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No hay palabras adecuadas para describir la adrenalina que se siente en momentos como este. Ocurren con tal rapidez que cuando te das cuenta ya eres el dueño de la situación o en caso contrario estas perdido.

Los tipos de la camioneta no tuvieron tiempo de nada, y no debimos hacer mucho ruido porque segundos después tenía encañonado a otro hombre que veía la televisión casi recostado en un viejo sofá.

El factor sorpresa fue determinante.

El tipo de la sala tenía la posibilidad de toma una pistola escuadra italiana nueve milímetros que descansaba junto a los restos de unas líneas de cocaína y un bote de cerveza en la mesita de centro de la sala, pero entre la sorpresa y el grado de intoxicación que tenía no pudo más que soportar un golpe certero que le floreo el hocico con la cacha del rifle de Moncayo.

Cuando pudo recobrarse estaba esposado y sentado junto a sus otros dos compañeros.

Tuvimos la oportunidad de inspeccionar la casa con calma. Sin duda se trataba de una casa de seguridad y si habían tenido gente secuestrada habíamos llegado tarde.

Por seguridad, y por suerte, decidimos desde antes llegar con los rostros cubiertos por pasamontañas y atinamos en eso.

En la casa tenían un pequeño arsenal, además de tres kilos de perico y diez más de mota que ya estaban dentro de la camioneta.

─ ¿A dónde iban con la droga? –les gritó Batista.

Ninguno contestó.

Sus miradas eran agudas inquisidoras.

Uno de ellos en especial parecía el más bragado, quería encontrar pistas debajo de la mascarada que traíamos.

Era un hombre grande, fornido, moreno, cabello y bigote completamente negros, con su camisa multicolor garigoleada, un dije de oro macizo de la Santa Muerte en el pecho colgado de una cadena del mismo material y una esclava en su mano derecha lo doble de gruesa que las esposas.

─ ¿Qué es lo que quieren cabrones? Se los va a cargar la chingada van a ver.

Moncayo hirvió de coraje. Sólo se escuchó un golpe certero, el tronido de la mandíbula del grandulón que azotó contra el suelo hasta con los tacones de las botas vaqueras de piel de avestruz.

─ Ahorita te voy a quitar lo valiente mi amigo.

Ya no pudo decir nada. Pero Moncayo era así, cuando se le metía el diablo ni quien lo detuviera.

Lo tomó de las greñas y ante la mirada perpleja de sus cómplices lo arrastró hasta uno de los baños.

Batista se dirigió a mí procurando no decir mi nombre para alertarme que el comandante Alatriste acababa de llamar y estaba enterado de todo.

─ Ya vienen en camino avísale a aquel antes de que haga una burrada.

Y fue lo mejor.

Cuando entré al baño el sujeto ya estaba todo empapado, porque Moncayo le había sumergido la cara en el escusado.

─ Pareja déjalo ya, ahí viene el comandante.

─ ¿Oíste pedazo de mierda? No tengo mucho tiempo así ¿a donde llevabas la droga?

─ No se estábamos esperando una llamada –estaba tan aporreado que apenas y pudo contestar.

─ Mira mi compa vamos a empezar de nuevo, porque creo que ya nos estamos entendiendo y a mi me encabrona mojarme las manos en el escusado por payasos como tu, así que dime ¿aquí han tenido gente secuestrada verdad?

El tipo volteó a ver a Moncayo con las últimas fuerzas que le quedaban y no le contestó nada.

Moncayo volvió a enfurecerse. No hubo tiempo de nada. Cuando menos pensé el tipo tenía fracturados dos dedos producto de un pisotón con el puro tacón.

─ ¡Si aquí hemos traído gente secuestrada! ─gritó instantáneamente el bravucón cuando sintió el zapato de Moncayo. 

─ Ya estuvo bueno pareja.

─ ¿Y pensaban traer a un policía para acá hoy, verdad?

─ No se de que me habla.

─ ¿Cómo te llamas?

─ Mauricio Malacón.

─ ¿Y quienes son los tipos que están en la sala?

─ A uno le dicen el Piojo y el otro es mi hermano Adalberto. Jefe déjenos ir podemos darles mucho dinero.

─ Creo que no se va a poder, acaban de matar a un policía y están metidos en un gran problema.

El apellido del grandote que Moncayo conducía de nuevo a la sala me sonaba, pero fue hasta que Batista me lo confirmó que supe de quien se trataba.

─ Entonces tenemos que sacarlos de aquí de volada –dije cuando Batista me contó que se trataban de los hermanos Malacón, unos traficantes recién llegados de Sinaloa que en pocos días habían volteado de cabeza la frontera.

Aunque sus credenciales decían otra cosa.

Sin duda el grandote había confesado su verdadero nombre al calor de los madrazos y con la esperanza de atemorizarnos.

─ Son tres hermanos, si el otro se entera y viene a rescatarlos esto va a ser una carnicería.

Estos hermanitos tenían más de tres averiguaciones abiertas en el grupo de secuestros y otra más en homicidios.

Apenas unos días antes unos compañeros encontraron el cadáver de una de sus víctimas. Un compadre suyo que habían sacado de una fiesta y que al día siguiente la familia lo reportó como desaparecido.

Secuestros tomó el caso cuando llamaron a la familia para pedir 500 mil dólares por el rescate. Curiosamente la última vez que vieron en vida al compadre era en compañía del Mau Malacón, o sea el grandote, y su otro hermano Lucrecio Malacón, mejor conocido como Lucas. 

La familia de la víctima, un tal Eusebio Salazar, tardó en informar que los plagiarios no eran secuestradores comunes sino que se trataban de los hermanos Malacón que en realidad estaban reclamando una deuda de negocios.

Nunca volvieron a ver al tal Eusebio hasta que su cadáver apareció en un camino vecinal envuelto en una cobija con huellas de tortura. Seguro que los últimos momentos de este hombre fueron terribles.

No podíamos perder tiempo.

Minutos más tarde estábamos camino a la comandancia.

Avisamos a Alatriste y supo tomar las precauciones necesarias, porque cuando llegamos aquello parecía una fortaleza. Incluso el Procurador había solicitado el apoyo de los federales para custodiar las instalaciones.

En cuanto abandonamos la casa de seguridad otros compañeros y hasta soldados llegaron para custodiar la droga y las armas.

Esa fue una noche muy larga, pero del policía secuestrado no supimos nada.

Pudieron también recuperar una de las camionetas que utilizaron los secuestradores para llevarse a los policías. Por dentro estaba toda manchada de sangre.

Entrada la madrugada y después de un largo interrogatorio a los sospechosos, en donde por cierto negaron ser los hermanos Malacón, nos retiramos a descansar.

Ya nos esperarían más sorpresas al día siguiente.  

Donde la oscuridad penetra
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