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La salud de Judith mejora con el paso de los días, a pesar del disgusto que se llevó al ver su moto.

¡Maldita moto, lo que la está haciendo llorar!

Adora la Ducati Vox Mx 530 de 2007 que le regaló su padre. Cada vez que la menciona, siento que la pena le puede por cómo quedó tras el accidente y, sin que ella sepa nada, y muy a mi pesar, estoy haciendo una locura. ¡Arreglarla!

En ocasiones me pregunto por qué lo hago.

¿Por qué estoy arreglando algo que sé que me volverá a dar quebraderos de cabeza?

Pero pensar en ella y en su expresión cuando vea su amada moto renovada merece la pena. Bueno, eso opino ahora; más adelante, ¡ya veré!

Con su mejoría llegan también nuestras disputas.

¿Qué sería de nosotros sin discutir?

Judith me presiona, vuelve a la carga con lo de trabajar, pero yo intento darle largas y de momento me funciona. En cuanto a Flyn, parece centrado en los estudios y, viéndolo así, puedo relajarme un poco más.

Graciela y Dexter regresaron a México para proseguir con sus vidas. Salieron de mi casa atontados y yo diría que hasta enamorados, pero el tiempo dirá si lo suyo es atracción, amor o un simple calentón.

Yo acabo de pasar una nueva revisión de mis problemas en la vista. Odio mis ojos. ¿Por qué he tenido que heredar ese tema de mi maldito padre? Pero bueno, por suerte, y a pesar de mis dolores de cabeza, todo va como tiene que ir y no puedo ignorar que esto es para toda la vida.

Laila continúa en casa. No sé por qué, su presencia me alegra, y también a Flyn, que la adora, aunque soy consciente de que Simona no está feliz. ¿Qué le ocurre con su sobrina?

¿Acaso no se alegra de que esté aquí?

Por suerte, mi morenita se ha relajado un poco con Laila. Y ese poco me tranquiliza. No sé por qué entre ellas no fluye el buen rollo que existe entre Laila y yo, y cuando veo a Judith achinar los ojos al mirarla, algo en mi interior me grita… malo, ¡malo!

Pasan los días y, mientras yo trabajo, en varias ocasiones Jud queda para comer con Björn. Me gusta la buena amistad que se ha forjado entre ellos; es más, que se lleven tan bien me hace sentir especial. Muy especial.

Una tarde que veo a mi pequeña algo baja de moral, la animo a salir con mi hermana. Ir con la loca de Marta siempre la alegra, y me sorprendo al ver que Laila se suma a su salida y Jud no se queja.

¿Será buena señal?

Pero según pasan las horas, la noche cae y mi morenita no aparece por casa, comienzo a agobiarme. Maldita sea, ¿dónde está?

Llega medianoche…, la una de la madrugada y, a las dos, oigo cómo un coche para en la puerta.

Suspiro. ¡Por fin ha llegado!

Con la mejor de mis sonrisas, porque no quiero que se incomode al ver mi cara, salgo a recibirla, pero la sonrisa se me corta al ver llegar sola a Laila.

¡¿Cómo?!

Pero ¿dónde está Jud?

Laila me mira. Mi cara debe de ser un poema, y sin disimular mi mala leche pregunto:

—¿Dónde está Judith?

Ella suspira, su gesto no me gusta, y cuando entra en casa suelta:

—En un local llamado Guantanamera.

Buenoooooooooooooo…

Joder… Joder… Joder…

Saber que está en ese antro que tan poco me gusta no me hace gracia.

¿Por qué la animé a salir con mi hermana?

Pienso en los hombres que suele haber allí. ¿Y si alguno le echa algo en la bebida y la droga? No… No…, no he de pensar eso. No debo ser tan negativo. Estoy dándole vueltas cuando Laila se vuelve y señala:

—No sé cómo puede gustarle ese lugar a Judith. Los hombres allí son muy pesados.

¡Perfecto!

Ese comentario lo acaba de arreglar.

Pero, sin ganas de mostrar mi incomodidad, indico:

—Buenas noches, Laila. Que descanses.

Segundos después, cuando ella desaparece, saco el móvil del bolsillo de mi pantalón y llamo a Judith. ¡Me va a oír!

Pero nada. No me lo coge. ¡Maldita sea!

A las tres de la madrugada, y tras muchas llamadas que ella no coge, ya me sale humo de la cabeza. ¿Por qué no regresa?

Resoplo. Suspiro. Me cabreo y finalmente, cansado de dar vueltas por mi despacho como un oso encerrado, salgo al jardín. Necesito aire fresco para tranquilizarme. Susto y Calamar, al verme, corren hacia mí. Los saludo con frialdad y paseo con ellos.

Jardín para arriba…

Jardín para abajo…

«¡Maldita sea, Judith! ¿Por qué no regresas?»

Entro en casa. Camino por ella a oscuras, hasta que de pronto oigo la puerta de entrada. Rápidamente me dirijo hacia allí y mis malditos ojos por fin ven a la persona que desean ver.

Sin querer remediarlo, le pregunto si ha estado en el Guantanamera. Como me mienta, me voy a cabrear más, pero asiente con una sonrisa. Lo admite encantada.

Tendrá poca vergüenza… Ni viéndome cabreado hace por relajarme.

Enseguida le pregunto por qué no ha vuelto con Laila.

Y, vaya…, la lengua se le suelta y vuelvo a ser consciente de lo mal que le cae.

Pero ¿qué bicho le ha picado con Laila?

Le hago un tercer grado. Sé que no es el momento, pero le pregunto con quién ha estado y qué ha hecho. Judith sonríe. No suelta prenda y juega conmigo. La conozco. Intenta picarme y, como ve que no lo consigue, la muy sinvergüenza al final suelta eso de…

—¡Ya tú sabes, mi amol!

