Los viejos
Si alguien habló de la pena de ser ciego en Granada, podríamos hablar ahora de la pena de ser viejo en Madrid. ¿Qué pueden hacer un anciano o una anciana en esta ciudad grande y cruel? Todos vamos envejeciendo en Madrid, sin darnos cuenta, pero ser viejo en el Madrid actual debe constituir una situación angustiosa de desvalimiento. El tráfico, la prisa, las distancias, los tumultos, hacen imposible la vida de los viejos en esta capital.
En el centro mismo de Madrid, en Callao, se han instalado recientemente unos bancos y unas fuentes donde vemos tomar el sol y la bruma de los automóviles a unos viejos jubilados que no se sabe cómo han llegado hasta allí salvando el guiño rápido y amenazador de los semáforos. Con mucha frecuencia perece un anciano en accidente de tráfico. En Cibeles, a la entrada del paseo del Prado, también se forman oscuras peñas de viejos que miran la estampa veloz de la vida actual con ojos secos.
En el paseo de Recoletos había unas sillas de hierro donde se les cobraba a los ancianos cincuenta céntimos por sentarse a tomar el sol. Con las reformas de este paseo, las sillas han desaparecido. Hay viejas plazas que son oasis para el viejo jubilado o la vieja temblona. Pero de pronto viene el Ayuntamiento y levanta la plaza para hacer un aparcamiento subterráneo. ¿Adónde va toda esa bandada lenta y negra de viejos y viejas? Muchos mueren, quizás, en la emigración. Al cabo de unos meses, la plaza está otra vez en su sitio, reformada. El Ayuntamiento suele tener la galantería de volver a poner bancos y zonas verdes.
Así, en la plaza de Santa Ana, en la del Rey, en tantas otras viejas plazas madrileñas de romance alfonsino, los viejos reaparecen al sol de enero. Son los supervivientes del invierno. No sabemos cómo llegan hasta aquí. Seguramente viven cerca. Para las gentes de su familia, tiene que ser una angustia pensar que el abuelo o la abuela andan por la calle, en este Madrid de coches homicidas, cruzando esquinas, desafiando la fuerza brutal de la gran ciudad con su bastoncillo leve. En el Retiro, en los pequeños jardines improvisados, los viejos de cada barrio se reúnen por la mañana y por la tarde, lentos y tristes, fatigados por una ciudad en la que quizás han vivido toda la vida, pero que ahora se les vuelve inhóspita, hostil, amenazadora. Contaba Alberto Insúa en sus últimos tiempos, ya muy viejo, que él no salía nunca de su barrio de Argüelles. Se había hecho una vida pequeñita, entre el café, el quiosco y el cine de la esquina. Él, gran viajero, gran cosmopolita, no se atrevía con este Madrid grande y nuevo donde muere un viejo, en la calle, casi todos los días.
Una ciudad que se va haciendo inhabitable para los viejos y los niños no es una ciudad bien pensada. La medida de cómo Madrid se va endureciendo es esta angustia de los viejos. En la capital de provincias, en el pueblo, el viejo tiene unos días sosegados, un final de su vida amistoso y dulce, entre gentes que lo saludan y respetan. El viejo, en Madrid, sale a la calle —los viejos, ya se sabe, son muy callejeros— y está perdido, es un estorbo, se lo lleva el viento de la prisa. Ahora se ha inaugurado la nueva urbanización de la plaza de España y he estado allí una mañana, viendo a los ancianos de ambos sexos, que miraban las nuevas fuentes como niños y hablaban de lo que se paga ahora por los solares, de lo que cuesta todo, de lo hermosa que ha quedado la plaza, pero que ya no es lo que era. La vieja y eterna copla de la vejez.
Si tiene que hacer una gestión, cobrar una pensión, visitar a otro viejo, llevar un recado, el viejo se siente atropellado por unas gentes con prisa que ni respetan su vejez ni reparan en ella. Si sube a un autobús o baja al metro, la masa violenta y apresurada puede llevárselo por delante. Ya casi nadie deja el asiento a los ancianos. El hombre ha hecho unas ciudades que exceden la medida del hombre. Nada tan angustioso, hoy, como envejecer en Madrid.