33
Pasan los días y Björn está desesperado.
Nunca he visto así a mi amigo, pero lo entiendo perfectamente.
Mel no quiere hablar con él y, lo peor, Björn no sabe dónde está.
Eso lo enloquece y le hace un tercer grado a mi pequeña que esta responde. No sé hasta qué punto le cuenta la verdad, pero me callo. Es lo mejor.
En esos días Jud se entera de toda la historia entre Mel y Björn y, aunque se sorprende con muchos detalles, como de que ella fuera en ocasiones al Sensations e incluso nos hubiera visto allí mientras jugábamos y no dijera nada, la conozco y sé que se guarda cosas.
¿Qué será y por qué lo hará?
Pero Björn, dispuesto a saber qué ocurre, comienza a tirar del hilo hasta que al final descubre la verdad sobre Mel y, furioso, en mi despacho grita:
—¡No es azafata! ¡Es una jodida militar americana!
—¡¿Qué?!
—Es una jodida militar americana —repite.
—¡¿Qué?! —repito yo.
Sin dar crédito, parpadeo. Eso sí que no lo esperaba.
Björn maldice. Tira de malos modos unos papeles que tiene en las manos e indica:
—Melania Parker. Pilota un Air Force C-17 Globemaster, y dentro de unas horas regresa de una misión.
Boquiabierto, miro aquellos papeles. ¿Mel es piloto militar?
Sorprendido, no sé qué decir, mientras mi amigo se mueve por el despacho como un león encerrado. Está furioso, tremendamente furioso, y yo, que lo conozco muy bien, murmuro:
—Björn…
—¡Mierda! ¿Por qué? ¿Por qué me tiene que pasar esto?
Suspiro, no está siendo fácil para él, y a continuación digo:
—A ver, Björn…, ¿le has hablado alguna vez de tu animadversión hacia los militares americanos?
Él asiente, y añade:
—Y le expliqué el motivo. ¿Por qué no pudo ser sincera conmigo y contarme la verdad?
No sé qué responder.
No sé por qué nunca le contó la verdad y se inventó que era azafata, pero sí sé que eso era lo que Judith ocultaba. Sin duda, ella sabía a qué se dedicaba Mel desde un principio, y murmuro al oír a Björn gruñir:
—Tranquilízate. Así no vas a arreglar nada.
Björn maldice. Nunca, en todos los años que lo conozco, lo he visto tan enfadado.
—Esa chulita me va a oír —musita dirigiéndose hacia la puerta.
—Björn…
—Esto no va a quedar así.
Desaparece de mi vista, y yo no me muevo. Si fuera al revés, yo desearía espacio, y se lo doy. Mi amigo se lo merece.
Esa tarde, cuando llego a casa, tras saludar a los niños, voy a la habitación, donde está Judith. Al entrar, ella me mira, está doblando ropita de bebé, y sonríe. Después de darle un beso, me siento en la cama y suelto:
—¿Piloto de aviones del ejército americano?
Según digo eso, su gesto cambia y, al ver que ella lo sabía, musito:
—¡Joder, Judith!
De inmediato, deja de hacer lo que estaba haciendo, se acerca a mí y murmura:
—Lo siento. Pero, cuando me lo contó, me hizo prometer que le guardaría el secreto.
—Cariño, ¡Björn está enloquecido!
Mi mujer asiente. Resopla, se sienta a mi lado en la cama y dice:
—Le pediré disculpas cuando lo vea. Pero no podía hacer otra cosa.
La abrazo. Imagino que para ella tampoco están siendo fáciles estos días, y no digo más. Que salga el sol por donde quiera.
Esa noche, cuando todos se acuestan, sin sueño, me voy a mi despacho. Estoy preocupado por Björn, y aunque he hablado con él hace horas y me ha dicho que se marchaba con Agneta al Sensations, se ha negado a decirme nada de Mel. ¿Qué habrá ocurrido?
Durante horas me sumerjo en contestar emails. Me gusta la quietud de la noche para trabajar, hasta que a las cinco y veinte de la madrugada suena mi móvil. Un mensaje de Björn:
¿Estás despierto?
