8

En el taxi, Jud y yo vamos calientes, muy calientes.

Saber que nos dirigimos al Sensations nos pone a cien, y entre risas y besos ardorosos le pido que me dé sus bragas y ella obedece.

Con morbo, me las acerco a la nariz. Adoro su olor, y cuando me regaña, roja como un tomate porque el taxista no se percate de lo que hacemos, me las guardo divertido en el bolsillo del pantalón.

Cuando llegamos y pago la carrera, cojo a Jud de la mano y juntos entramos en el local. Una vez dentro, saludo a varios amigos con los que me encuentro y, gustoso, se la presento como mi mujer.

Desde antes de nuestra boda no habíamos vuelto a ir al Sensations.

Muchos de ellos me miran sorprendidos. Estoy seguro de que lo último que esperaban de mí era que me casara. Pero, sí, lo he hecho. Ella es mi mujer y estoy feliz.

Tras llegar a la segunda estancia, donde la música es más fuerte, más potente, todos nos miran, y, sin soltar a mi esposa, ambos caminamos hacia la barra, donde dos hombres y una mujer juguetean, y veo a Jud sonreír.

El morbo le puede.

Al verla reír, le pregunto el motivo, y ella me recuerda una noche en Barcelona, la noche que la llevé a un local, la calenté y después la castigué sin sexo por haberme dejado tirado en el hotel.

Ambos reímos al acordarnos de ese momento, y entonces soy consciente de cómo un hombre nos mira. Judith le pone y, gustoso de disfrutar de nuestro juego, murmuro en el oído de ella:

—Hay un hombre a tu derecha que no para de observarnos y a mí me excitaría que pudiera ver algo más de mi mujer. ¿Quieres?

Mis palabras y mis caricias hacen temblar a Jud. Me encantan sus temblores, y a continuación ella afirma segura:

—Sí, quiero.

La beso. La adoro.

Y, moviendo el taburete donde está sentada, lo coloco de tal forma que aquel pueda ver a mi mujer. Acto seguido, le separo lenta y pausadamente las piernas, que, sin bragas, deben de ofrecerle al tipo una bonita visión.

Excitación… Morbo…

Saber que ese hombre observa la caliente humedad de mi mujer me vuelve loco, tan loco como a Jud, y hablamos, nos comunicamos, y pregunto:

—¿Qué te parecería tener sexo con él?

Ella lo mira, el deseo está instalado en su rostro, y afirma:

—Bien.

El corazón se me acelera.

Imaginar a mi amor abierta de piernas para él mientras yo la ofrezco me pone a cien; entonces mi morenita susurra sonriendo:

—Esta noche yo también quiero jugar contigo.

Eso me hace sonreír. Jugaremos a lo que ella quiera.

—Quiero volver a ver cómo un hombre te hace una felación.

La miro, dudo…, y ella añade mimosa:

—Cariño, tú me has enseñado que no soy menos mujer por jugar con otra mujer. Y tú, Iceman, no eres menos hombre porque juegues con otro hombre. Además, me excito mucho cuando veo cómo te muerdes el labio de placer.

Vale… Lo sé.

Y si accedo a hacerlo es porque ella así lo ha pedido. Igual que a mí me excita verla con una mujer, a ella la excita lo contrario, y le doy el gusto como ella me lo da a mí. Ese es nuestro juego. Solo nuestro.

¡Qué morbosos somos los dos!

Estamos hablando de eso que nos calienta hasta el alma cuando un amigo se acerca a nosotros y nos saluda. Le presento a mi mujer y él nos indica que Björn está en el reservado diez; me doy cuenta de cómo le mira los pechos y cuando se va se lo digo, y al ver mil preguntas en los ojos de Judith comento divertido:

—A Roger le encantan los pechos. Adora chupar pezones.

Segundos después, veo que el hombre que observaba a Jud me echa una mirada y desaparece tras la cortina roja a la que allí llaman cortina del deseo. Sin dudarlo, y siempre con el consentimiento de mi mujer, ambos nos dirigimos allí, y al traspasarla vemos a distintas personas practicando sexo de mil formas y mil posiciones.

Jud los mira. En su rostro noto que sigue sorprendiéndola ver eso, y yo pregunto:

—¿Qué te parece?

Sus ojos curiosos contemplan todo lo que hay a su alrededor, y finalmente responde:

—Que lo pasan bien.

