Niños y chabolas
La calle del Hierro, en el Camino Viejo de los Garbanzales, al final de Embajadores, termina en unos solares atravesados por la vía del tren. Allí ha ardido una chabola y han muerto cinco niños, según ha contado toda la prensa. Entre solares y desmontes, en un aire sucio de estercolero, lucía esta mañana el barrio de chabolas, a ambos lados de la vía, bajo el sol fuerte de junio.
Hay una pequeña fuente de grifo, como las que todavía se ven por los barrios y por el centro de Madrid. En la fuente, un adolescente con el torso desnudo llena los cántaros. Luego viene una niña pequeña, guapa y sucia. Es un pequeño conjunto de chabolas a la entrada de Madrid, justo donde las letras azules y amarillas anuncian el nombre de la capital de España. Las chabolas del otro lado de la vía proliferan entre los postes de hierro de un transformador eléctrico. El tren y el transformador son dos amenazas constantes para los vecinos de este suburbio. En Tiempo de silencio, allá por los años cincuenta, Luis Martín Santos denunciaba el chabolismo madrileño. El libro está ya en la historia de nuestras letras. Pero el problema no ha cambiado mucho, lo que dice bien de la inutilidad de la literatura.
El sol. Las basuras. El olor. Las chabolas se agazapan entre la vía y las traseras de una fábrica. Hay otra fuente, donde dos mujeres llenan de agua sus calderos. Muy cerca crecen los grandes edificios. Una madre advierte a un niño contra los peligros de las chispas que pueden caer del transformador. La tragedia de la otra noche puede repetirse en cualquier momento. Veo los muebles quemados, los trastos inútiles de la familia siniestrada. Ahora les han dado una casa en el barrio de la Uva. Naturalmente no es necesario que a uno se le abrasen cinco hijos para tener una casa barata en el barrio de la Uva. Pero en este caso lo ha sido.
Los huecos de las chabolas se tapan con tablas, donde leo nombres en inglés y letras negras que dicen «United States». El cielo azul y denso del mediodía se descerraja con el ronquido veloz de un reactor. La gente saca billetes para los aviones que llevan al verano y al veraneo.
Un puñado de madrileños lo va a pasar aquí, junto a la vía del tren, bajo la amenaza del fuego, en el clima nauseabundo de los estercoleros. En los barrios buenos de Madrid se están instalando este año muchos acondicionadores de aire. Hay trofeos de oro y turistas de lujo en este junio feliz. Hay el fuego alegre y festivo de las fallas de Alicante, hermano del fuego trágico del suburbio madrileño. Las chabolas se adosan contra una muralla de ladrillo: los niños muertos tenían entre siete meses y doce años. Han perecido intoxicados por el humo. El padre se llama Miguel Gabarri y la madre se llama Purificación Fernández. Están desolados. En las tapias hay ropa tendida y esta gente se ahoga de calor dentro de las chabolas, entre palanganas y arpilleras.
He visto también la casa que les han dado en el barrio de la Uva, al norte de Madrid. Una casa barata para albergar el vacío de cinco hijos muertos. La ciudad está suntuosa de pisos de lujo vacíos. La gente va ya por el segundo frigorífico y la segunda lavadora. Alguien nos recuerda desde la publicidad que «la inversión inmobiliaria supone una subida razonablemente constante», ¿cómo puede ser razonable el aumento constante de unos beneficios, cómo puede ser razonable el enriquecimiento lento o rápido, pero inexorable, mediante la inversión en pisos, mientras hay gentes que viven como las de la calle del Hierro? ¿Es que queda algo razonable en esta ciudad loca?
No costaría mucho dinero limpiar estos solares, llevar a estos submadrileños a unas casas para personas. Lo más triste de estas cosas es que tienen remedio. Evaristo Acevedo me da su libro, Cartas a los celtíberos esposados, y me dice que mediante el humor pueden denunciarse muchas cosas. Otro humorista, Máximo, me enseña la carta del director de una revista, que le devuelve un chiste por inconveniente. No parece que el humor sirva siempre. La tragedia de la otra noche puede repetirse en cualquier momento. Unas cincuenta familias viven aquí. Hay perros viejos, caminos de llantas para pasar, una jaula con canario en la puerta de alguna chabola. Del transformador eléctrico nacen chispas de vez en cuando sobre los tejados leves de estas viviendas de naipe viejo. El susto ha pasado y la gente va a dormir la siesta.