11
Son las tres y media de la madrugada y no puedo dormir.
Judith participa en la maldita carrera de motocross dentro de unas horas y estoy angustiado. Muy angustiado.
Pensar que pueda sucederle algo me quita la vida. Y, aunque ella me dice y me promete que no pasará nada y yo intento creerla, la angustia no me deja vivir.
He intentado hacerle ver que estoy con ella en esto. Y lo estoy. Su felicidad es mi felicidad y su ilusión, la mía. Pero que sea tan intrépida e inquieta aún me cuesta de digerir. No es fácil para mí.
Sé que le prometí que cambiaría y no sería un hombre asfixiante en muchos temas.
Sé lo importante que es para ella seguir practicando motocross.
Pero también sé que, como siga así, entre ella, mi madre y mi hermana, ¡van a acabar conmigo!
A oscuras, estoy bebiendo un vaso de agua fresca en la cocina, cuando la puerta se abre. Al mirar, me encuentro con Dexter, que al encender la luz y verme pregunta:
—¿Qué ocurre, compadre?
Sonrío. La felicidad que veo en sus ojos desde que está con Graciela era algo que llevaba mucho tiempo sin ver.
—Estoy bien —suspiro—. Solo es que no puedo dormir.
Dexter se acerca y, plantando su silla frente a mí, insiste:
—¿Quieres que platiquemos?
No respondo, y añade:
—Ahorita mismo me vas a decir qué te ocurre o juro que despierto a toda la casa cantando rancheras, y te recuerdo que canto bastante mal.
Oír eso me hace sonreír, y al final suelto:
—Estoy preocupado por Judith.
—¿Por qué?
Según digo eso, Dexter levanta las cejas y cuchichea:
—Hey, güeyyy… ¿No será por la carrera de motos?
—Pues sí.
—Pero, Eric…
—Lo sé —lo corto—. Sé que no va a pasar nada porque Judith controla muy bien la moto, pero, ¡joder!, estoy inquieto.
Hablamos. Dexter y yo hablamos durante un rato de aquello que tanto me preocupa, hasta que de pronto soy consciente de la hora que es y lo mando a la cama, y diez minutos después me voy yo. He de descansar.
Cuando me despierto horas más tarde, al mirar hacia el lado de Jud veo que ella no está.
¿En serio se ha levantado antes que yo?
Rápidamente salto de la cama.
Que ya esté en pie solo puede significar que está nerviosa por la carrera.
A toda prisa, me ducho. Y cuando me visto soy consciente de que he de ser positivo. He de darle a Jud positividad para verla feliz. Por ello, fabrico una sonrisa mirándome al espejo y, cuando encuentro una que sé que puede engañar a mi mujer, salgo de la habitación.
Al llegar a la puerta de la cocina, oigo a Jud y a Dexter. Sus palabras cariñosas me hacen gracia y, como quiero que mi mujer me sienta a su lado al cien por cien, abro la puerta de la cocina y bromeo:
—Maldito mexicano chingón, ¿ligando con mi mujer a escondidas?
La carcajada de Jud al oírlo me llena el alma, necesito ese maravilloso sonido para saber que todo va bien, y entonces Dexter responde:
—Güey, desde que sé que los morenos le gustan, ¡no pierdo las esperanzas!
Una hora después, montamos todos en el coche y nos dirigimos al circuito que mi primo Jurgen me indicó. Intento que la sonrisa no abandone mi rostro por nada del mundo. Se lo debo a Jud.
Una vez allí, ella va a apuntarse con Norbert mientras yo, atacado, bajo la moto del remolque. La aparco y observo a Graciela junto a Laila, a Marta con su novio Arthur y a Flyn. Parecen felices. No como yo, que estoy de los nervios, aunque intento disimular.
Poco después aparece Judith emocionada con su dorsal sesenta y nueve y sonrío al oír su comentario provocador.
Es deliciosa.
Jurgen llega hasta nosotros con un mapa del circuito. Rápidamente él y Judith lo repasan y mi primo le aconseja cómo tomar cada curva.
Uf…, escucharlos me pone más tenso. Mucho más.
