Renacimiento del Rastro

El Rastro, que pasó unos años de penuria, de olvido de su mercado, de olvidanza, ha vuelto a revitalizarse últimamente por una vía lamentable. El Rastro es hoy la esclusa por donde desagua gran parte de la riqueza artística de las iglesias españolas.

Al Rastro se sigue yendo los domingos por la mañana, si hace sol. Allí están los matrimonios que hacen gala de un «gusto raro» para poner su casa, y sobre todo, los turistas, que han sido los grandes descubridores del Rastro, la invasión de los bárbaros rubios en aquel viejo mundo decadente de columnatas y angelotes rococó. También va Orson Welles, cuando está en Madrid, con su joven esposa, y es posible ver a distancia el gran cigarro puro de él y el pelo rubio de ella. El vientre enorme del cineasta, va abriendo paso entre la gente. Summers quiere hacer una película del Rastro, siguiendo la historia de una colección de tarjetas postales que compró una vez en el Rastro. Se trata de una correspondencia amorosa en postales, que termina con la boda de la desconocida pareja. Summers quiere encontrar a ese matrimonio —hoy serán ancianos— para terminar con ellos su película.

Otro realizador de cine tiene el propósito de filmar el Rastro para ponerle luego como banda sonora unos textos políticos que, por contraste, adquieren un sentido «contestatario». Pasaron los tiempos esteticistas en que el Rastro inspiraba a Ramón Gómez de la Serna su preciosa guía. Los nuevos estetas se avergüenzan de ser sólo eso y le buscan contenido social a su descubrimiento del Rastro, mercado de botas viejas y novelas verdes, de espejos negros y candelabros impares. La reina del Rastro es la tonadillera Conchita Piquer, que abre en el corazón del barrio chamarilero sus galerías y la tienda de antigüedades, cara y señorial. Lo intermedio es la cochambre, la oportunidad, el sillón de la abuela y el hongo del bisabuelo, que fue senador.

Cuando en el Rastro ya no se encontraba nada de valor, porque toda la desamortización artística del país la había hecho concienzudamente la guerra, ha llegado de pronto un flujo de imágenes, arcángeles, lámparas, santos y querubines. Muchos párrocos de pueblo remedian hoy la pobreza de su iglesia metiéndose una imagen valiosa debajo de la sotana y vendiéndola en Madrid, en el Rastro. Luego van a la calle Mayor, compran una escayola coloreada de tres mil pesetas y se vuelven con ella al pueblo, en un vagón de segunda, apesadumbrados por el sacrificio, pero con unas pesetas sobrantes en esa bolsa negra de los curas, para atender a las necesidades más urgentes de la parroquia. De este modo, la gran riqueza artística de las iglesias de España está pasando —a veces retablos enteros— a manos del turista, el rico madrileño o el decorador que sabe lo que se hace.

El Rastro se ha enriquecido, pues, con esta nueva desamortización espontánea. Por otra parte, los anticuarios del Rastro viajan continuamente por los pueblos de la patria, o están en contacto con los gitanos chamarileros, y compran los muebles, los clavos, los desvanes enteros de las viejas casas. Parece que el rústico se ha espabilado últimamente y sabe ya que hay que pedir dinero por sus trastos. Pero, en todo caso vende, porque a él le hace mucha más ilusión la baquelita de los grandes almacenes que la cómoda carcomida de la abuelita. Con todo esto, el Rastro está viviendo un renacimiento. Como decía un escritor ya muerto, hoy «todo el mundo pone La casa de Bernarda Alba». Está de moda envigar con vigas viejas.

Ahora van a desaparecer «Las Américas», trasfondo feo del Rastro, con algo de garaje desmantelado, y se va a tirar una gran avenida respetando únicamente la entrañable Ribera de Curtidores. Y respetando, por supuesto, el Rastro en su entraña, que quedará así mucho más accesible en automóvil. El Rastro es actualmente un dato valioso de cómo va cambiando España, volviéndose del revés. Cuando llevé a Zamacois al Rastro, un día de fiesta por la mañana, no hace muchos meses, me decía el viejo escritor, a la sombra de Cascorro. «Pero esto es un Rastro sin cochambre». Ya no le interesaba.

En el zoco luminoso y popular del Rastro transcurre hoy, sin que nadie lo remedie, la lamentable sangría de ese otro patrimonio artístico nacional en el que comercian anticuarios y chamarileros, turistas y avisados, dejando el país pelado y en cueros vivos. La riqueza del pueblo pasa a propiedad particular. Pero el Rastro luce con luz de domingo.