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Riviera Maya, hotel Mezzanine

 

El sol me achicharra…

Estoy rojo como un cangrejo…

Hace un calor de mil demonios…

Y la jodida arena, que se me mete por todos lados…

Pero observar cómo toma el sol mi preciosa mujer, Judith, es lo mejor del mundo.

Llevamos unos días de luna de miel en Tulum, México, y lo estamos pasando fenomenal.

Disfrutamos el uno del otro, nos bañamos en la playa, nos hacemos el amor con pasión y locura y, bueno, también aprovecho ciertos momentos para atender temas de Müller, mi empresa.

Cuando regreso al hotel tras una reunión, en la que he estado inquieto por no tener al lado a mi Jud, encargo en recepción que lleven algo a nuestra suite, y después, acalorado, me dirijo al bar que hay frente al mar. Allí, busco a mi mujercita con la mirada y, una vez que la encuentro tumbada sobre una bonita hamaca, me pido una cerveza. Estoy sediento.

Ella, que no sabe que la observo, toma el sol con sus auriculares puestos. Está preciosa, tentadora, y sonrío al ver cómo mueve los pies al compás de la música que escucha. Como ella dice, la música amansa a las fieras, y la fiera de mi niña está tranquila.

Parapetado bajo el techado del local para que el sol no lastime más mi maldita piel blanca, sigo observando a mi morenita. Con placer, gusto y excitación, miro a la mujer que ha conseguido, sin proponérselo, que un hombre como yo pase por la vicaría y, por ella, solo por ella, volvería a hacerlo mil veces más.

Soy un hombre casado.

Ella ha conseguido lo impensable en mí.

No me lo puedo creer, pero sonrío como un idiota al ver el anillo que Judith colocó en mi dedo y que, de pronto, es todo mi mundo.

Ella es mi mundo.

Un mundo sin Jud, sin sus besos, sus caricias y sus enfados, ya no sería mundo.

Me resulta imposible imaginarme la vida sin mi morenita. Tan imposible como pensar: «¿Cómo podía vivir yo antes sin ella?».

Estoy dándole vueltas cuando un niño pasa corriendo frente a mí y, de pronto, me acuerdo de Flyn y sonrío. Se ha quedado en Jerez con la familia de mi mujer mientras nosotros disfrutamos de nuestro viaje, y espero que esté bien. No lo dudo, aunque miedo me da lo que puede aprender junto a la incombustible Luz estos días y las trastadas que pueden hacer juntos.

¡Mejor no saber!

Me pido otra cerveza. Estoy sediento. Hace mucho calor.

Y, justo cuando voy a darle un trago, observo cómo un desconocido se acerca a Jud y se sienta a su lado en la arena.

¡Me pongo en alerta!

¿Quién coño es ese?

Interesado, no me muevo y pronto veo que comienzan a hablar. Es más, Judith sonríe. ¿Por qué le sonríe?

Los celos, esos grandes desconocidos para mí que solo afloran con mi preciosa morenita, me inquietan, pero consigo apaciguarlos. Sé que he de hacerlo, porque sé que ese nuevo sentimiento no es bueno. No. No lo es.

Aun así, no me gusta ver cómo ese tipo mira a mi mujer. Soy un hombre y sé cómo miramos los hombres. Sin embargo, aún me gusta menos cuando ella ríe de esa manera que me vuelve totalmente loco.

¡Es tan bonita…!

Mientras charlan, Judith coge la crema y comienza a extendérsela por su preciosa y morena piel.

¡Es tentadora!

Siguen hablando.

¿De qué hablarán?

Sin perder detalle, los observo mientras parecen divertirse, hasta que no puedo más y, sacando mi teléfono móvil del bolsillo de mi pantalón, le escribo un mensaje:

¿Ligando, señora Zimmerman?

Le doy a «Enviar» y, segundos después, observo cómo mi mujer coge el móvil que tiene sobre su cesto de mimbre y lee.

Acto seguido, se vuelve, me busca con la mirada, y nuestros ojos se encuentran.

¡La deseo!

Judith sonríe. Me dedica una de sus preciosas e inquietantes sonrisas, pero yo, excitado, solo puedo pensar en hacerle el amor y soy incapaz de sonreír. Únicamente puedo mirarla.