Joderrrrr…

Como dice mi madre, ¡la madre que la parió!

Cuando dice esa frasecita, cuando habla así de chulita, me pone a cien, y no de excitación, sino de cabreo máximo.

La miro mosqueado. Ella sonríe.

¡Se ríe de mí!

Acto seguido, intenta acercarse.

Busca sexo, como siempre que viene del Guantanamera con algún mojito de más, pero la rechazo. Estoy enfadado y no pienso claudicar.

Judith insiste. Me dice cosas al oído. Da saltitos ante mí para que la mire, y tengo que esforzarme por no sucumbir. Finalmente se va a la cama. Reconozco que soy un blando con ella, pero esta noche no pienso caer en su hechizo. Y lo consigo.

Aunque, bueno, si soy sincero, lo consigo porque cuando subo a la habitación está dormida del todo sobre la cama. Su gesto me hace gracia. Es tan bonita… Y, quitándole la ropa y los zapatos, la desnudo, la meto bajo las sábanas, le doy un beso en la frente y la tapo. Dos segundos después, me meto yo también en la cama y sonrío como un idiota al oír sus dulces ronquiditos.

¡Seré gilipollas!


Al día siguiente, Jud me llama cuando estoy en la oficina. Se interesa por cómo estoy y, cuando quiere hablar sobre lo ocurrido la noche anterior, la corto: estoy trabajando. Sin embargo, ella, que sabe mucho, antes de colgar murmura con toda su intención:

—Valeeeeeeeee… Te quiero.

Bueno…, ya me ha ganado.

Oír ese tonto y romántico «Te quiero» puede conmigo, y en dos segundos me tiene donde quiere. ¡Maldita española!

Me contengo, lo intento, pero al final mi boca, mi cabeza y mi corazón sueltan:

—Y yo a ti.

A toda prisa cuelgo el teléfono sin darle opción a que me diga nada más. Una vez que dejo el auricular, sonrío. Definitivamente, como ella dice, ¡soy gilipollas!

El trabajo me absorbe, y durante horas me centro en Müller. He de hacerlo, la empresa así lo exige.

Pero antes de comer telefoneo a Björn. Necesito hablar con él de un contrato empresarial. Lo llamo al móvil. No lo coge y, tras dejarle un mensaje de voz, sigo trabajando. Más tarde ya hablaré con él.

Pero mi amigo no me llama, y cuando esa tarde llego a casa, al entrar veo a Laila. Tras saludarla, le pregunto por Jud y ella me indica que está descansando porque no se encuentra bien.

¡¿Cómo?!

Eso me pone en alerta.

¿Desde cuándo Jud descansa por la tarde? ¿Y por qué no se encuentra bien?

Enseguida suelto mi portátil y Laila, acercándose a mí, me cuchichea que Judith apenas ha comido. Al parecer, le dolía la cabeza, y añade que no le extraña, porque la noche anterior, además de bailar con muchos hombres y fumar como una descosida, bebió más de la cuenta.

¡Joderrrrrrrrrrrrrrr!

¡Joderrrrrrrrrr!

Estoy asumiendo lo que acabo de oír cuando, bajando la voz, Laila me cuchichea que Björn estuvo en el Guantanamera con Judith.

Eso me sorprende, y entonces caigo en la cuenta de que mi amigo no me ha devuelto la llamada.

¡Qué raro!

No obstante, es más raro aún que cuando le pregunté a Judith con quién había estado ella no lo mencionase.

Saber que Björn estaba en aquel antro habría relajado mi nivel de cabreo. Sé que Björn nunca permitiría que ningún tipo se sobrepasara con ella, pero mi cuerpo se bloquea con un comentario de Laila, cuando indica que Björn no desaprovechaba ninguna oportunidad.

¿Qué quiere decir con eso?

Y, sobre todo, ¿qué quiere darme a entender esa miradita?

Me tenso. No sé cómo tomarme su manera de decirlo y de mirarme. Confío en Björn. Confío en Judith.

Pero ¿por qué me parece que Laila quiere decirme algo más?

Sin ganas de seguir pensando tonterías que no me llevarán a nada bueno, me despido de ella y, dejando a Judith descansar, entro en mi despacho, mi remanso de paz.

Allí, me preparo un whisky, y cuando me suena el teléfono veo que es Björn. Hablo con él sobre el contrato y, al acabar, ni él me dice que la noche anterior vio a Judith ni yo se lo pregunto. ¡Me niego!

Pero en la cena no estoy para bromas.

Sigo cabreado, realmente no sé por qué, y Judith, que ya me va conociendo, desiste de preguntar. Deja que rumie mi problema yo solito.

Cuando llegamos a la cama, ella resopla. Sabe que cuando lo hace yo suelo preguntar qué le ocurre. Pero no, hoy no voy a entrar en su juego. Por ello, me meto en la cama y le doy la espalda. Me cuesta horrores. Mucho.

Sentir cómo se mueve a mi espalda es una tentación, y más cuando su dulce y seductor aroma inunda mis fosas nasales y oigo que dice en mi oído:

—Te sigo queriendo, aunque no me quieras hablar.

Continúo sin moverme. Sin mirarla.

Noto que se tumba en la cama y, cuando oigo que su respiración se relaja y sé que es porque está dormida, me doy la vuelta y, aun en la oscuridad, la miro.

Judith, mi amor, mi loco y salvaje amor, es como un potro sin domar, como dice una de las canciones que ella escucha. Eso fue lo que me enamoró de ella, y me encanta. Por eso, y consciente de que he de confiar en ella y en mi amigo Björn, me acerco, la abrazo y me duermo. Me duermo junto a mi vida.