Tras desaparecer Judith durante unos minutos para cambiarse de ropa, cuando vuelve vestida con su mono y sus protecciones, Flyn se emociona, el resto la aplaude y yo también, ¡faltaría más!
Pero, segundos después, cuando arranca la moto y la veo dar gas, noto que mi sonrisa se desvanece. Intento que no sea así, pero no puedo disimular. Para actor no valdría.
Tras darle un beso, dejo que se concentre observando las otras mangas que ya han comenzado a correr. Para meterse en su mundo, Judith se pone los auriculares y escucha en su iPod a Guns N’Roses. Según ella, ese grupo y otros por el estilo le suben la adrenalina que necesita para momentos así.
Adrenalina. Dios…, temo su adrenalina.
Con el estómago revuelto, observo cómo otros corredores caen al suelo tras dar saltos, pero me mantengo firme. No me muevo porque, en ese caso, lo que haré será coger a Judith, meterla en el coche y sacarla de aquí.
Pero no, no puedo hacer eso. Si lo hiciera, faltaría a mi palabra, y necesito que ella confíe en mí. Le dije que trataría de entender su mundo, y tengo que intentarlo, aunque me muera por ello.
Por megafonía llaman a los participantes de la tercera manga. Ahí participa Judith, y ella, tras guiñarle el ojo a mi hermana Marta, me da un rápido beso y me dice:
—Enseguida vuelvo. ¡Espérame!
Veo cómo se aleja en su moto e hiperventilo, y Marta susurra cogiéndome la mano:
—Hermanito, disimula, que se te nota mucho lo incómodo que estás.
Resoplo.
Odio no ser mejor actor pero, sin apartar la mirada de la pista, veo a mi intrépida mujercita colocarse en su sitio. Segundos después, se pone el casco y las gafas y la veo sonreír cuando acelera su moto y sale como una loca.
Por Dios, ¡que esto acabe ya!
El tiempo se me hace eterno. La maldita carrera no se acaba nunca, y cuando por fin sé que esa ronda finaliza y entra tercera, puedo respirar.
Está bien. Ella está bien.
Segundos después, cuando llega hasta nosotros, cambio mi expresión, sonrío y, necesitando abrazarla, lo hago y la beso, mientras todos a nuestro alrededor la aplauden y la jalean.
De nuevo, los nervios me atenazan. Judith vuelve a participar en otra ronda, se clasifica y corre en otra ronda más. Vuelve a clasificarse.
Cuando veo que se pone los guantes, antes de salir en esa última ronda, donde se proclamará a los ganadores, mi amor, tras comentarles algo a Graciela y a Marta, me mira y dice:
—Alegra esa cara, cariño. Es la última carrera. —Sonrío como puedo—. Ya puedes ir comprando una estantería bien grande para mis premios. Me pienso llevar el primero de aquí.
—¡Claro que sí! —afirma mi hermana.
Asiento. Visto lo visto, se lo va a llevar.
Y, deseoso de que esta agonía acabe cuanto antes, digo lo más positivo que puedo:
—Vamos, campeona. Sal y demuéstrales quién es mi mujer.
Según lo digo, veo su rostro. Su preciosa cara se ilumina, y sé que eso era lo que necesitaba oír.
¡Bien! Me alegra ver que le ha gustado.
Pero cuando, minutos después, está de nuevo en la salida, comienzo a dudar de si he hecho bien. Judith es muy loca, y encima yo la animo a ello.
Joder…, joder…
Desde el lateral, el grupo jalea a Jud. Todos sabemos que se va a dejar la piel por ganar esta carrera; Marta, que vuelve a estar junto a mí, dice:
—Estoy muy orgullosa de ti.
La miro, y ella añade:
—Le has dicho a Judith lo que necesitaba oír. ¡Eres grande, hermanito!
Sonrío. Entonces la carrera comienza y animo junto al grupo a mi mujer.
Adelanta, la adelantan, derrapa, salta, pasa la zona bacheada, frena, acelera, derrapa, vuelve a acelerar. Todo eso y mucho más Judith lo hace con una maestría que nos deja a todos sin palabras y oigo a Flyn, que grita:
—¡Va a ganar!