Recibir ese mensaje a esa hora me intranquiliza. Para él y para todos a quienes quiero siempre estoy despierto y, sin dudarlo, lo llamo y, cuando lo coge, lo oigo decir con desesperación:
—La he visto. He visto a esa jodida mentirosa y…
Está muy nervioso e intento tranquilizarlo, pero es complicado. Todo lo que le está ocurriendo escapa a su entendimiento y es incapaz de razonar.
Hablamos. Hablamos durante más de una hora y, aunque sé que se muere por verla, por hablar con ella, se niega en redondo a hacerlo, y yo soy incapaz de convencerlo.
—Te arrepentirás… —digo.
—Lo dudo, Eric…, lo dudo.
Seguimos hablando. Ambos volvemos a repetir una y otra vez las mismas cosas, pero nada, Björn se mantiene en sus trece. Según él, se ha acabado lo que había entre él y Mel, y soy incapaz de hacerlo cambiar de opinión. No quiere volver a verla, a pesar de lo mucho que le gusta esa mujer.
En cuanto cuelgo, miro hacia la puerta, donde está Judith, mirándome.
No sé desde cuándo está ahí, solo sé que está preciosa, y dice:
—Mañana iré a ver a Mel a su casa. Esto se tiene que aclarar sí o sí.
Y lo hace. Vaya si lo hace. Habla con ella, y Mel, que, a pesar de ser bruta, parece razonar con lógica, siendo consciente de su error, trata a su vez de hablar con Björn.
Pero todo empeño por parte de aquella se vuelve imposible. Mi amigo se ha cerrado en banda y nadie es capaz de hacerlo cambiar de parecer. Como él dijo, se acabó y de ahí nadie lo saca. Incluso Jud y él no se hablan. Saben que, como lo hagan, ¡la liarán!
Llegan las Navidades y el color vuelve a casa.
Sobre todo, el color rojo del horroroso árbol de Navidad.
Mel y la pequeña Sami vienen a casa para ayudar a Jud, a Flyn y al pequeño Eric a colocar los adornos, y yo, encantado, observo su alegría. Da gusto verlos juntos. Es mi primera Navidad como padre de Eric, y estoy emocionado. Muy emocionado.
Una vez que los dejo en el salón, me meto en mi despacho a solucionar unos asuntos, y de pronto la puerta se abre y Mel, mirándome con los ojos muy abiertos, suelta:
—¡Eric, tenemos que llevar a Judith al hospital! ¡Ya!
Según oigo eso y veo su expresión, sé a qué se refiere y, como un loco, me levanto y corro tras ella. Al entrar en el salón, Jud me mira y murmura con gesto de horror:
—Llama a tu hermana y dile que me vaya preparando la epidural.
Joder…, joder…, joder…, ¡lo que me entra por el cuerpo!
Tras dejar a los niños con Simona y Norbert, con la ayuda de Mel monto a Judith en el coche y a continuación conduzco como un loco saltándome semáforos.
¡Mi Conguito viene en camino!
Mel bromea, intenta relajarnos a ambos, y dice:
—Desde luego, cada vez que te pones de parto, ando yo cerca.
Oigo la risa de mi pequeña. El dolor todavía no se ha apoderado de ella cuando grita:
—¡Eric, como vuelvas a saltarte otro semáforo, te juro que me bajo del coche y conduzco yo!
Maldigo. La estoy poniendo más nerviosa. Por el retrovisor veo que se rasca el cuello, ¡los ronchones!, y levanto el pie del acelerador. Necesito que se tranquilice.
En cuanto llegamos al hospital, tras entrar por urgencias, se llevan a Judith; yo voy con ella y Mel me hace saber que esperará en la salita.
Para hacerle una ecografía, me separan de ella mientras un enfermero me lleva a que me ponga los patucos y el pijamita hortera. Sin embargo, lo hago encantado, pues eso significa que mi bebé tiene prisa por salir.
Minutos después, cuando estoy vestido con toda la parafernalia y entro en la habitación, el gesto de Judith es de susto. El de la doctora es serio, y pregunto dejando de sonreír:
—¿Qué ocurre?
La ginecóloga, que tenía cogida la mano de mi mujer, la suelta y dice mirándome:
—Eric, no te asustes, pero hay que hacerle una cesárea de urgencia a Judith.
