6
Dos días después, mi hermana Marta llama por teléfono para invitar a Jud y a Graciela a salir.
Al principio, Dexter y yo pensamos en quedarnos en casa, no somos de bailotear. Sin embargo, al ver la emoción de las chicas, y más al saber que van al maldito Guantanamera, cambio de opinión.
¡Nosotros también vamos!
Ya en la entrada, comienzo a agobiarme.
Este lugar, este antro, no me gusta.
Odio cómo miran a Judith.
Me enferma ver que baila con otros, pero como necesito estar con ella y no soporto que otro ponga ni un dedo en lo que tanto adoro, intento disimular, aunque algo en su mirada me dice que no lo consigo.
Una vez que los cuatro entramos en el local, nos dirigimos a la barra. Allí, Dexter, Graciela, Jud y yo pedimos algo de beber, y de pronto veo a mi hermana Marta bailando en la pista.
La observo sorprendido, y sin poder evitarlo le pregunto a mi mujer:
—¿Por qué pone esas caras mi hermana?
Jud, que ya está bailoteando a mi lado, va a contestar cuando Marta viene sonriendo hacia nosotros acompañada de su chico. Pobre…, lo que tiene que aguantar.
Rápidamente se lo presento a Dexter, mientras intento escuchar con disimulo lo que Marta y Jud hablan.
Y, joder, ¡me cabreo!
Hablan de un bailón que está en la pista al que mi hermana llama Don Torso Perfecto, y la descarada de mi mujer suelta: «¡Telita, cómo está el Don!».
Pero bueno, ¿cómo dice eso?
Oírlo me cabrea, y entonces oigo que mi hermana le suelta que se llama Máximo y es argentino.
¡Argentino nada menos! ¡Con lo embaucadores que son!
El estómago se me bloquea. No creo que haya sido buena idea haber venido aquí; entonces el camarero pone ante mí las bebidas que hemos pedido y, al ver cómo Judith mira al maldito Don, cojo su copa y, poniéndosela delante, digo con cierto resquemor:
—Tu bebida, Jud.
Ella me sonríe. Espera lo mismo de mí, pero no, no me da la gana de hacerlo.
Si ella oyera una conversación similar pero a la inversa, seguro que se molestaría, y quiero que sepa que yo estoy molesto. Muy molesto.
Sin embargo, a ella le dan igual mi gesto y mi cara, no me tiene ningún respeto; me besa, me mira a los ojos y murmura:
—A mí solo me gustas tú.
—Y Máximo —suelto sin darme cuenta.
¡Joder…, joder! ¿Por qué he tenido que decirlo?
Pero, vamos a ver, que yo soy un tío seguro de mí mismo. ¿Qué hago hablando del tipo ese?
Al final, Judith consigue su propósito y me relaja gracias a sus besos y sus palabras de cariño. Ella puede conmigo, y sonrío.
Diez minutos después, Dexter está que trina.
Menuda nochecita estamos teniendo.
Muchos son los hombres que se acercan a Graciela y ella habla con ellos y bromea con naturalidad.
Intento relajar a mi amigo, tranquilizarlo, pero solo consigo que deje de gruñir unos segundos cuando señalo a una preciosa mujer que pasa ante nosotros. A mí ella me da igual, yo solo tengo ojos para mi morenita, pero necesito que mi amigo se relaje.
Dispuesto a que el buen ambiente reine esa noche entre nosotros, a pesar de que para mi gusto no estamos en el sitio idóneo, le pido al camarero que ponga otra ronda de chupitos, cuando de pronto todo el mundo, incluida Jud, que está a mi lado, grita:
—¡Cuba!
¿Qué pasa?
¿Por qué gritan todos?
Instantes después, mi amor comienza a contonearse lenta y provocadoramente ante mí al son de la canción. Está preciosa con su vestido corto, y la oigo decir:
—Ven. Vamos a bailar.
¡¿Yo?!
¡¿Que yo baile?!
Sin lugar a dudas, mi mujer ha perdido la razón.
Una cosa fue en nuestra luna de miel, y otra muy diferente bailar aquí. Y, sin moverme de mi sitio, indico:
—Ve tú a la pista.
Jud no lo duda ni un segundo y corre a donde mi hermana y esos amigos con los que a veces sale bailan y disfrutan.
—Menuda bailona es tu mujercita —afirma Dexter llamando mi atención.
Asiento. Tiene toda la razón del mundo. Si algo le gusta a Judith, además del motocross y el jamón español, es la música.
—Hola, Eric, ¡qué alegría verte por aquí!
Al oír esa voz, me vuelvo y me encuentro con Reinaldo, un amigo de Marta y de Jud. Encantado, lo saludo. Se lo presento a Dexter y a Graciela y, segundos después, cuando le indico dónde está mi mujercita, corre hacia ella y enseguida se pone a bailar.
