17

Las reuniones en Londres se suceden una tras otra.

Como siempre, Amanda me demuestra lo eficiente que es, y le agradezco en un silencio que ella entiende su implicación con la empresa.

Cuando hacemos el primer alto en la reunión de ese día, salgo de la sala y llamo a Jud; quiero ver cómo está, cómo ha pasado la noche, pero Simona me dice que ha salido.

Sonriendo, antes de colgar le indico que más tarde volveré a llamar.

En el segundo parón, telefoneo de nuevo. Jud no ha llegado aún, y encima me entero de que no se ha llevado el móvil.

¡Maldita sea!

¿Dónde está?

Estamos en noviembre, hace mucho frío y ella está resfriada. ¿Dónde se ha metido? ¿Y sin teléfono?

Durante el resto de la mañana estoy pendiente del móvil. He dado orden a Simona de que ella me llame en cuanto llegue, pero nada, no llama, y soy consciente de cómo mi impaciencia sube y sube, hasta que no me aguanto ni yo.

Intento disimular, pero estoy preocupado.

¿Dónde se habrá metido Judith?

Las horas pasan, ella no telefonea, y mi concentración para los negocios se va a la mierda, al tiempo que mi cabreo va subiendo de nivel.

Tras llamar más de diez veces a casa, llega la hora de la comida y, aunque no me apetece, he de ir a Fulham High Street, donde he quedado con Laila para comer.

En el camino, vuelvo a llamar a casa, pero nada, Judith sigue sin aparecer, y ya hasta Simona está intranquila.

Cuando llego al restaurante, Laila está allí, y rápidamente me dirijo hacia la mesa.

Una vez que nos hemos saludado y hemos pedido al camarero lo que queremos comer, ella pregunta:

—¿Qué tal las reuniones?

—Productivas —asiento, colocando el móvil sobre la mesa para tenerlo a mano por si llama Judith.

El camarero se acerca y deja dos cervezas bien frías frente a nosotros. Sediento, le doy un trago y, cuando termino, Laila comenta:

—Es mucho mejor la alemana, pero esta marca no está mal.

Asiento, tiene razón, y como necesito dejar de pensar en Judith, le pregunto por su trabajo.

Durante un buen rato charlamos del tema mientras los ojos se me van una y otra vez al móvil.

Nada. Judith no llama. Y, viendo que Laila no está muy contenta con su empleo, le propongo que trabaje para Müller en Londres. Ella me mira sorprendida.

—¿Lo dices en serio, Eric?

Digo que sí con la cabeza, yo con el trabajo no bromeo, y afirmo:

—Si quieres, le doy tu teléfono a Amanda para que se ponga en contacto contigo. Estoy seguro de que podremos reubicarte en algún departamento.

Laila se emociona, lo veo en su mirada, y sonriendo afirma:

—Gracias.

Intento sonreír, pero tengo que llamar una vez más a casa, así que lo hago delante de ella. Cuando cuelgo sin hablar con mi mujer, Laila pregunta:

—¿Ocurre algo?

Maldigo, no puedo disimularlo, y suelto:

—No localizo a Judith.

Al oírme y ver mi gesto de preocupación, Laila pone la mano sobre la mía y, llamando mi atención, dice:

—Tranquilízate. Seguro que en breve sabrás de ella.

Vuelvo a maldecir y, sin filtro, digo:

—¡Joder! Son las doce del mediodía, ¿dónde puede haberse metido?

Laila no responde. Yo me toco el pelo con desesperación, y ella dice:

—¿Puedo comentarte algo?

—Claro.

Mientras aleja su mano de la mía, noto que clava la mirada en mí y pregunta:

—¿Tu amistad con Björn es sincera?

Sorprendido, la miro, no sé por qué me pregunta eso, y aseguro:

—Es mi mejor amigo.

Laila afirma con la cabeza, da un trago a su bebida e insiste:

—¿Eso significa que confías al cien por cien en él?

Asiento, nunca he dudado de él. Pero, al ver su gesto, pregunto:

—¿A qué viene esto, Laila?

La joven se rasca la cabeza. Sus gestos me hacen ver que está incómoda, y finalmente dice:

—Oh, nada, Eric. Es solo una tontería.

Pero no. Ese comentario ha llamado del todo mi atención, e insisto:

—Exijo saber de qué tontería hablas.

Ella se retira el pelo de la cara y, tomando aire, me mira e indica:

—Eric, es muy probable que esté equivocada, pero he notado algo extraño entre Björn y Judith.

Según oigo eso, parpadeo, no entiendo a qué se refiere, y ella prosigue:

—Tanto ella como él son encantadores, pero… pero hay algo que tengo que decirte y no sé cómo.

—¿A qué te refieres, Laila?

Mi cuerpo se tensa.

