68
En el camino de regreso a Jerez al día siguiente, estamos felices.
Nuestra reconciliación es un hecho y un bebé viene en camino.
¿Qué más se puede pedir?
Cuando llegamos a la casa de mi mujer y lo contamos, todos saltan alegres y contentos, todos nos felicitan, pero me doy cuenta de que Raquel y Jud cuchichean algo.
¿De qué hablarán?
Esa noche regresamos a la feria sin los niños. Mi suegro se queda en casa con todos sus nietos, que ya son un montón. Mi mujer está preciosa con su traje de flamenca blanco y rojo, y yo paseo de su brazo orgulloso y feliz, aunque, cuando nos encontramos con su amigo Sebas, quiero salir corriendo.
Pero ¿es que ese hombre siempre tiene que tocarme el culo?
Durante horas, nos divertimos, y digo nos porque yo me divierto también, y mientras veo a mi chica disfrutar de la feria de su tierra, yo disfruto de ella.
En un momento dado, cuando estoy yendo con mi cuñado a por algo de comer, veo los aseos portátiles y, ante la urgencia que tengo, le indico que siga él. Enseguida lo alcanzo.
Una vez que me meto en uno de los pequeños aseos, estoy haciendo eso que solo yo mismo puedo hacer por mí cuando oigo la voz de mi cuñada. ¡Anda que no es escandalosa!
—Sujeta la puerta, que no cierra bien y no me apetece que me vean el potorro.
—Valeeeee —responde la voz de Judith.
Sonrío. Vaya dos.
Juntas son un caso; pero entonces mi cuñada dice entre otras cosas:
—Lo del embarazo ya veo que se lo ha tomado bien, pero ¿cómo se ha tomado que te liaras con ese tío la otra noche? Ya sé que fue un beso y poco más, pero con lo celoso y posesivo que es tu marido, ¿qué te dijo?
¡Joder!
La meada se me corta.
Eh…, eh…, ¡un momento!
¿Que mi mujer se ha liado con un tío y no me ha dicho nada?
Las tripas se me revuelven.
No. Mi pequeña no puede haber hecho eso. Ella no.
Cierro los ojos y respiro, he de respirar, y a continuación oigo la voz de Judith, que responde:
—No se lo he dicho. Estábamos los dos tan contentos por nuestra reconciliación y lo del bebé que fui incapaz de contárselo.
Joder…
No me lo creo. ¡Lo ha hecho!
Mi mujer se ha liado con otro y… y… Me apoyo en el aseo portátil.
—Ay, cuchufleta…
—Me martirizo por ello, Raquel. Me siento fatal. Se me fue la cabeza. Quise vengarme de Eric por todo lo que estaba pasando y, bueno…, pasó lo del beso y poco más. Y luego él… él ha venido a reconquistarme y he pensado que quizá…
¡No puedo más!
De un manotazo, abro la puerta del aseo portátil y, del golpe que esta da, ellas miran sobresaltadas.
Mis ojos y los de mi mujer se encuentran. Veo su desconcierto. Su susto.
Mi furia es terrible, lo sé, ella me ha decepcionado, y siseo:
—Judith…
Su gesto me hace saber lo mal que se siente, y murmura:
—Fue una tontería, cariño, yo…
Pero yo ya no veo. Yo ya no oigo.
Lo que a mí me ocurrió fue involuntario. Yo no lo busqué. Nada que ver con lo que ella buscó e hizo. Y, tras gritarle que se calle, me encamino hacia el parking.
He de irme o puedo provocar algo peor que la matanza de Texas en Jerez.
A grandes zancadas llego hasta el coche, pero ella me alcanza y discutimos. De nuevo volvemos a discutir.
Pero ¿es que nosotros no podemos vivir sin problemas?
Judith habla, intenta explicarse, se rasca el cuello. Está acelerada, pero yo no escucho. Me duele saber que buscó a un hombre y se lio con él para vengarse de mí, me duele en exceso, y siseo:
—Me voy. Regreso a Múnich.
—Por favor…, por favor…, escúchame…
Ella me toca, me agarra. Pero, no queriendo su contacto, me la quito de encima y mascullo:
—Déjame en paz, Judith. Ahora no.
Se paraliza. Me da igual.
Y, tras montar en el coche, arranco y me voy. No puedo soportar verla. Ahora no.
Suena su música, esa que yo mismo me he empeñado en hacerle escuchar para hacerla recordar, y, furioso, saco el CD y lo tiro por la ventana. Ahora el que no quiere recordar soy yo.
Cuando llego a casa de mi suegro y llamo, al abrir, el hombre dice amablemente:
—Eric…, ¿qué haces aquí?
Lo miro. No sé si darle explicaciones o no, pero, confundido, espeto:
—¿Por qué me llamaste para que viniera?
Manuel parpadea, creo que no sabe qué responderme, pero al final indica:
—Porque debías estar aquí. Mi hija te necesitaba.
