22
Al día siguiente tengo la revisión de la vista en el hospital. Como era de esperar, Judith se empeña en acompañarme, y finalmente claudico cuando me tira un zapato a la cabeza. Menuda es mi pequeña.
Mis malditos ojos, como siempre, tienen que joderme la vida, y al final, tras la revisión me dicen que tengo que pasar por el quirófano para drenar la sangre el 16 de diciembre.
Joder…, joder…, ¡qué putada!
El día 16 llega y ya estoy en el jodido hospital. Estoy nervioso, muy nervioso, pero no puedo manifestarlo. Bastante alteradas están Judith y mi madre como para que yo les muestre mis nervios.
Cuando me separo de mi pequeña, que se queda con mi madre, entro en el quirófano y, mientras espero a que me anestesien, mi hermana se pone a mi lado y me pregunta:
—¿Estás bien?
Digo que sí. Soy un tipo duro.
Marta sonríe. Tiene la misma sonrisa que Hannah y, bajando su cabeza hasta la mía, cuchichea para que solo yo la oiga:
—Sé que estás nervioso. Te conozco, hermanito. Pero, tranquilo, nadie lo ha notado.
Eso me hace sonreír; entonces mi hermana me guiña el ojo y murmura:
—Cielo, ahora, a dormir. Te veo dentro de un ratito.
Asiento. Que ella me vea es lo normal, pero ¿y si yo ya no la veo?
Cuando despierto, no sé cuánto tiempo ha pasado desde la operación, pero oigo que todo ha ido bien y, aunque no quiero quedarme a pasar la noche en el hospital, Judith se pone tan burra que al final tengo dos opciones: o quedarme, o discutir con ella. Elijo la primera.
Por suerte para todos, pero especialmente para mí, según pasan los días, me recupero de la vista. Los ojos vampirescos cargados de sangre desaparecen, y eso nos hace feliz a todos, aunque yo lo esté pasando mal por ver a Jud vomitar. No para. Está más delgada que nunca y eso me preocupa.
El 21 de diciembre recogemos a la familia de Jud en el aeropuerto. Han venido a pasar las Navidades con nosotros, pero cuando Manuel, mi suegro, ve a su hija, en un momento dado que esta habla con su hermana, me mira y pregunta:
—¿Está bien mi morenita?
La miro. Asiento y, desesperado, indico:
—Sí. Ella y Medusa están bien, según dice el médico.
Manuel dice que sí con la cabeza, sabe quién es Medusa, y con gesto preocupado murmura:
—En la vida la he visto tan delgada.
Oír eso me angustia. Y mi suegro, que ya me va conociendo, añade al ver mi gesto:
—Tranquilo, muchacho. Una mujer embarazada es todo un enigma, pero, si el médico dice que están bien, es que lo está.
Suspiro, asiento y confío. No me queda otra.
El 24 por la noche, la juerga que se organiza en casa con la familia de mi mujer es épica. Hay que ver lo que les gusta a los españoles cantar, bailar y reír a carcajadas.
Como era de esperar, Manuel ha traído jamoncito del rico para su niña y para Flyn, y los dos se ponen morados. Eso sí, Judith lo vomita, pero, inexplicablemente, una vez que se ha repuesto, sigue comiendo. ¡Increíble!
Encantado, observo cómo disfruta mi pequeña, y más cuando todos escriben sus deseos de Navidad y los cuelgan en el árbol. Entonces Judith rompe a llorar, y Flyn, que ya va entendiendo de la materia, los mira a todos e indica:
—Son las hormonas.
El 26 de diciembre, por fin, tenemos la visita con la doctora de Jud. Y, aunque en un principio todos desean acompañarnos, al final ella les hace entender que queremos ir solos.
Cuando llegamos a la consulta, me sorprendo al encontrarme allí con Brunilda, una antigua novieta que tuve y que, por cierto, era amiga de mi hermana Hannah. Al vernos, rápidamente nos saludamos y le presento a Jud. Guardamos buen recuerdo el uno del otro, y ella me explica que trabaja allí como enfermera.
En cuanto se va, Jud, que ha estado muy callada, pregunta:
—¿Tuviste algo con esa?
Asiento, no tengo por qué mentir, e insiste:
—¿Te acostaste con ella?
La miro boquiabierto.
Pero ¿qué le ocurre?
Y, cuando se da cuenta de lo ridículo de la situación, me suelta una sonrisita, me coge del brazo y, cambiando el gesto, cuchichea:
—Ay, cariño, perdona. Son las hormonas.
Sí, sin duda lo son, y nos sentamos a esperar.
Mientras aguardamos a que nos atiendan, montones de mujeres con barrigas descomunales y diferentes pasan por delante de nosotros. Yo las miro sin dar crédito. No es la primera vez que veo a una mujer embarazada, pero sí la primera que las observo con curiosidad.
Tobillos hinchados, andares raros, caras congestionadas…, estoy mirándolas cuando Judith, que se encuentra a mi lado, dice:
—Ay, Eric…, ¿te voy a gustar cuando esté así?
Según la oigo decir eso, sonrío y, seguro de lo que voy a decir, afirmo:
—Tú me vas a gustar toda la vida.
