Los taxistas

El taxista madrileño es un hombre que se levanta a las siete y media de la mañana, se pone la chaqueta de cuero encima del esquijama y se va al garaje por el coche, aunque también es frecuente que lo haya dejado durmiendo en la calle. El coche tiene el motor frío, las ventanillas sucias y los ceniceros llenos de colillas, pero como el taxista es un trabajador a sueldo —el propietario del coche es otro caso del que no vamos a hablar ahora—, le tiene poco amor a la máquina. Él inicia la jornada sin afeitar, y el coche, sin un lavado que le está haciendo falta desde una semana atrás.

El taxista viaja hacia un punto clave de su barrio, o hacia el centro de Madrid. Si no se ocupa, está en «el punto» leyendo el periódico, bebiendo agua del botijo y haciendo quinielas con el abrecoches. Al taxista le da un poco igual ocuparse que no ocuparse, porque él está a sueldo fijo, y el tanto por ciento de las carreras le supone poca cosa. Casi siempre hay un señor que tiene varios taxis al punto, con obreros trabajando para él, y que a esa hora de la mañana lee el ABC en la cama. El taxista lleva en el salpicadero y en el parabrisas imágenes de diversas Vírgenes, un san Cristóbal, un viejo encendedor de mecha, un muñequito que es un guardia urbano de celuloide, las fotos de sus niños, el «Papá no corras» y «El Cordobés» dando un bajonazo.

Puede conocerse la biografía y el biotipo del taxista, nada más subir al coche, por el repertorio de bazar que tiene delante, pero puede ocurrir que, como el coche lo exploten entre dos, la bisutería sea del otro conductor, o que hayan instalado todo aquello a medias. Con un poco de finura psicológica, hay quien es capaz de ir deslindando durante el viaje qué objetos pertenecen a su piloto y cuáles no. Al adolescente o al sesentón no le va el rorro sonriente que le advierte de los peligros de la velocidad. Eso es del otro.

Aunque lee mucha prensa, sobre todo los anuncios y los sucesos del Ya, el taxista tiene su primera fuente de información en el transistor o en la radio del coche, de modo que es un español que cree en Palomo Linares, en Silva Muñoz, en el locutor del diario hablado de Radio Nacional, en Encarnita Sánchez, Raphael, Escartín y el Atlético de Madrid. A veces hay uno que protesta del alcalde, de los viajeros o del régimen, pero por lo general están de acuerdo con lo que dice la radio, con que el oficio es duro, pero hay otros peores, y con que tenemos derecho a Gibraltar.

El taxista madrileño está histérico de soledad, de claustrofobia o cochefobia, de programas radiofónicos, de semáforos y de tirarse doce horas diarias al volante, como poco. ¿Por qué, en una ciudad que tiene tan regularizada, aparentemente, su vida laboral, hay cerca de diez mil hombres que en la calle, a la vista de todo el mundo, hacen una jornada casi doble que el resto de los españoles? Al anochecer, otro mecánico se hace cargo del vehículo, que sigue así dando rendimiento durante las veinticuatro horas del día al señor desconocido que desayuna en la cama, al patrón, que dicen ellos.

El taxista es maleducado, a veces, y lleva el coche sucio y poco confortable, y se va a casa o al taller cuando le da la gana, y deja en mitad de la calle a las ancianas desvalidas y a los sacerdotes preconciliares, pero él es la primera víctima de un sistema injusto, de una explotación anacrónica. Los cronistas de la Villa se quejan de que todo va mal en el asunto de los taxis, efectivamente, esto es un monopolio y un negocio privado, no un servicio público, como reconoció una vez el señor Calderón, pontífice del gremio, a pesar del SP de la matrícula.

Ningún Ayuntamiento, ningún alcalde de Madrid, ha sido capaz de poner remedio al problema del taxi. De modo que el obrero del volante, víctima y victimario, se limita a ejercer su picaresca y pescar en río revuelto. Cuando todo un sistema va mal, de arriba abajo, es injusto hacer crítica del último peón que no cumple. No nos tira demasiado la demagogia, pero la picaresca del taxista madrileño nos parece sagrada mientras la alta picaresca siga siéndolo para quien corresponda. Hay muchos taxistas nuevos, jóvenes, recién venidos del pueblo, que no saben llevarle a uno a Cibeles. ¿Es eso tolerable en una ciudad como Madrid? ¿Quién los examina? Hay, por el otro extremo, muchos taxistas viejos, veteranos, torpes, que conducen con temblor y lentitud, exponiéndose y exponiéndonos continuamente al golpe, cuando debieran estar hace tiempo tomando el sol de la jubilación.

Tomar hoy uno de los diez mil taxis de Madrid es una aventura, un riesgo, una novela corta, un todo por el todo, un golpe de suerte y un mal negocio. El taxista madrileño, cuando ha terminado su jornada, se va al barrio a tomar unos vinos, a hablar mal del patrón y de don Santiago Bernabéu. En el cenicero del coche se acumulan colillas de una semana.