Yo los observo en silencio. Reinaldo baila con Judith, la coge por la cintura y mi alocada mujer se deja llevar. Me encelo. Intento no hacerlo, pero en mi fuero interno estoy negro. Ya sé que no están haciendo nada malo, lo sé, pero me cuesta entender que tengan que bailar así. Con esa maldita complicidad.
Estoy pensando en ello cuando oigo a Dexter murmurar:
—Si fuera mi mujer…, estaría celoso perdido.
Joderrrrrrrrrrrrrrr…
Encima que no me calienten más.
Y, sin querer responderle a Dexter, que observa cómo Graciela ríe con un tipo en la barra, no le contesto y doy un trago a mi bebida. Mejor no miro donde está Judith. Será lo más razonable.
Pero la gente canta, jalea esa canción que en alguna ocasión le he oído cantar a Judith en casa, e inevitablemente mi mente la tararea también.
¿Me sé yo esa canción?
Sorprendido, me doy cuenta de que mi mente sigue la letra. Cuando la canción acaba, mi mujer llega hasta mí sedienta y, tras darle un trago a su mojito, pregunta:
—¿No bailas, cielo?
Vamos a ver, ¿qué ridiculez de preguntita es esa?
¿Desde cuándo bailo yo, que soy el tío más arrítmico del mundo?
Y, al ver cómo ella suda, le retiro el pelo del rostro y pregunto en tono ácido:
—¿Desde cuándo me gusta bailar?
Vale. Me he pasado. Sé que mi tono no ha sido el mejor.
Sé que mis palabras quizá no han sido las acertadas.
Pero, cuando voy a decir algo más, ella se agarra de mi cuello y murmura mimosa:
—Vale, pues entonces bésame. Eso te gusta, ¿verdad?
Sonrío.
Dios…, qué gilipollas estoy.
La luz de mi vida me hace sonreír como a un tonto, pero entonces el incordio de Marta llega hasta nosotros, coge a Jud del brazo y se la lleva a bailar de nuevo.
¡Me cago en mi hermana!
—¡La Bemba colorá! Qué buena canción —grita Graciela saliendo a la pista junto a ellas.
—Buenísima —murmura Dexter con gesto hosco.
Vale. Por si no tenía poco con lo mío, encima tengo que soportar lo de estos dos.
¡Vaya nochecita!
Durante un buen rato, Jud baila con uno, con otro, grita «¡azúcar!» con mi hermana y Graciela y se lo pasa de lujo, mientras mis entrañas se retuercen.
Pero ¿qué hago yo aquí si no soporto esta música y este lugar?
Molesto, vuelvo a dar un trago a mi bebida. No me gusta el Guantanamera. No me gusta estar aquí, y me quiero ir a casa.
Cuando Judith de nuevo regresa a mi lado sedienta y feliz, me siento molesto y le hago saber por mi gesto lo incómodo que estoy. Ella me mira y no dice nada. Pasa de mí. Y, cuando no puedo más, pregunto:
—¿Va a ser así toda la noche?
No me contesta. Me mira y no me contesta.
¡Joder con mi mujer!
Y, tras beberse mi mojito, el suyo y otro que ha pedido, con voz guasona pregunta después de mirar a Dexter y a Graciela, que por fin parece que hablan (bueno, yo diría que discuten):
—¿No te gusta el vacilón?
¡¿Vacilón?!
Bueno…, bueno…, encima que no comience con esas, que la vamos a tener.
Intercambiamos varias frasecitas, ninguna de ellas dulce, hasta que esa descarada, sin importarle el esfuerzo que estoy haciendo para estar aquí, me suelta:
—Ya tú sabes, mi amol.
¡Me cago en todo!
Me enerva que me diga esa maldita frase de «mi amol», porque siento que se está riendo de mí. Y lo hace, sus ojos me lo dicen. ¡Será bruja!
Aguanto. Trago saliva y no digo nada, todo lo que diga estará mal dicho. Y, cuando estoy a punto de echar fuego por la cabeza, me suelta:
—¿Quieres que nos vayamos a casa?
Sin dudarlo, asiento. Quiero irme de aquí. Sé que le jodo la noche, que ella se quedaría, pero nos vamos. Hemos ido juntos y regresamos juntos.
En el coche, mientras Dexter y yo vamos callados como dos monos cabreados, Graciela y Judith hablan y ríen sin parar. Ellas se lo han pasado bien, y sin duda por sus risas han bebido demasiados mojitos.
Ya en casa, Dexter y Graciela, sin mirarse, se van cada uno a su habitación. Judith y yo nos dirigimos a la nuestra, donde, tras medio discutir por lo celoso que me he sentido en el Guantanamera, al final nos hacemos el amor.
Es nuestro modo de terminar la fiesta.