Tras esa cortina cruzamos otra y observamos a la gente de un reservado. Allí está el hombre de la barra junto a una enorme cama donde otros disfrutan y, tras mirarlo, digo dirigiéndome a mi mujer:

—Túmbate en la cama, Jud.

Mi amor obedece mientras otras personas continúan con sus calientes juegos ajenos a nosotros. Me siento junto a mi pequeña y, mirándola, propongo:

—Deseo que te toque para mí, ¿te parece bien?

Ella asiente, vibra por lo sugerido, pero susurra:

—Antes yo quiero otra cosa.

Sé a lo que se refiere.

Sé lo que demanda.

Y, satisfecho de disfrutar por y para ella, asiento, y Jud, mirando al hombre que espera a nuestro lado para jugar, dice:

—Arrodíllate ante él.

Su orden me hace cerrar los ojos. El morbo por lo que va a ocurrir me puede, y jadeo cuando noto sus manos desabrochándome el pantalón.

Sentir el poder de mi mujer sobre mí, sobre mi voluntad y sobre mi cuerpo me acelera el pulso. Ella y solo ella consigue que yo haga las cosas que nunca habría imaginado hacer. Excitado, huelo su perfume, ese perfume que el día que la conocí me inundó por completo y del que nunca se separa; entonces la oigo decir:

—Dale placer.

Abro los ojos y miro a mi dueña y señora mientras noto cómo el desconocido agarra mis pantalones y me los baja junto con el bóxer.

Mi pulso se acelera. Mi respiración se agita, y también percibo que se agita la de ella.

Mientras lo observo, noto cómo su aliento se aproxima a mi cuerpo.

Siento su mirada hambrienta por mi pene.

Y siento a Judith y su excitación.

Segundos después, unas manos que nunca me han tocado acarician mi dura erección. Estoy duro y excitado. Y esas caricias, unidas a la mirada de mi amor, creo que me van a hacer explotar.

Tiemblo. Mi cuerpo tiembla al sentir cómo ese hombre me toca los testículos y me los pellizca con mimo.

¡Joder, qué placer!

Instantáneamente, el agua corre por mi miembro. Lo toma entero. El hombre me lava para él, para Jud, para ellos, y yo se lo permito, se lo permito por mi amor.

Con la respiración entrecortada, la miro y ella sonríe.

Su mirada me aporta tranquilidad y su sonrisa, disfrute. Sin hablar, me dice cuánto le gusta lo que ve, y yo sonrío. Sonrío y me dejo hacer.

Una vez que me ha secado, el hombre lleva mi pene a su boca.

Siento su aliento…

Percibo su excitación, tanto como percibo la mía.

Su lengua chupa la punta de mi erección y yo echo la cabeza hacia atrás, temblando.

Dios…, ¡qué duro me estoy poniendo!

Dejándome hacer, permito que ese tipo me toque, me chupe, me succione, mientras disfruto y me muerdo el labio. Jud sonríe.

Aquel se acelera. No deja un solo milímetro de piel sin mimar, sin acariciar, sin lamer, y cuando sus manos cogen mis caderas y se mete todo mi pene en la boca, suelto un gruñido de satisfacción. Su ávida boca acoge casi todo mi miembro. Sus labios lo aprietan, lo apresan, y vuelvo a temblar.

Una y otra vez, se saca y se mete mi pene en su cálida boca mientras me mueve a su antojo, y pronto soy consciente de que yo me muevo también en busca de profundidad.

El sexo entre hombres es desmedido, es algo nuevo que estoy aprendiendo, y pronto soy consciente de que, igual que a mí me gusta lo que él me hace, a él le gusta que yo me meta en su boca con fuerza.

Jud nos contempla y, abierta de piernas ante nosotros, se masturba. Sigue muy de cerca nuestro juego y, por el modo en que me mira, sé que me pide que no pare, que siga, y lo hago. Claro que lo hago.

Mi respiración se acelera ante lo que el hombre me hace, mientras mi pene crece sobre su lengua unos milímetros más y siento cómo la sangre de mis hinchadas venas fluye, mientras él me masturba con su boca y me chupa con su lengua en movimientos circulares.

Sus manos van a mi trasero. Me lo toca.

No, eso no. Pero soy incapaz de pararlo.

El momento lo pide, y cuando él me da un azote para que me introduzca más adentro en su boca, jadeo…, jadeo de puro placer.

