55

Tengo ojos en todas partes y, sin moverme de mi despacho en Müller, sé dónde está Judith.

Todo el que sabe que es mi mujer me envía mensajes sin que yo se lo pida y, aunque me jode que se entrometan en su intimidad, en el fondo lo agradezco. Así sé lo que hace, a pesar de que por las noches le pierda la pista. Mejor no pensar.

Pero regresar a casa y que ella no esté es martirizante. La casa parece vacía, a pesar del bullicio de los niños y los perros, y nuestra cama se me hace enorme, a pesar de lo poco que ella ocupa.

Llama a casa. Se interesa por los niños, y Simona luego me pasa el teléfono a mí. Hablamos, pero no nos comunicamos y, cuando cuelga, yo me quedo hecho una mierda.

Estoy sentado en mi despacho cuando suena mi móvil. Es Mel. Lo cojo deprisa y oigo:

—Hola, Eric, soy Mel. ¿Cómo eres tan rematadamente gilipollas?

Cierro los ojos, no estoy de humor, pero ella insiste:

—Pero, vamos a ver, ¿qué narices os ocurre? Judith está aquí hecha una braga, te llama y la dejas todavía peor.

Saber que ella está mal me duele, pero, al mismo tiempo, me reconforta. ¿Qué me ocurre? Y pregunto:

—¿Jud está mal?

—Pues claro que está mal. Ni te imaginas cómo tiene el cuello —insiste Mel.

Resoplo, imagino los ronchones en el bonito cuello de mi mujer.

—Mel —digo entonces—, sé que no soy ni el tío más divertido del mundo ni el más transigente, pero últimamente ella tampoco me lo pone fácil y…

—Y tenéis un puñetero hijo que tampoco lo hace posible, ¿verdad?

Asiento, sin duda la mujer de mi amigo tiene razón; entonces añade:

—Deberías hacer algo, Eric. No deberías permitir que esta situación dure mucho más. Os queréis, lo sé, y creo que uno de los dos tiene que bajarse del burro y dar un pasito adelante para que lo vuestro no se vaya a la mierda.

Oír eso me asusta. ¿Jud se estará planteando dejarme?

Estoy pensando en ello cuando Mel prosigue:

—Sois unos cabezones. Vale…, vale…, ya sé que no soy la más indicada para hablar de cabezonería, pero…

Y, sin parar de hablar, me dice dónde estarán al día siguiente por la noche, y yo tomo nota mental de todo lo que me cuenta.

—Gracias, Mel —murmuro.

—De gracias, nada. Haz algo si no quieres que, cuando regrese, yo misma vaya a patearte el culo. Y ahora te dejo, que sale de la ducha.


Esa noche, no duermo. La llamada de alerta de Mel me ha hecho ver que o cuido a mi pequeña o esta puede hacer algo drástico que me romperá la vida.

Doy vueltas en la cama. Me muevo inquieto mientras su aroma inunda con crueldad mis fosas nasales, y me desespero.

¡Joder!

Quiero verla. Quiero hablar con ella. Quiero decirle que la añoro, que la quiero, pero me contengo. He de contenerme para que no se sienta vigilada ni acosada por mí, y eso me está costando la vida.

Pero cuando, horas después, me levanto, tengo muy claro que he de viajar a España, por lo que, una vez que llego a la oficina, llamo al aeropuerto de Múnich, donde por fin está mi jet, y, tras hablar con el comandante, quedo con él al cabo de unas horas.

Regreso a casa. Paso un rato con los niños, me ducho y me cambio de ropa.

Llamo a Björn y le cuento mis proyectos. Lo invito a venirse conmigo, y maldice. No puede. Esa tarde tiene planes con su padre y su hijo y le es imposible anularlos. Lo entiendo, yo tampoco lo haría. Y, antes de colgar, me dice que le dé un beso a su chica. A su Superwoman.

Miro el reloj. Deseo que llegue la hora para marcharme al aeropuerto y, cuando llega, como un niño con zapatos nuevos, me dirijo hacia él.

Tan pronto como despegamos, sonrío. Me he puesto la ropa que a ella le gusta. Solo espero que, cuando me vea, sonría. Su sonrisa es esencial para mí, para saber que todo está bien. Deseoso de llegar, miro nervioso por la ventanilla.

Cuando por fin aterrizamos en Bilbao, me está esperando mi amigo Pedro. Tiene una empresa de helicópteros y enseguida pone a mi disposición uno con piloto. Encantado, le agradezco el detalle, monto en el aparato y este me lleva a donde sé que estará mi amor.

Estoy nervioso, mucho.

Llegamos a un pequeño helipuerto, aterrizamos y, tras hablar con el piloto y decirle que regresaré dentro de tres horas, monto en un coche que me llevará hasta las Bodegas Valdelana.

Una vez en mi punto de destino, me bajo del vehículo. Es de noche, y el sitio en el que estoy es precioso. Muy bonito.

Entro en el lugar. Suena música tranquila, suavecita, y veo gente disfrutando de la velada. Con la mirada, busco a mi pequeña. No la veo, pero sí veo a Mel, que de inmediato levanta los pulgares al verme y me señala hacia la izquierda. Asiento. Desvío la mirada y, de pronto, veo a mi morenita.

Está sola, sentada con una copa de vino en las manos, con el pelo recogido en una coleta alta, mientras mira las estrellas.

¿Puede haber alguien más bonito que ella?

No. Definitivamente no.

Complacido, camino hacia ella con la esperanza de que, cuando me mire, sonría. Si no lo hace, mal asunto, y cuando estoy a un metro escaso de ella, murmuro nervioso como un tonto:

—La verdad es que el lugar y el vino son maravillosos, pero sé que te mueres por una Coca-Cola con mucho hielo.