No sé de qué está hablando. No me gusta el cariz que está tomando la conversación, pero quiero saber, necesito saber; entonces ella dice:

—Mira, Eric, conozco a Björn y es un seductor nato. Sabes que le gusta gustar y no hay mujer que se le resista, ¿verdad? —Asiento como un idiota—. Y, bueno, el caso es que, en el tiempo que he estado en Múnich, he visto cosas entre él y Judith que…

—¡¿Cosas?! ¡¿Qué cosas?! —la interrumpo sintiendo que me acelero.

Laila comienza a hablar de Judith y de Björn, y yo, como un auténtico imbécil, la escucho sin saber si respiro o no. Todas y cada una de las cosas que dice son verdad.

Ellos quedan muchas veces para comer sin mí, tienen un feeling especial, y me recuerda que se vieron en el Guantanamera, algo que ninguno de los dos me comentó.

Oír eso me resulta perturbador.

De pronto, se me hace incómodo.

Nunca lo he pensado. Jamás le he dado importancia, y, negándome a creer lo que ella presupone, suelto:

—Te equivocas.

—Posiblemente.

—Confío en ellos —insisto irritado.

—Ella es tu mujer y él tu mejor amigo —afirma Laila—, pero…

La corto. La corto o aquí arde Londres, y suelto:

—Laila, lo que intentas decir no me está gustando nada.

—Lo sé, Eric. Lo sé.

Un silencio extraño se cierne entre nosotros cuando musita:

—No sabía si comentártelo o no, pero hoy, viendo lo preocupado que estás por Judith, y en vista de que no aparece, he pensado que…

—¿Qué está con Björn? —pregunto al borde del infarto.

La joven asiente. Mi respiración se acelera. Me niego a creerlo y, cuando voy a levantarme de la mesa para marcharme, Laila posa su mano sobre la mía y, haciendo que la mire, dice señalando su teléfono móvil:

—Tengo cosas que…

—¡¿Qué tienes?! —pregunto con dureza.

—Eric…, escucha…

—¡¿Qué tienes?! —insisto encabronado.

Laila se da aire con las manos. Se está agobiando, y yo, clavando mi más oscura mirada en ella, siseo con toda la mala leche del mundo:

—Si tienes algo que corrobore lo que dices, ¡muéstramelo!

Ella asiente y, tras coger su móvil, busca algo en él y dice mirándome:

—Por casualidad, un día me los encontré por Múnich. Caminaban con complicidad, cogidos del brazo, y… y los fotografié. No me mates, pero los seguí y les hice estas fotos.

Segundos después, veo instantáneas de Björn y Judith riendo, brindando con vino en un restaurante, caminando cogidos del brazo, y, como puedo, respondo a pesar de mi incomodidad:

—Ellos son amigos. No veo nada malo en esas fotos.

Laila asiente.

¡Dios, qué cabreado estoy!

Soy consciente de la amistad que hay entre Jud y Björn. Nunca he desconfiado, pero no sé por qué de pronto estoy mosqueado.

¿Qué hago?

¿Qué narices estoy haciendo?

Laila, volviendo a tocar su teléfono, indica:

—Esto lo grabé la noche que estuvieron en el Guantanamera.

—¡¿Qué?!

Parpadeo sin dar crédito.

Pero ¿qué hacía ella grabándolos?

¿Es lícito lo que ha hecho?

Y, viendo mi gesto de cabreo, Laila me aclara:

—Serán amigos, Eric. Tú confiarás en ellos, pero no quiero que vivas engañado. No te lo mereces.

¡¿Engañado?!

¡¿Yo?!

No sé qué pensar.

Un irritante, oscuro y cargante enfado se apodera de mí.

No sé de qué habla Laila. No sé qué ha podido grabar, pero lo que sí sé es que, sea lo que sea, quiero verlo, y sintiendo que el corazón se me va a parar de un momento a otro, digo:

—Muéstrame esa grabación.

Sin tiempo que perder, Laila pone de nuevo ante mí su móvil y, con desagrado, reconozco el Guantanamera y su música. Ese maldito bar. Segundos después, desde un ángulo nada bueno reconozco a Jud y a Björn. Son ellos. Están apoyados en la barra, mirándose, y oigo que mi mujer dice:

Y si no es mucho cotilleo, ¿cómo te gustan a ti las mujeres?

¿Por qué pregunta eso Judith? ¿Por qué?

De inmediato, la sonrisa de Björn me toca las narices, por no decir algo peor, y veo que responde levantando las cejas:

Como tú. Listas, guapas, sexis, tentadoras, naturales, alocadas, desconcertantes, y me encanta que me sorprendan.

Parpadeo boquiabierto.

¿Qué coño hace Björn?

Pero lo que más me toca las narices es la sonrisita de Jud; mientras tanto Laila no me quita ojo y, a pesar de la música, oigo decir a mi pequeña:

¿Y yo soy todo eso?