Las manos de aquel me aprietan las cachas del culo, vuelvo a morderme el labio y miro a Jud.

Está excitada, muy excitada por lo que ve.

Acto seguido siento cómo aquel separa mis nalgas y toca mi ano.

Joder…, nunca pensé que me dejaría tocar por un hombre de esta manera, pero no lo detengo. No puedo. Sin embargo, cuando uno de sus dedos comienza algo que de momento no deseo, miro a Jud. En sus ojos observo que quiere que continúe. Quiere que el dedo de aquel entre en mí, pero no, no puedo. Aún no estoy preparado para ello y, tras hacérselo entender con la mirada y ella asentir, paro al hombre y, sin hablar, solo con mirarnos, sabe hasta dónde puede llegar. Él no insiste.

De nuevo vuelve a centrarse en mi erección y yo jadeo excitado. Llevo mi mano derecha hacia su cabeza y, agarrándolo del pelo, lo obligo a que se meta toda mi polla en la boca. Eso le gusta. Lo vuelve loco.

Una y otra vez, nuestros movimientos varoniles se acrecientan, se vuelven más fuertes, severos, eficaces. El placer que esto nos está ocasionando a los tres es infinito, y cuando ya no puedo más, tras un último empellón dentro de la cálida boca de aquel, me dejo ir. Tiemblo y me corro para mi amor, que, complacida, me mira y también llega al clímax.

Tras ese primer combate, que esa noche no había pensado librar, el desconocido nos indica que se va a la ducha y Jud se ocupa de mí y rápidamente me lava con mimo. Sin hablar, me seca y, una vez que acaba, pregunta mirándome:

—¿Todo bien?

Oír eso me hace sonreír. Esa pregunta suelo hacerla yo siempre después de tener sexo, y, después de decir que sí con la cabeza, pregunto:

—¿Excitada?

—Mucho —afirma con una preciosa sonrisa.

Minutos después, el hombre vuelve fresco y limpio. Le pregunto su nombre. Se llama Austin. Entonces, Jud se tumba en la cama y, tras una mirada del extraño, asiento. Allí somos todos jugadores y nos entendemos sin hablar.

A continuación, veo cómo él sube la falda de mi amor mientras yo me abrocho el pantalón y, en cuanto termina de lavarla, pido mirándola excitado:

—Abre las piernas y dale acceso a ti.

Y Jud se lo da. Se lo da al tiempo que observo cómo ese desconocido que antes me ha hecho una felación a mí ahora la masturba a ella y pasea la lengua por su humedad.

¡Placer!

Ver el placer en nuestros juegos, nuestros actos, es maravilloso, y lo disfruto. Lo disfrutamos todos. Minutos después, cuando él se pone un preservativo, veo que se acerca a la boca de mi amor y lo detengo.

—Su boca es solo mía —indico.

Él asiente. De nuevo, no cuestiona nada y, deseoso de sexo, la penetra.

Jud grita gustosa. Yo me vuelvo loco y, con exigencia, digo:

—Mírame.

Mi amor lo hace. Clava sus bonitos ojos en mí y disfruto viendo cómo el placer nubla su mirada a cada embestida que el desconocido le da.

Me gusta ver cómo otro hombre se la folla tanto como a ella le gusta que yo lo vea y, como quiere más, Judith sube las piernas a los hombros de aquel y yo enloquezco.

¡Enloquezco!

Los jadeos, los chillidos, los golpes secos de sus cuerpos me vuelven a poner duro y, necesitado de mi mujer, me agacho y le exijo sus gemidos y su boca. Algo nuestro. Solo nuestro.

Cuando el hombre llega al clímax, sale de mi amor y la lava; mi excitación está en lo más alto. Acto seguido, levanto a Jud, la saco del reservado y, en el pasillo, la cojo entre mis brazos, la acorralo contra la pared, me bajo el pantalón y la penetro.

—¡Sí! —grito descontrolado mientras me hundo en ella una y otra vez, y ella jadea, se agarra a mis hombros y disfruta del momento tanto o más que yo.

Nuestro juego es caliente, abrasador, demoledor, y cuando llegamos al clímax, tras sonreír y besarnos, nos vamos a dar una ducha. La necesitamos.

En nuestro camino nos encontramos con Björn y quedamos con él en la sala de los espejos. La ha reservado.