Judith se ríe. Sé que suena muy moñas lo que digo, pero es cierto, tan cierto como que estoy loco por ella. Entonces ella, cambiando la expresión, añade:
—Pues si no me haces el amor ahora, no quiero ni imaginarme cuando esté gorda como un globo aerostático.
Vuelvo a sonreír y, bajando la voz para que sea una conversación entre ella y yo, cuchicheo:
—Cariño. Si no lo hago es en beneficio del bebé. Piénsalo. No quiero hacerle daño.
Jud me mira. Después mira a una desconocida que hay a nuestro lado, y esta de pronto dice:
—Otro como mi marido. Se cree que el bebé lo va a ver entrar y salir.
Jud de pronto sonríe y yo cambio el gesto.
Pero ¿quién es esa mujer para meterse en nuestra conversación?
Y Judith, que me conoce muy bien, susurra acercándose a mí:
—Tranquilo, cariño. Son las hormonas.
¡Malditas hormonas!
¡Estoy de hormonas ya hasta más arriba de la coronilla!
Por lo que, sin decir nada, cojo una revista y comienzo a ojearla mientras Judith empieza a hablar con aquella desconocida y, segundos después, las dos se parten de risa. Mejor no preguntar.
—Judith Zimmerman —llama entonces Brunilda.
Rápidamente, me levanto, nos toca, pero mi siempre sorprendente mujercita me mira y dice sin levantarse:
—Soy Judith Flores.
Bueno, ya estamos con eso; miro a Brunilda y para evitar males mayores pido:
—Si no te importa, llama a Judith Flores.
Ella me pregunta:
—Pero ¿no me has dicho que es tu mujer?
Todos nos observan, y cuando digo todos es todos. Cuando voy a responder, mi cambiante y hormonal mujer se levanta y señala:
—Sí, soy su mujer. Pero también sigo siendo Judith Flores.
Brunilda asiente. Por su gesto no sé si le gusta o no lo que ha pasado, y a continuación anuncia:
—Señorita Flores, puede pasar.
—Señora, si no te importa.
Brunilda me mira, yo la miro y, sin decir más, pasamos a la consulta.
Joderrrrrrrrrrrrr… con las puñeteras hormonas.
Una vez que nos sentamos frente a la doctora, Jud le entrega una carpeta con las pruebas solicitadas, más el parte que nos dieron en urgencias. La doctora enseguida lo mira todo. Escribe en su ordenador cosas que le pregunta y posteriormente indica que le va a hacer una ecografía.
Expectante, pues nunca he visto algo así, veo cómo Jud se tumba en una camilla, se descubre el vientre y la doctora le echa un gel. Acto seguido, en un monitor sale una imagen en la que yo no veo nada y comienzan a sonar unos golpes que me dicen que son los latidos de Medusa.
¡La estoy oyendo! Estoy oyendo a mi Medusa.
Emocionado, miro a Judith, y entonces el sonido deja de oírse. La doctora le entrega papel a Jud y, mientras ella se limpia, explica:
—El feto está bien. Su latido es perfecto y las medidas correctas. Por tanto, ya sabes, sigue tu vida con normalidad, tómate las vitaminas y te veo dentro de dos meses.
Estoy mirando la pantalla todavía boquiabierto. El puntito que latía ahí segundos antes ¡era Medusa! ¡Mi Medusa!
De nuevo frente a la mesa de la doctora, estoy que no quepo en mí. La felicidad me invade; Jud y ella comienzan a hablar, y de pronto mi mujer le pregunta si podemos tener relaciones sexuales.
Por favor, pero ¿qué clase de pregunta es esa?
La doctora me mira. Creo que me he puesto rojo.
Pero ¿por qué me he puesto rojo? ¡¿Yo?!
Miro a Judith, espero que se corte en sus comentarios, y la mujer, sonriendo, le indica que, por supuesto que puede tener relaciones, pero con precaución.
Acto seguido, Jud se mofa de mí. Le explica a la doctora que tengo miedo de hacerle daño al bebé y ambas ríen, mientras la ginecóloga nos hace saber que ese es un miedo normal en muchos padres.
Yo no sé dónde meterme.
Pero ¿por qué tiene que contarle eso?
¡Joder con Judith!
Instantes después, salimos de la consulta en silencio, pero contentos, y cuando nos subimos al coche, la señorita Flores, en ocasiones la señora Zimmerman, me mira y suelta:
—Venga, va, ¡protesta!
La veda se abre, y exploto.
Exploto por el ataque de celos con Brunilda. Exploto por el comentario de la mujer que estaba sentada a nuestro lado. Exploto porque ella no quiere ser la señora Zimmerman, y exploto por la vergüenza que me ha hecho pasar con la doctora.
Cuando termina mi explosión, veo que mi mujer ni se ha inmutado y, acercándose a mí, ignorando todo lo que he dicho, me hace saber que soy su gran tentación y, en cuanto pasa la mano por encima de mi pantalón, creo que voy a explotar, pero de otro modo.
Nos miramos. Ambos estamos deseosos, ambos estamos excitados, y finalmente tengo que reírme. Jud tiene ese efecto en mí, y sé que vamos por buen camino.