La dieta
Se ha puesto de moda en Madrid hacer dieta. Las mujeres se habían preocupado siempre de este problema de la línea, pero los hombres empiezan a preocuparse ahora. Hay médicos que viven exclusivamente, y muy bien, de hacer dietas a la gente, previo estudio del metabolismo. Fue Fraga Iribarne, cuando era ministro, quien demostró que se podía estar en el poder sin engordar, o mejor aún, adelgazando.
En nuestro país se ha calculado que existen nada menos que un veinte por ciento de obesos entre la población adulta, y de ellos un setenta por ciento moderadamente gordos, un veinticinco medianamente obesos, un cuatro excesivamente grasos y un uno por ciento de disformes. La longevidad del obeso es un veinticinco por ciento menor que la normal. Nuestro pueblo todavía no se ha enterado muy bien de estas cosas, y sigue, como dieta, la norma de comer aquello que «se pega al riñón», pero entre los políticos y los hombres de empresa ha cundido la alarma y nadie quiere caer en ese veinticinco por ciento de gordos.
Ahora que se empezaba a comer mejor en España, las dietéticas vienen a advertirnos que es preferible no comer. El mito popular del hombre que quiere llegar arriba para darse los grandes banquetes ya no tiene sentido. Hoy, los ricos madrileños comen mucho menos que los pobres. Para lo que hace falta dinero actualmente es para ponerse a dieta, bajo el control de un médico carísimo y el cuidado de un cocinero que se atenga a los menús sin grasas, sin glucosa, etc. Quedarse sin comer es hoy un lujo que sólo pueden pagarse los grandes ejecutivos, los grandes gerentes. En los restaurantes económicos de la calle Luna o de Libreros siguen hinchando al cliente modesto de arroz y lentejas, que son dos cosas que alimentan y engordan muchísimo. En este nuevo Madrid de tecnócratas esbeltos, todos a dieta, el estar bien de carnes es un signo de que las estás pasando moradas.
En cuanto a un señor le dimiten de un cargo empieza a engordar. Y no sólo por las preocupaciones que se quita de encima. «Mal le veo a Suárez», me decían el otro día. «Se está poniendo rollizo como un cerdo.» Efectivamente, al poco tiempo supimos que sus exportaciones quebraban, a causa de un modesto matesismo, y que había dejado de ir al bromatólogo porque no podía pagar la cuenta. Ahora come en cualquier cafetería platos combinados con jamón, sandwiches riquísimos, postres de tarta. Tiene un color sanísimo y muy buen aspecto. Es un hombre acabado.
El plan de desarrollo de los estómagos ha traído al español más harina, más azúcar y más mantequilla. Las proteínas —carnes, huevos, pescados— se consumen con más abundancia, y las harinas, pastas y legumbres, que han encarecido poco, son la base principal de la alimentación ordinaria, y ello da por resultado una mayor propensión a la gordura de las masas. Cualquier hombre con aspiraciones quiere llegar a ministro o a director-gerente para adelgazar. No todo el mundo puede pagarse un bromatólogo de lujo. El panículo adiposo, formado por tejido graso, es el tema de muchas conversaciones en los cócteles de negocios.
—Cuídese ese panículo, Fernández; qué van a decir nuestros clientes.
Hay tecnócratas muy preparados, ejecutivos todavía jóvenes, expertos en cibernética y en informática, que han arruinado su carrera por culpa del panículo. El otro día vi a uno de ascensorista en la misma empresa donde era subgerente. «El maldito panículo —me dijo—, que me está jugando una mala pasada. Dicen que no tengo un panículo decente, que tengo demasiado panículo para representar a una empresa moderna como ésta.» Quizá, con ocho horas diarias de pie en el ascensor, le baje el panículo. De momento, es un hombre con el panículo al aire. Todo Madrid, todo el Madrid de los negocios, las finanzas, la política, el marketing, está a dieta. Los parias, los dimitidos, los expulsados, los cesantes, la hez, andan, lustrosos y sonrosados, felices, por los restaurantes de medio pelo.