Sin desistir en su empeño, mi española acelera, salta, frena y disfruta con lo que hace, pero de pronto mi mundo se ralentiza porque desde mi posición veo cómo otra de las participantes cae y su moto va directa contra la de Judith.
¡No!
Instantes después veo a mi amor salir disparada por el golpe y caer con fuerza contra el suelo.
¡No…, no…, no…!
Me quedo paralizado unos segundos.
Todos a mi alrededor gritan asustados, pero mi parálisis desaparece y, olvidándome de la seguridad, salto la valla y corro hacia el lugar donde mi mujer está tirada en el suelo.
Corro…
Corro todo lo rápido que puedo, mientras soy consciente de que Judith no se mueve.
¿Por qué no lo hace?
«Jud…, muévete…, muévete, por favor».
El susto y la agonía se apoderan de mi cuerpo, y un tipo se acerca a mí para recriminarme que esté corriendo por la pista. Intenta pararme, pero en cuanto me toca, lo empujo. Me lo quito de encima y sigo corriendo hacia ella.
Llego a su lado y veo a la corredora que ha caído antes que ella sentarse en el suelo, pero Jud continúa inmóvil.
Por Dios… ¿Por qué no se mueve?
Rápidamente, tres tipos se ponen frente a mí y entre todos me paran, no me permiten acercarme a mi mujer y, enloquecido, me rebelo, grito y suelto manotazos.
Pero nadie me hace caso. Nadie me deja acercarme a ella, hasta que mi hermana llega a mi lado y, cogiéndome con fuerza del brazo, grita:
—Eric, ¡quieto!
Con la mente nublada, la miro, y Marta insiste:
—Deja que la asistencia haga su trabajo.
Pero no puedo.
No puedo permanecer impasible.
Ella, mi vida, mi mujer, ni pequeña, está en el suelo sin moverse, y voceo. La llamo por su nombre una y otra vez, con la esperanza de que me oiga.
Jurgen, que conoce a todo el mundo en el circuito, enseguida llega hasta los sanitarios e indica que Marta es médico y yo el marido. Por suerte, nos dejan acercarnos, pero mi hermana pide entonces mirándome:
—Eric, si la quieres, haz el favor de contenerte.
Asiento.
Por ella, lo que sea, pero cuando le quitan el casco y veo sus ojos cerrados, doy un traspié, y mi hermana, sujetándome, dice:
—Tranquilo, Eric. Tranquilo…
Pero no puedo. ¿Cómo que tranquilo?
¿Por qué no abre los ojos?
¿Por qué no se despierta?
Los sanitarios, tras comprobar ciertas cosas que yo no entiendo, miran a Marta e indican que se la llevan al hospital.
Oír eso me asusta. Me asusta mucho.
Ha sido un error dejarla participar en esa carrera, y yo tengo la culpa por no haberme negado.
Cuando la meten en la ambulancia, voy a entrar con ella, pero el sanitario me lo impide. No cabemos los tres allí.
Enloquezco. Ella no se va de aquí sin mí. Sin embargo, mi hermana finalmente tira de mí y grita:
—¡Eric, mírame! ¡Mírame!
Sus gritos consiguen lo que se propone y, cuando la ambulancia arranca y se va con la incómoda sirena puesta, voy a correr tras ella cuando Marta dice:
—Vamos. Me han dicho cuál es el hospital adonde la van a llevar.
Como un loco, corro hacia mi coche. Pero estoy tan nervioso que, al llegar, mi hermana hace ademán de cogerme las llaves.
—Conduciré yo —señala—, y no voy a aceptar una negativa por respuesta, ¿entendido?
No quiero perder el tiempo discutiendo, así que asiento. Le tiro las llaves y montamos en el vehículo. En el camino, no hablo. No puedo. Mientras, oigo a Marta hablar por el manos libres con Arthur, que está con el resto del grupo, y le indica el hospital al que vamos.
Una vez que entramos en urgencias, mi hermana, que se mueve como pez en el agua, localiza dónde está Judith. Nos dicen que le están haciendo unas pruebas. No ha despertado todavía y debemos esperar.