Sí, preciosa, ¡lo eres!

¡Joder…, joder…!

De pronto, las risas de ambos hacen que mi corazón se pare. ¿Qué coño hacen?

La grabación se acaba. Laila me mira. Yo la miro, y ella insiste:

—Tengo otro vídeo.

Enseguida veo a Jud y a Björn bailando salsa ese mismo día en la pista mientras ríen a carcajadas y lo pasan bien. Encabronado, así me siento, y los celos irremediablemente llaman a mi puerta con fuerza y yo les abro como un gilipollas.

A partir de ese instante, soy incapaz de razonar, de pensar con claridad, y veo ambos vídeos al menos seis veces, una detrás de otra, al tiempo que mi cabreo sube y sube y sube y creo que voy a asesinar a alguien de un momento a otro por lo que mi mente comienza a imaginar.

¿Björn y Judith? ¿En serio?

Después de la sexta vez, sin pedir permiso, me envío esos vídeos a mi email y, una vez que acabo, sin aire en los pulmones, le doy mi tarjeta de crédito al camarero para que cobre la comida. No puedo hablar. Laila me mira, pero yo no puedo hablar.

Después de pagar, me levanto de la silla, miro a Laila, que no ha abierto la boca, y, sin ganas de confraternizar, digo:

—Gracias, Laila.

—Eric…

—No voy a hablar contigo sobre lo que me has enseñado.

—Pero, Eric…

—Le pasaré tu teléfono a Amanda —insisto sin dejarla hablar.

Dicho esto, doy media vuelta y salgo del restaurante sin mirar atrás.

La cabeza comienza a dolerme una barbaridad por la tensión generada por lo ocurrido.

¿Judith y Björn? ¿De verdad?

Llego a la oficina y entro en mi despacho.

Estoy nervioso, muy nervioso, tanto que decido tomarme un whisky. Lo necesito.

De nuevo llamo a casa, pero Judith sigue sin estar. Acto seguido, y muy enojado, telefoneo a Björn. Curiosamente, no lo coge, y cuando llamo a su oficina, su secretaria me indica que ha salido y no sabe cuándo llegará.

Maldigo.

¡Me cago en todo!

No quiero. No puedo creer lo que mi mente me hace pensar. Pero las pruebas son más que evidentes.

¿Están juntos?

Loco. Me vuelvo loco. Otro whisky.

Imaginármelos besándose, acariciándose, mirándose a los ojos o practicando sexo a escondidas de mí me enloquece. Me trastorna.

No, no puedo seguir pensando todo esto. Ellos no son así.

Pero, a partir de ese instante, cada cinco minutos llamo a casa y al móvil de Judith. Sé que se lo ha dejado, pero necesito llamar: en algún momento lo cogerá.

Amanda entra en el despacho para avisarme de que dentro de unos minutos tenemos una nueva reunión. Mira mi vaso de whisky, no dice nada, y yo le pido que me deje solo. Iré dentro de unos minutos.

En cuanto se marcha, resoplo. El tiempo pasa y yo sigo llamando, hasta que, de pronto, tras varios timbrazos en el móvil de Judith, oigo:

—Hola, cariño.

¡Por fin!

Desconcertado y muy cabreado, me inclino sobre mi mesa y siseo levantando la voz:

—¿Cómo sales de casa sin móvil? ¿Te has vuelto loca?

Oigo resoplar a Judith.

No…, que no me jorobe ahora con su chulería… Pero, sí, ¡me joroba!

Me suelta una de sus parrafadas llenas de insolencia, descaro, desvergüenza y, tras unos segundos de silencio en los que mi cabreo me mata, pregunto necesitado de respuestas:

—¿Dónde has estado, Jud?

Rápidamente me indica que ha ido de compras, de paseo, pero en su voz noto que me miente. La conozco, y ese tono dubitativo solo lo utiliza cuando miente, por lo que insisto con toda mi mala leche:

—¿Sola o acompañada?

Como es de esperar, su respuesta no me satisface y, cabreado conmigo mismo, con ella, con Björn y con el mundo en general, le cuelgo el teléfono. No quiero escucharla. No deseo oír mentiras. Me niego.

Segundos después, mi móvil suena. Es ella. Pero no. No lo cojo. No quiero hablar con ella. Y, dispuesto a enfadarla, le corto la llamada todas las veces que lo intenta.

La puerta del despacho se abre, es Amanda de nuevo. Tenemos la reunión y, cogiendo unas carpetas que hay frente a mí, me levanto, pero entonces esta pregunta:

—Eric, ¿estás bien?

No. No lo estoy.

Estoy hecho una mierda por lo que acabo de descubrir.

Pero, no dispuesto a parecer lo que nunca he querido ser, respondo:

—Sí. Vayamos a la reunión.