Los pianos
Los pianos van desapareciendo de Madrid, como en su día desaparecieron los mamuts de la cuenca del Manzanares. El piano es algo así como el mamut de la música, y estas grandes especies colosalistas tienden a extinguirse en un mundo que ha desintegrado el átomo y ha atomizado la vida.
Antes se oían pianos por los barrios burgueses de Madrid. Era el piano azoriniano de la señorita que tocaba el piano sin saber piano ni saber lo que tocaba. Hoy, esa señorita tiene que ir a la oficina o a la cátedra y ya no puede perder el tiempo desafinando pianos. Por la calle de la Flora todavía se escucha, en algunos atardeceres de otoño, un piano que suena en un principal espacioso y misterioso. Pero es quizás el último piano romántico, sentimental y ocioso de Madrid. Hay gente que compra pianos, no sabemos para qué, y esto quiere decir que otra gente —mucha— está vendiendo sus viejos pianos. En algún club nocturno todavía hay piano con pianista, y teclado libre para los espontáneos.
Espontáneos, que pueden tocar lo que quieran, y que suelen tocar siempre Las hojas muertas. En Sésamo también suena todas las tardes y todas las noches el piano tronzado de los años cuarenta, aquel piano que era casi la única alegría bohemia y contestataria de la posguerra en el Madrid del estraperlo, el gasógeno y las colas.
¿Qué le pasa a Tomás Cruz, el hombre bueno de Sésamo? La otra noche me lo encontré por la calle del Prado. Ha tenido alguna desgracia familiar. Iba enlutecido. Ahora leo que quizá va a terminar con su premio de novela. El premio de novela corta de Sésamo tenía tradición. La novela no se veía nunca, se publicaba tarde y mal o no se publicaba, pero la noche de la votación era una noche alegre, expectante, muy literaria, con mucho piano de la casa. En una de las últimas concesiones recuerdo a Blas de Otero, entonces enfermo, que quizá por efectos de la enfermedad estuvo bastante seco con una periodista, y a Gabriel Celaya y a otros. En el salón del Palace suena todos los atardeceres un piano, a la hora de la merienda. Y asimismo en el Ritz.
El piano del Ritz puede hacernos llorar de melancolía falsa si pensamos que es el mismo de «las tardes del Ritz», que enloquecían de frivolidad y mundanismo a nuestras madres.
Suenan esos últimos pianos de Madrid en el hueco de una ciudad que ya no está, que es otra. Arturo Pavón hace nacer de su piano, todas las noches, en Los Canasteros, el romanticismo gitano que él lleva en el alma. Es un piano para los turistas, las mujeres misteriosas y los camareros. Luisa Ortega tiene el corazón arrullado por ese piano. Los pianos del Conservatorio suenan mal, porque el Conservatorio de Madrid es pobre, como todos los conservatorios de España. En los estudios de ballet de Infantas también se oye un piano didáctico y aburrido, y a sus sones ensayan, mezcladas, las aristócratas madrileñas y las chicas de tropa que quieren hacer flamenco, revista, ballet, algo.
El infante de Baviera, que tenía una hija que estudiaba ballet en aquella academia, se resistía a ir a buscar a la niña, por no oír el piano.
Efectivamente, el infante de Baviera era muy gran pianista. Todavía le oímos tocar alguna vez en su casa de El Viso, cuando no estaba demasiado cansado. El piano de Madrid ha sido siempre el piano del pobre, el pianillo mecánico, el organillo, pero ya apenas quedan organillos por las calles de la ciudad.
Hace mucho tiempo que no suena en la ciudad el piano de Luzuriaga, encendiendo la hoguera danzante de Pilar López. Hay en el Museo Romántico pianos del XIX. ¿No es el piano algo así como el ataúd de todo el siglo XIX? Ballenato de la música, góndola romántica, el piano va dejando de sonar a medida que vamos dejando de ser siglo XIX. Ahora se exhuman las películas de los hermanos Marx y volvemos a oír el piano excéntrico de Chico, que fue quizás el primer piano loco de nuestro siglo, detrás del cual vendrían los pianos blancos de Hollywood tocados por el español Iturbi, y los pianos negros del Lejano Oeste cabalgados por una rubia. Rubinstein estuvo hace unos meses en Madrid, pero Madrid tiene ya demasiado ruido y Rubinstein tocó con mucha menos fuerza que antaño, de modo que apenas le oímos. La ciudad se va quedando sin pianos y nadie lo advierte. Se extingue la especie colosal y dinosáurica de los pianos. Cuando haya caído la tapa del último piano, habremos entrado definitivamente a la barbarie consumista, inmobiliaria, capitalista, alienante, ruidosa y tecnocrática.