Asiento. Entro en la casa y, cuando él cierra la puerta, sin levantar la voz, pregunto:
—¿Realmente crees que tu hija me necesitaba o lo que pretendías era que ella no se liara con otros?
El gesto de Manuel se endurece, e indica:
—A mi hija nadie le falta al respeto en mi casa, ¿entendido?
Maldigo. ¿Qué estoy haciendo?
¿Por qué le estoy hablando así a este buen hombre?
Y, sin ganas de seguir hablando ni con él ni con nadie, digo:
—Por favor, Manuel, avisa a Flyn. Regresamos a Múnich.
Él me mira confundido, no sabe qué hacer, e insiste:
—¿Qué ocurre, Eric?
El enfado por lo ocurrido es cada vez mayor, y gruño molesto al tiempo que voy al fondo de la casa para buscar a Flyn:
—Que te lo cuente tu hija cuando la veas. Así no le falto yo al respeto.
Cuando llego al cuarto del fondo veo a Luz y al chiquillo jugando con la Play y, arrancando los cables de la pared, digo:
—Flyn, recoge tus cosas, ¡nos vamos!
—Tito…, qué malaje eres, joé. Pero ¿qué haces? —gruñe Luz.
Mi hijo me mira, conoce mis miradas, y pregunta:
—¿Qué pasa, papá?
—Recoge tus cosas y vámonos.
—Tito, qué agonías, ¡que iba ganando! —insiste Luz.
Miro a la niña furioso, tan furioso que ella se calla. Creo que es la primera vez que me ve tan enfadado y, cuando Flyn termina de recoger sus escasas pertenencias, digo agarrando su bolsa:
—Vamos.
Según salimos de la habitación, me encuentro a Jud en la puerta con su padre. No sé cómo ha venido desde la feria, pero está totalmente congestionada; le entrego la bolsa a Flyn e indico:
—Ve al coche. Yo salgo enseguida.
Jud me mira. Respira acelerada. Se rasca su enrojecido cuello. Mira al niño, y él, con un hilo de voz, pregunta:
—Mamá, ¿qué pasa?
Jud va a llorar. Se lo veo en el rostro, pero se contiene. Sabe que ha metido la pata. Sabe que debería haberme contado aquello, y, dando un beso al crío en la cabeza, señala:
—Haz lo que tu padre dice. Tranquilo, no pasa nada.
Flyn se resiste, no entiende nada, hasta que Judith dice, mientras yo hablo con mi piloto por teléfono para indicarle que lo quiero listo en el aeropuerto para despegar de inmediato:
—Papá, ¿puedes acompañar a Flyn al coche? Luz, ve con ellos.
Manuel nos mira. Está tan desconcertado como los críos y, tras coger a Luz y tirar de ella, Judith y yo nos quedamos solos. A continuación, cuelgo el teléfono y digo:
—Me llevaría a Eric y a Hannah conmigo, pero no quiero asustarlos despertándolos ahora.
—Eric…
Niego con la cabeza, ahora no quiero explicaciones; levanto las manos y le ordeno callar.
No esperaba esa traición. De ella, no. Y, clavándole mi terrible mirada, gruño:
—Me has decepcionado como nunca pensé que pudieras llegar a hacerlo.
Nerviosa y alterada, Jud se rasca su enrojecido cuello. Yo permanezco impasible y no la detengo; entonces suplica llorosa:
—Eric, no te vayas. Hablemos de ello. He cometido un error, pero…
—¡Error! —grito fuera de mí—. Tu gran error ha sido hacerlo consciente de lo que hacías y después no contármelo.
Jud se explica, intenta conectar conmigo. No me deja abandonar la casa de su padre, me lo impide. Pero yo estoy dolido, muy dolido, y sentencio:
—Dijiste que te habías quemado y, sin duda, ahora me he quemado yo también. Y sí, Judith, estoy terriblemente cabreado. Tan cabreado que es mejor que me vaya antes de que montemos un buen numerito delante de nuestros hijos y de tu familia. Y ahora, si te quitas de en medio, me iré, porque el que no quiere verte ahora soy yo.
Ella no se mueve, no me hace caso, y al final debo ser yo quien la quite de en medio para salir.
Una vez en el exterior, Manuel se acerca a mí y, parándome, murmura:
—Muchacho, no estás en condiciones de conducir.
Asiento, lo sé, pero necesito alejarme de su hija, y respondo:
—Siento haberte hablado mal, pero he de irme, Manuel.
El hombre me da un abrazo. Después lo hace Luz. A su manera, me hacen saber que me quieren, que esperan que regrese.
Una vez que monto en el coche y arranco el motor, Flyn me mira y dice:
—Tranquilo, papá. Tranquilo.
Suspiro. Estoy hecho una mierda. En silencio, conduzco hasta el aeropuerto de Jerez, donde, al llegar, Frank nos espera, montamos en el jet y nos vamos. Me alejo de ella.