Mi cuerpo se tensa, una cesárea es una operación, y, viendo el gesto de Jud, que no habla, pregunto:
—¿Por qué? ¿Qué ocurre?
Rápidamente cojo la mano de mi amor, se la beso, y la doctora dice:
—En la ecografía hemos visto que el bebé tiene el cordón umbilical alrededor del cuello y hemos detectado alteraciones en su ritmo cardíaco.
Según oigo eso, las piernas me flojean. Yo esperaba que todo fuera como en el parto anterior, y ahora resulta que me cambian el guion y no sé cómo reaccionar.
Jud está callada, no dice nada. Creo que está tan asustada como yo e, intentando no traspasarle mis miedos a mi mujer, la miro y pregunto:
—¿Tú estás bien?
Judith asiente, trata de sonreír, y digo:
—Quiero estar presente en la cesárea.
La doctora se niega.
Me hace saber que en un parto de riesgo yo sobro y, aunque me pongo cabezón, al final, al ver que estoy poniendo histérica a Judith, ceso en mi empeño. Lo último que quiero es alterarla, por lo que, tras darle un beso y decirle cuánto la quiero, desesperado, salgo de la habitación y me dirijo hacia la sala donde está Mel, quien, al verme y después de que yo le cuente lo ocurrido, me tranquiliza diciendo que todo saldrá bien.
En silencio, y mirando el reloj que hay frente a mí, veo cómo transcurren los minutos. El tiempo pasa lento, muy lento. Mel intenta distraerme, pero, al darse cuenta de que no quiero hablar, me respeta, aunque se queda a mi lado. No me deja ni un segundo.
Media hora después, casi no puedo ni respirar. Estoy agobiado. Mi pequeña está en un quirófano y no sé qué ocurre. La impaciencia me puede, pero entonces la puerta de la salita se abre y entra Björn.
Judith y él tienen una relación rara últimamente. No se hablan por la cabezonería de aquel de no darle otra oportunidad a Mel, pero se buscan. En el fondo sé que se necesitan, y yo les doy tiempo. Solo espero que algún día hablen y todo vuelva a la normalidad.
—¿Cómo va todo? —pregunta Björn mirándome.
No puedo hablar. Las palabras no me salen y, aunque sé que para él y Mel el momento resulta muy incómodo, es ella quien le cuenta lo que ocurre. Cuando acaba, mi amigo me anima. Me dice lo mismo que Mel: todo va a salir bien.
Siguen pasando los segundos, los minutos, cuando de pronto la puerta se abre y veo a la doctora, que sale con un bulto entre los brazos. Dejo de respirar, me levanto, y esta dice:
—Enhorabuena, papá. Tienes una niña preciosa.
Con taquicardia, observo al bebé que la ginecóloga me muestra. Es morenita, nada que ver con Eric. Y, tras unos segundos, pregunto acalorado:
—¿Cómo está mi mujer?
La doctora sonríe, me entrega a la pequeñita y afirma:
—Está perfecta y deseando verte. Venga, sígueme, que te llevo con ella.
De pronto, el mundo vuelve a cobrar sentido para mí. Vuelvo a respirar. Jud está bien, y, mirando a la chiquitina, sonrío por primera vez y le digo a mi amigo:
—Colega, aquí tengo a mi otra morenita.
Feliz, abrazo a Björn y luego a Mel y, sin pensar en nada que no sea ver a Jud, me despido de ellos y espero que hablen. El momento y el lugar se prestan a ello.
Encantado, sigo a la doctora mientras el Conguito moreno que tengo entre mis brazos me enamora. Nunca he encontrado el parecido de los bebés que todo el mundo encuentra, pero esta vez está claro que es una mini Judith. ¡Cuánto se parece a ella!
Cuando entro en la habitación, mi preciosa mujer sonríe. Está bien, eso es todo lo que necesito saber, y, tras darle un beso y mostrarle a la pequeña, sonríe y murmura:
—Hannah, este hombre tan grande y rubio es tu papá.
Sonrío. Beso a mis morenitas y, como diría mi sobrina Luz, ¡muero de amor!