Con mi preciosa morena cogida de la mano, me dirijo hacia la ducha. Entramos. Allí nos duchamos y, entre mimosos besos, ella me repite que le gusta ver mi cara varonil cuando un hombre me da placer.

Sonrío.

Pero ¿por qué sonrío?

No sé. El caso es que lo hago y no pienso más. Es mejor.

Minutos después, cuando nos estamos besando dentro de un jacuzzi cuyas aguas cambian de color, Björn y Diana entran en la sala. Mi amigo y yo nos miramos y sonreímos. Queremos pasarlo bien.

Los recién llegados se duchan y luego Björn se mete en el jacuzzi con nosotros mientras Diana pone música. Cuando esta comienza a sonar, ella se une al grupo y charlamos animadamente. Las burbujitas mueven nuestros cuerpos y el mío se roza tentadoramente con el de mi mujer.

Una vez más, nos queda claro a todos que a Jud no le va el sado, y no puedo evitar sonreír. Ella siempre me hace sonreír.

Deseosos de disfrutar de nuestros calientes y morbosos juegos, propongo jugar a los amos. Jud me mira, lo piensa unos instantes, pero al final acepta con una sonrisa.

¡Menudo peligro tiene mi morenita!

Diana sale del jacuzzi y yo le ordeno a Jud que salga también. Ella lo hace. Las dos se tumban en la cama y disfruto viendo cómo mi amiga y mi mujer se tocan, se entregan la una a la otra.

Desde donde estamos, Björn y yo disfrutamos del morboso espectáculo que ellas dos nos ofrecen, sin rozarnos, mientras Jud, entregada por completo, tiene un orgasmo tras otro, y una punzadita de resquemor toca mi corazón al ver cómo disfruta con Diana y no conmigo.

En silencio, mi amigo y yo miramos hasta que, deseoso de ser yo ahora quien haga gozar a mi mujer, exijo:

—Jud, ven al jacuzzi.

Acalorada, mi española sonríe, se levanta y, dándose aire con la mano, se acerca a nosotros y se sienta entremedias de los dos.

Con gusto, cojo su mano por debajo del agua. Ella me mira, y por su gesto sé que está bien. Eso me alegra. Estamos unos minutos en silencio mientras la música suena por los altavoces, y sintiendo que necesito seguir con el juego, pido:

—Mastúrbanos.

Sin demora, ella coge mi pene, lo aprieta y me mira con morbo. Después mira a Björn, y por su gesto sé que le acaba de hacer lo mismo que a mí.

La expresión de Jud nos hace saber que le gusta lo que tiene entre las manos, y ya no puedo mirar más. Cierro los ojos y dejo que me haga.

Sus movimientos son rítmicos, contundentes y maravillosos, y yo disfruto. Disfruto una barbaridad mientras mi personita especial, mi amor, juega y participa de nuestras fantasías.

Tras pedirle a Diana que traiga preservativos, Björn le indica que cambie la música y ponga un CD de color azul. Instantes después comienza a sonar la canción Cry Me a River, de Michael Bublé. Veo a Jud y a Björn sonreír, sé por qué lo hacen, y entonces mi amigo susurra:

—Esta cancioncita siempre me recuerda a ti.

Y yo, que necesito que ella me mire a mí y no a mi amigo, atraigo su atención y nos besamos justo en el momento en que Björn rasga el envoltorio de un preservativo que Diana le entrega y se lo coloca.

Disfruto de las atenciones de mi mujer, y ella, tan excitada como yo, y ajena a lo que él hace, se clava en mí sin dudarlo.

¡Joder, qué placer!

Su interior envuelve mi pene con calidez, con deseo, con desesperación, y ambos temblamos.

Su gesto…

Su jadeo…

El modo en que me mira me enloquece y, flameando de placer, murmuro:

—Me vuelves loco, morenita.

Segundos después, mientras Diana nos observa, Björn se acerca a nosotros con su pene erecto. Nuestros ojos se encuentran. Sé que se ha puesto el preservativo y, tras asentir a su silenciosa pregunta, mi amigo murmura en el oído de Jud:

—Tu culito me encanta, preciosa.

Sonrío. Ella sonríe y, tras saber que podemos continuar, con apetito abro las nalgas del precioso culito de mi mujer para ofrecérselo a él. A Björn. Sin necesidad de lubricante, el ano de Jud se acomoda a su intrusión.

¡Increíble!