Segundos después, ella me señala con el dedo y el desconocido que está a su lado me mira, se levanta y se apresura a marcharse. ¡Bien!

Jud vuelve a sonreírme.

Menuda bruja está hecha mi mujercita.

Me hace una seña con el dedo para que me acerque a ella. Pero no voy. Me resisto.

Y, al final, tras hacer uno de sus graciosos gestos, mi amor se levanta y, mirándome con una maquiavélica sonrisita, se quita la parte de arriba del biquini y la deja sobre la hamaca.

Cómo me conoce…, cómo me tienta…

Uf…, el calor que me entra al ver sus bonitos y tentadores pechos.

Sin moverme de donde estoy, disfruto de las vistas que mi mujer me ofrece mientras se acerca a mí y siento cómo mi entrepierna se endurece por segundos al ver sus bonitos pezones contraerse por el sol.

Se acerca…

Se acerca…

Y, cuando llega a mi lado, veo que se pone de puntillas y, tras darme un beso en los labios que me sabe a pura vida, la oigo decir:

—Te echaba de menos.

Me gusta. Me gusta saber lo que me ha dicho, pero necesito saber quién era ese con el que tan alegremente hablaba, así que pregunto:

—Estabas muy entretenida charlando con ese muchachito. ¿Quién era?

Judith sonríe. Yo no. Y al final responde:

—Georg.

No tengo ni pajolera idea de quién es ese Georg, y, por último, cuando insisto, Jud me explica que es un chico que, como nosotros, está de vacaciones con sus padres y que tan solo se ha sentado a hablar con ella.

Sus explicaciones me hacen gracia, aunque más gracia me hago yo.

¿Cómo puedo ser tan celoso?

Y, sin más ganas de perder el tiempo pensando en aquel muchacho, sonrío y digo:

—En la habitación, en hielo, tengo algo que lleva pegatinas rosa.

Según digo eso, el gesto de mi niña cambia. Suelta una carcajada y sale corriendo hacia la hamaca.

Pero ¿adónde va?

A toda prisa, veo que recoge sus cosas, y sonrío.

Sin duda la botellita de pegatinas rosa le gusta, ¡y mucho!

Cuando regresa a mi lado, sin dudarlo, la cojo entre mis brazos y, tras darle un suave beso en los labios, murmuro:

—Vayamos a disfrutar, señora Zimmerman.

Entre risas, besos y toqueteos, llegamos a nuestra habitación.

A nuestro paraíso…

A nuestro oasis…

Al entrar, Judith, que sigue entre mis brazos, suelta la bolsa que lleva en las manos. Esta cae al suelo y ella, mirándome, exige:

—¡Bésame!

Sus deseos son órdenes para mí. Y lo voy a hacer. ¡Vaya si lo hago!

La temperatura sube…, sube y sube…, y en un momento dado tenemos tanto calor que debemos parar.

—Pon el aire acondicionado —pide Jud.

Con una sonrisa y sin soltarla, voy hasta el aparatito y lo conecto. Segundos después, el frescor maravilloso se deja sentir y, mirando la cubitera con la botellita de pegatinas rosa dentro, pregunto:

—¿Quieres beber?

Judith asiente y, tras un beso, la dejo en el suelo.

Rápidamente sirvo dos copas y, después de entregarle una a ella y que se la beba de un tirón, la deposita sobre la mesa y dice:

—Fóllame.

Divertido, afirmo con la cabeza y, en un tono íntimo de voz, murmuro:

—Cariño, te estás volviendo muy descarada.

Judith sonríe, me encanta su sonrisa, y replica:

—Solo con usted, señor Zimmerman.

Una vez que dejo mi copa sobre la mesa, con la mirada encendida, acaricio sus desnudos y bonitos pechos mientras noto que ella desabrocha el cinturón de mi pantalón y murmura:

—Veamos qué tenemos aquí.

Me pone.

Mi mujer me pone muy duro. Burro. Animal.

Sus ojos…, sus maravillosos ojos oscuros están clavados en los míos. Vibro, ella me hace vibrar mientras su mano se introduce en mi calzoncillo y comienza a jugar con mi ya duro miembro.