Agobiado y al borde del colapso, rechazo ir a tomar un café como propone Marta. Solo quiero ver a Jud. Solo eso. Y, sin esperarlo, de pronto siento que las lágrimas comienzan a correr por mis mejillas como llevaban años sin hacerlo.
La última vez que lloré así fue por Hannah, y eso me asusta. Me asusta mucho.
Marta me mira conmocionada.
Yo, el tío más duro e impasible del planeta, estoy llorando con desconsuelo.
Marta me sienta en una silla. Creo que teme que me caiga redondo y a su manera me consuela. Pero yo no tengo consuelo. Yo necesito a Jud…, la necesito.
Así pasa más de media hora. La peor media hora de mi vida, hasta que una puerta se abre, sale un doctor amigo de Marta y, acercándose a nosotros, nos indica que lo sigamos.
Tiemblo. Sigo temblando.
Mis lágrimas salen solas, no las puedo parar, y al entrar en un despachito con el médico, este nos informa de que Jud tiene un traumatismo craneal leve, diversas contusiones y una fisura en la muñeca izquierda. También nos dice que ha despertado pero que le han dado un sedante para que esté tranquila.
Según oigo eso, me llevo la mano al corazón y luego, tapándome la cara con las manos, vuelvo a llorar.
Saber que está bien a pesar del golpazo tan enorme que se ha dado me hace feliz, terriblemente feliz.
El médico amigo de Marta nos indica que, en cuanto esté en una habitación, nos avisarán para que vayamos con ella.
Cuando salimos del despacho sigo desconsolado como un niño, y Marta me abraza, me acuna y, con mimo y delicadeza, murmura:
—¿Lo ves, cariño? Ella está bien. Relájate.
Pero pedirme eso tras la tensión vivida es complicado. Muy complicado.
Pienso en Manuel, en mi suegro.
¿Debo llamarlo?
Al final decido hacerlo cuando Jud esté despierta. Si lo llamo y no puede hablar con ella, sin duda lo angustiaré más, por lo que opto por esperar. Será lo mejor.
Caminamos en silencio hacia el lugar donde el médico nos ha dicho que esperemos hasta que nos avisen para ver a Judith y nos sentamos.
Noto que las piernas me tiemblan. No hablamos, solo miramos al vacío, y sé que a ambos los recuerdos del pasado nos encogen la vida y además mi dolor de cabeza me está matando, pero no digo nada. Aquí quien importa es mi pequeña.
Un rato después aparece mi madre acompañada de Dexter y de Graciela y, al ver el estado de angustia y miedo de ella, vuelvo a derrumbarme. Soy incapaz de controlar mis emociones.
Ver el gesto asustado de mi madre, que solo he visto cuando ocurrió lo de Hannah, me desconsuela, y en el momento en que me abraza, como un mierda de tío, vuelvo a llorar en sus brazos. No lo puedo remediar.
Marta, al vernos a los dos llorar como dos niños, contiene las lágrimas, y Graciela es quien toma el mando de la situación y, tras hacer que mi madre me suelte, las sienta a ambas y las tranquiliza. Por suerte, ella está aquí para eso, y se lo agradezco con la mirada. Yo soy incapaz de tranquilizar a nadie tal y como estoy.
Dexter, que está a mi lado y no ha abierto la boca, murmura:
—Eric…
—Estoy bien —afirmo secándome las jodidas lágrimas mientras la cabeza me duele más a cada segundo que pasa.
Él asiente, pero dudo que me crea, y cuando lo miro susurra:
—Piensa que ella está bien.
Por suerte, sé que es así.
—Ha sido culpa mía —murmuro.
Dexter arruga el entrecejo.
—¿Por qué dices eso?
—Porque he de protegerla. No debería haber permitido que…
—¡Eric! —me corta en voz baja para que solo yo lo oiga—. Lo que ha ocurrido no ha sido culpa tuya. Ni siquiera culpa de Judith. Estas cosas pasan. Ella practica un deporte complicado, güey, y…
En ese instante, una enfermera se acerca a nosotros y nos indica que Judith ya está en una habitación. En cuanto dice el número, y olvidándome de mi amigo, mi madre, mi hermana y Graciela, voy hacia la escalera y subo los peldaños de cuatro en cuatro. Necesito ver a mi mujer.