No me mira. Noto cómo su respiración se interrumpe.

Dios…, ¡que me mire y sonría!

Y lo hace. Me mira. Ladea el cuello y sonríe…, ¡sonríe! Y a continuación pregunta descolocada:

—Pero… pero ¿qué haces aquí?

Ahora soy yo el que sonríe y, acercándome a ella, me siento a su lado y, necesitado de su cercanía, le hago aquello que es solo nuestro. Le chupo el labio superior, después el inferior y, tras un mordisquito, cuando cree que voy a besarla, murmuro:

—He venido a ver a mi pequeña y a pedirle disculpas por ser tan gilipollas.

Su gesto se suaviza. Sin duda lo que he dicho era lo que necesitaba oír. Después de besarnos, charlamos, y entre risas le hablo de la llamada que me hizo cierta teniente con muy mala leche.

Nos besamos. Nos abrazamos. Nos mimamos.

Volvemos a estar los dos solos, lejos de Múnich, de los problemas y las obligaciones, y somos nosotros: Jud y Eric, Eric y Jud.

Estamos mirándonos a los ojos cuando oímos:

—Estoy feliz por vosotros, pero la envidia me corroe.

Es Mel, que nos observa con una bonita sonrisa, y le doy las gracias por su llamada de atención. Creo que la necesitaba.

Durante un rato los tres disfrutamos del lugar, el vino y el momento, hasta que Jud y yo, animados por Mel, decidimos perdernos. Quedamos a las tres y media de la madrugada en el helipuerto y, tras coger las llaves del vehículo que Mel me lanza, mi chica y yo salimos de allí.

Una vez fuera de las bodegas, la noche es preciosa, y Jud, quitándome las llaves, dice:

—Monta en el coche. Te voy a llevar a un sitio que te va a encantar.

Sonrío.

A mí, si estoy con ella, todo me encanta, y me dejo llevar. Pero un rato después veo ante mí un dolmen. ¡Qué pasada! Judith sabe que me gustan estas cosas, y murmuro:

—Qué maravilla.

Ella sonríe y para el coche. Apaga las luces y, al salir, susurra mientras observo que al fondo hay otro vehículo aparcado con gente en su interior.

—Sabía que te iba a gustar.

Cogidos de la mano, nos acercamos hasta las increíbles piedras y mi amor me dice que su amiga Amaia, que se ha quedado con Mel, le contó que lo llaman la Chabola de la Hechicera y me explica infinidad de curiosidades que ha aprendido para explicarme a mí.

Pero yo la deseo, la deseo con locura, y la beso. Disfruto de su sabor, de su olor, de su tacto, y cuando nuestros labios se separan, murmuro:

—No sé qué nos está sucediendo últimamente, pero no quiero que siga pasando. Te quiero. Me quieres. ¿Qué nos ocurre?

Me mira. No responde. Estoy convencido de que está tan confundida como yo por todo ello, y prosigo:

—A partir de este instante, seré yo quien se ocupe de Flyn; irá al psicólogo y…

Pero no continúo. El gesto de Jud cambia y, tras hablar con tranquilidad yo le respondo y ella termina susurrando:

—No quiero hablar. Solo quiero que me mimes, que me beses y que me hagas el amor como necesitamos y como nos gusta.

Asiento. No hay nada que desee más.

Y, excitado por sus palabras, por mi mujer y por el momento, tras pasear los labios por su frente, su cuello y sus mejillas, indico mientras le suelto el pelo para hundir las manos en él:

—Deseo concedido, pequeña.

Y, olvidándonos del mundo a nuestro alrededor, apoyo a mi mujer en el dolmen y nos dejamos llevar por la pasión con locura y anhelo.

Subo su falda negra, meto las manos bajo ella y le arranco las bragas. Jud sonríe.

—Morenita…, agárrate a mi cuello y ábrete para recibirme.

Sonríe extasiada y, gustoso, la cargo entre mis brazos y, apoyados contra el dolmen, le hago el amor. La necesito tanto como ella me demuestra que me necesita a mí, y exige:

—Mírame, Eric…, mírame.

La miro. Estoy loco por ella. Me hundo una vez más en busca de nuestro devastador placer, y entonces susurra:

—Te quiero.

Satisfecho de oír esas maravillosas palabras que solemos decirnos con la mirada, mientras nos hacemos el amor me hundo en ella para que sienta mi respuesta, hasta que un ruido me hace parar y comprendo que son los ocupantes del coche que he visto al llegar.

Jud y yo lo sabemos.

Pero a ninguno de los dos nos importa que nos vean y continuamos a lo nuestro, hasta que un devastador clímax nos hace vibrar y, gustosos, nos dejamos llevar.

Mientras respiramos con dificultad, cuido de que mi pequeña no se haga daño en la espalda con el dolmen. Como siempre, nos hemos entregado a fondo, y sonriendo murmuro:

—Siento haberte roto las bragas.

Mi amor suelta una carcajada. Eso es lo que menos le importa, e indica:

—No lo sientas. No esperaba menos de ti.

Ahora el que ríe soy yo y, cuando vemos que el vehículo que está aparcado más allá arranca el motor y se aleja a toda pastilla, comento:

—Menos mal que no vivimos aquí, si no, mañana seríamos la comidilla del pueblo.

Entre besos, mimos y palabras de amor, llegamos al coche y, a las tres menos diez, estamos ya en el helipuerto.

Separarme de mi pequeña me cuesta.

Me cuesta mucho, pero sé que he de hacerlo.

He de demostrarle que confío en ella, que ha de seguir trabajando, y, tras un beso cargado de amor y de conciliación, me monto en el helicóptero y me marcho. Vuelvo a Múnich feliz de haberla visto sonreír.