Dios…, cómo me toca…, cómo me calienta lo que hace.

Sin más dilación, y sin apartar mi excitada mirada de la suya, me agacho y entierro el dedo corazón en su húmeda entrada.

Caliente…, mi amor está muy caliente.

Judith jadea. Separa las piernas para darme mayor acceso, quiere que continúe, desea que siga, y, embriagado por su dulce aroma a sexo, murmuro:

—¿Te gusta esto, pequeña?

Agarrada con una de sus manos a mi hombro y con la otra a mi pene, la dueña de mi vida asiente, tiembla y, tras sonreír, replica:

—¿Te gusta esto, grandullón?

Sus movimientos se hacen más intensos, más ardorosos, y, complacido, cierro los ojos.

Dios…, que no pare.

Me vuelve loco lo que hace. Ella lo sabe y, cuando nota que tiemblo, abro los ojos y, mirándome, Jud afirma:

—Eso es, cariño…, vibra para mí.

Sus palabras y el control que ejerce sobre mi cuerpo me enloquecen y, tras darle un más que caliente beso, saco el dedo de su interior, hago que suelte mi miembro y con rapidez me desnudo, mientras ella me observa solo con la parte de abajo del biquini puesta. Le gusta mirarme tanto como a mí me gusta mirarla a ella.

Somos unos morbosos increíbles.

Una vez desnudo, mi pene erecto se eleva entre nosotros mientras contemplo la braguita de su biquini. Sobra. Y ella, que lee mi mirada, rápidamente dice:

—Ni se te ocurra rompérmela, que me gusta.

Acto seguido, se la quita ante mi sonrisa y, una vez que estamos los dos del todo desnudos, cojo a mi pequeña en volandas y, con el fuego abrasador carbonizándonos, introduzco mi duro sexo en ella de una sola estocada.

¡Joder, sí!

Jud se acopla a mí, grita enardecida y me exige que no pare.

Y no, no lo hago.

Una y otra vez, me introduzco en ella mientras nuestros cuerpos se unen, se enlazan en un perfecto juego de sexo, vida y seducción.

Judith, mi amor, ha aprendido a diferenciar entre follar y hacer el amor, y lo que quiere ahora es follar. Quiere sexo caliente. Quiere sexo ardoroso. Quiere sexo exaltado.

Y yo, deseoso de darle mi vida y todo lo que me pida, la apoyo en la pared de la habitación y me entrego a ella con dureza, pasión y desenfreno.

Somos unos animales del sexo.

Oír sus maravillosos ronroneos y sentir sus movimientos felinos mientras se acopla a mí me excita más y más cada segundo.

Somos lo que queremos ser en este momento. Dos jugadores, dos folladores, y nada ni nadie tiene que decirnos cómo disfrutarlo o no.

Entre sudores, me introduzco en ella una y otra vez. El placer es intenso.

Ella lo pide, lo exige, lo ordena mientras se abre para mí.

Los sonidos huecos del sexo se apoderan de nuestros sentidos y de nuestra habitación sin importarnos quién pueda oírnos.

Una…, dos…, siete…, veinte veces jadeamos, gritamos, nos tomamos.

Golpe a golpe, nuestros sexos hierven de deseo, mientras nuestros ojos y nuestras bocas se encuentran una y otra vez en busca de delirio y locura.

Pero siento que voy a explotar, mi cuerpo me lo dice, y más cuando ella susurra:

—Córrete dentro de mí.

Oírla decir eso me hace sonreír.

Sin duda, mi mujer está cambiando en muchas cosas, y una de ellas es en el tema del sexo; aún recuerdo cuando le daba vergüenza decir la palabra follar. Y, satisfecho de darle lo que me pide, asiento, y ella insiste, excitada y acalorada:

—Mójame por dentro. Hazlo ya…, hazlo ya…

Sus exigencias me vuelven totalmente loco, su voz, su deseo, y, tras una serie de feroces empellones que nos hacen paladear el placer, doy el definitivo e inundo sus rincones más íntimos con mi gran río de lava caliente.

Como he dicho, sus deseos son órdenes para mí.