Cuando llego frente a la habitación 674, sin pararme un segundo, abro la puerta y el corazón se me vuelve a paralizar. Ante mí está mi pequeña, en una cama con los ojos cerrados, quieta, pálida, magullada e indefensa.
Sin perder un segundo, me acerco a ella, cojo su mano inerte y se la beso. Se la beso con amor, con cariño, con necesidad. En silencio, le beso una y otra vez la mano mientras pienso que, si a ella le pasara algo, definitivamente mi vida dejaría de tener sentido.
Nada, nada en absoluto sería lo mismo sin Jud. Sin sus miradas, sin sus enfados, sin sus sonrisas, sin sus locuras o su puñetera cabezonería. Ella es el centro de mi vida, y lo que ha ocurrido me lo ha vuelto a confirmar.
La puerta se abre y aparecen mi madre, Marta, Graciela y Dexter, que entran en silencio. Todos la miran y mi madre, acercándose a mí, pasea la mano por mi espalda y pregunta más tranquila:
—¿Estás mejor, cariño?
Asiento. No sé si es verdad o no, pero asiento y, más sosegado al ver también a mi madre más relajada, le hago una seña a mi hermana y esta los invita a todos a ir a la cafetería a tomar algo.
Necesito que me dejen a solas con Jud.
De nuevo solos, cojo una silla, la acerco a la cama y me siento a su lado y hablo con ella. No sé si me oirá o no, pero le recuerdo que la quiero, que la amo, que no puedo vivir sin ella.
Así pasan las horas y, aunque me duelen los ojos y la cabeza, me niego a irme de su lado. Marta lo intenta. Mi madre también. Pero de aquí no me muevo hasta que Jud se venga conmigo.
Agotado, cuando por fin nos dejan, como dice la canción de nuestra bonita luna de miel, apoyo la cabeza sobre su mano en la cama y cierro los ojos. Necesito que descansen.
Hasta que de pronto noto que su mano se mueve y, al mirarla, veo sus ojos clavados en mí y con una media sonrisa susurra:
—Hola, guapo.
Tomo aire.
Solo a ella se le puede ocurrir saludarme así tras lo sucedido.
Oír su voz y ver que me mira es lo mejor que me ha pasado, y cuando se interesa por mí, como hace siempre, la nenaza sensiblona que soy se echa a llorar mientras exijo:
—No vuelvas a asustarme así, ¿entendido?
Acto seguido, la abrazo, me cobijo en sus brazos y me desahogo.
Los minutos pasan y Judith coge fuerza. Su testarudez me calma, me hace sonreír, y por fin puedo volver a tomar las riendas de mi cuerpo, de mis emociones y mis sentimientos.
Cuando entran Marta y mi madre, al ver a Jud despierta, sonríen y la miman. La miman como yo, pero cuando a mi hermana Marta se le escapa que la moto, la Ducati de Judith, ha quedado hecha una pena, mi pequeña pregunta haciendo un puchero:
—¿Qué le ha pasado a mi moto?
¡Increíble!
Está en el hospital. Está magullada, con un traumatismo craneal, ¿y va a llorar por su moto?
En décimas de segundo veo que comienza a rascarse el cuello.
¿En serio es por la moto?
Colocándome a su lado, después de que mi madre la bese, le soplo en el cuello y le retiro la mano para que no se rasque. Como puedo, la tranquilizo. La moto realmente ha quedado muy mal tras el golpe, pero para que se calme, digo:
—Se puede arreglar.
Veo que eso la reconforta. Y, aunque arreglar esa máquina es lo último que deseo, se lo repito una y mil veces para que deje de llorar.
Suena mi teléfono. Es de casa. Pienso en Flyn, en lo asustado que debe de estar y, separándome unos segundos de Jud para hablar con él y tranquilizarlo, salgo al pasillo. Es lo mejor.