Observo a mi mujer.

No quiero hacerle daño.

No quiero que nada le desagrade y menos aún que le duela, pero al ver que ella disfruta de esa doble posesión, la agarro por la cintura y, hundiéndome en ella, exijo:

—Así…, cariño…, así… Dime que te gusta.

Mi amor jadea. Veo que el placer que siente es extremo, y finalmente, me mira y balbucea:

—Me gusta…, sí.

Björn y yo nos miramos. Ambos sabemos lo que hacemos y el cuidado que eso requiere, y él, tan excitado como yo, insiste:

—¿Cuánto te gusta?

—Mucho…, mucho… —afirma ella con un tono de absoluto placer.

Sin descanso, pero con cabeza, la hacemos enloquecer, mientras nuestro caliente juego se acelera y nuestros jadeos se oyen altos y claros. No obstante, yo quiero probar algo con ella que aún no hemos probado y, tumbándome un poco más, miro a mi amigo y propongo:

—Doble.

Björn asiente. Si yo estoy seguro, él lo está también y, tras salir del trasero de mi mujer, se cambia el preservativo por otro limpio y, agachándose, introduce el dedo en la vagina ocupada por mí.

Miro a Judith. Está tensa. Esto es nuevo para ella, pero tras recordarle que Diana minutos antes la ha dilatado y que nunca permitiría que nada le hiciera daño, asiente y vuelve a confiar en mí.

Tras introducir dos dedos, Björn se mueve con tiento y, cuando él me indica con un gesto que su pene ya se ha hecho hueco junto al mío, miro a mi mujer y sé que le gusta. Le gusta mucho la doble penetración vaginal.

Nuestros movimientos se avivan, se acrecientan. Jud jadea. Clava las uñas en mis hombros y sé que es de placer, de puro placer, mientras la aprieto contra mí hundiéndome del todo en ella.

Björn y yo nos preocupamos por ella. Necesitamos que nos diga que todo va bien y, hechizada por el momento, ella contesta:

—No…, no paréis, por favor… No paréis… Me gusta…

Oírla decir eso es como música celestial para mis oídos y, olvidándome de todo, desato el deseo que hay en mí, y Björn hace lo mismo.

Gritos, jadeos, gemidos desenfrenados.

Los tres, bajo la atenta mirada de Diana, que bebe de su copa, disfrutamos de ese morboso momento lleno de lujuria a la vez que las burbujitas del jacuzzi mitigan nuestras voces, hasta que finalmente nos dejamos llevar por un demoledor a la par que maravilloso clímax.

Esa madrugada, cuando llegamos a casa, sonrío como un tonto. Mi vida es perfecta desde que Judith está en ella, y mientras saludamos encantados a Susto y a Calamar, soy consciente de que, si alguna vez me dejara, lo único que querría es morir.

De la mano caminamos hasta la puerta de nuestra casa y, antes de entrar, mi amor, que parece leer mi pensamiento, me besa y me dice entre otras cosas que me quiere.

Decirle «Te quiero» me parece poco en este momento. Es tanto lo que siento por ella que soy incapaz de expresarme y, sonriendo, susurro sobre su boca:

—Ahora y siempre.

Jud sonríe. Sabe lo que esas palabras significan para nosotros, y nos besamos.

Un beso lleva a otro…

Una risa a una sonrisa…

Y, cuando entramos en la casa y veo luz en la cocina, me extraño.

¿Quién puede estar allí?

Pero al entrar y ver a Graciela y a Dexter, en bata, besándose, ella sentada sobre las piernas de él, Jud y yo nos miramos divertidos. Sin embargo, cuando le voy a proponer que desaparezcamos con el mismo sigilo con que hemos aparecido, ella niega con la cabeza y la oigo decir:

—Ejem… Ejem…

Bloqueado, la miro. Pero ¿qué hace?

Graciela y Dexter, pillados, nos miran, y mi morenita suelta con su desparpajo:

—¿Qué hacéis todavía despiertos a estas horas?

Con la mirada le pido disculpas a Dexter. ¡Joder con mi mujer! Y Graciela, que tiene el mismo gesto guasón que Judith, responde sin moverse:

—Teníamos sed y hemos decidido tomar algo fresquito.

Finalmente, los cuatro terminamos riendo, y más al ver la botellita de pegatinas rosa que se han tomado. Está claro que el Moët Chandon rosado es un triunfador.