sido primera bailarina, que da clases de yoga y que nos echa las cartas de vez en cuando. Esto de las cartas, si no se pone en ello demasiado misticismo, tiene una gracia literaria de novelón con estampas, y cada naipe se convierte en una viñeta del destino fingido. Los gitanos tienen su cultura esotérica, pero ya va siendo hora de que los incorporemos a la nuestra.

El mal efecto de esos niños que piden por los barrios caros de Madrid lo he observado también en otras grandes ciudades españolas. Sería tan fácil arreglar eso. La redención de la raza gitana no debe suponer la eliminación de todas las complejas culturas que los gitanos traen consigo, naturalmente. Tenemos todos los españoles una prevención hacia el gitano, un instinto que se defiende de su suciedad, de su timo, de su parla, y nunca nos paramos a pensar que el gitano es así porque así le ha hecho la sociedad, manteniéndole marginado. ¿Es el gitano el que se margina? Sí, claro, pero los automarginados no son sino unos autodestruidos que no se han sentido capaces de enfrentarse con la sociedad, de integrarse en ella.

Se lo ponemos muy difícil a los gitanos. Los toros, el cante y el baile son las únicas salidas que ellos tienen en Madrid, y al que no sirve para eso se le pone a arreglar carreteras, o se le deja a la ventura y desventura del trato y el timo. Hay una niña gitana que no sabe que es gitana, adoptada por un matrimonio burgués, y que va al colegio con las niñas de la alta burguesía madrileña. Tiene un miedo misterioso a los gitanos. Un día empezará a pensar y quizás adivine su tragedia. Ya ven qué tema para una novela de la radio. El racismo nacional, que existe, tiene como chivo emisario una cabra gitana.