Las europeas

No hablo ahora de la turista típica, de la famosa «sueca» de verano, sino de esa mujer europea, en la mayoría de los casos joven, que decide venir a España, por una temporada o para siempre, a trabajar, a vivir, a estudiar e incluso —ay— a amar.

Las europeas son de Francia para arriba. Generalmente se agrupan en apartamento por bandadas de cuatro o cinco. Pagan entre todas el piso, trabajan en oficinas con muchos idiomas, comen a base de latas, salen todas las noches hasta las cuatro de la mañana y a las ocho ya están entre su máquina de escribir traduciendo del sueco al español y del español al noruego. En cierto sentido son un ejemplo de laboriosidad, libertad y eficacia para la mujer madrileña. Las europeas tienen, entre sus profesiones más frecuentes, la de secretaria, maniquí, recepcionista y gogó. Su itinerario madrileño suele ser el siguiente: la chica llega a Madrid porque estuvo de paso un verano y le gustó. Llama a sus cuatro amistades españolas, pero sólo le salen proposiciones de «ligue» y nada de trabajo serio. Entonces empieza a trabajar en un club, vendiendo whisky en la barra, de siete de la tarde a tres de la madrugada.

En el club gana doce mil pesetas mensuales más el bote, a repartir a diario entre todas. Lo suficiente para pagar su parte alícuota de piso y comprarse tres leotardos, uno de cada color. Este oficio, aunque lo parezca, no tiene mucho que ver con la prostitución, de modo que la europea conoce en la barra del club a un señor gerente que necesita una secretaria con idiomas y taquigrafía australiana. La contrata y ella deja el club, cambia de vida y ha dado su primer paso en la conquista de Madrid. Otras salen hacia la alta costura, los grandes hoteles, las relaciones públicas o el drugstore, donde son ejemplo de chica in, op, pop y camp para la burguesita madrileña de Serrano más o menos yeyeizada. En el drugstore, la europea vende tabaco, corbatas, baila, habla de libros, hace como que toma drogas y a lo mejor las toma.

Contra lo que asegura el tópico, la europea es mucho más desordenada y coqueta que la española. Ellas tienen siempre su piso lleno de ropa a secar, revistas por el suelo, maletas abiertas y discos despedazados, porque todo el mundo pisa alegremente sobre ellos. Se cambian continuamente las pestañas postizas y por fin se aficionan a las comidas españolas, con legumbres y tocino, de modo que si no fuera porque son de raza enjuta, estarían todas de no poder mirarlas. La dieta europea de lechuga y vitamina les ha dejado un resentimiento gastronómico que resuelven en España a fuerza de callos a la madrileña.

La europea de Madrid es una vocacional de España, una entusiasta, una voluntaria, y acaba conociendo los antros de la capital y de la Costa del Sol mucho mejor que el indígena. El amor a España de estas mujeres está hecho de lecciones de español en discos, novelas de Sender y Cela y Delibes, estudios de Menéndez Pidal, recuerdos del filme Morir en Madrid, discos de aquella película, que ponen a todas horas, una banderilla del Cordobés, un suéter que se dejó olvidado en su casa un amor español y moreno, suéter que huele a colonia de peluquería barata, y una postal del Valle de los Caídos. Con todo esto ejercen su crítica destructiva del país y su acercamiento sentimental y definitivo a España. Algunas acaban formando masonería de europeos y europeas y llevan una vida ajena a la vida madrileña, como podrían llevarla en Amsterdam, pero la mayoría de ellas tienen amigos y novios españoles. Pocas son las que se casan.

Así, hay una holandesa que trabaja de modelo en Sederías Arellano, una noruega que estudia para dar clases de español en Oslo y vende cosas en las Ferias de Muestras, una francesa que trabaja en el Liceo francés, una inglesa que es corresponsal en Madrid de la Enciclopedia británica, una alemana que pinta cuadros y algunas yanquis —también incluibles en esta categoría de europeas que hacen de secretarias en la base norteamericana de Torrejón de Ardoz y hablan dulcemente por teléfono con sus novios españoles, sentadas al costado de la bomba atómica. Las europeas de Madrid son unas «madrileñas otras», unas mujeres emancipadas que en cierto sentido, como queda dicho, pueden dar lecciones varias a la madrileña tradicional, pero que a veces se desvían hacia la droga o el alcohol.

En cuanto a la leyenda de que la europea sea más fácil sentimentalmente que la española, hay que tener en cuenta que la europea madrileñizada asimila pronto las costumbres galantes del país, y, sin llegar a los extremos calderonianos de la nativa, lleva las cosas con un «tempo» más español que el usado de París para arriba. Con la agravante de que suele ser más culta y vívida que la madrileña, de modo que les ve venir mejor y sabe cambiarles la suerte. Lo que más les gusta a las europeas, si no son rematadamente intelectuales, es ir a los mesones, al mundo de Fortunata y Jacinta, y cantar a grito pelado «Asturias, patria querida».