19

Pasan un par de días más y, aunque estoy algo mejor, sigo hecho papilla.

La herida que tengo en el labio me joroba una barbaridad. Está visto que el tiempo no perdona y que, con la edad, uno se recobra de las lesiones con menos facilidad.

Si esto me hubiera pasado con veinte años, me habría recuperado rápidamente, pero está claro que, con treinta y muchos, he de tomármelo con tranquilidad.

He de tener paciencia y pensar, porque, una vez que salga del hospital, he de resolver bastantes problemas nada agradables.

¡Joder, qué mierda!

Estoy pensando en ello con los ojos entornados cuando de pronto oigo que la puerta de la habitación se abre y, sin abrirlos, la veo. Ella está ahí. Judith acaba de entrar.

Sin moverme, y a través de mis pestañas, observo su cara de susto. Está pálida, mucho, y juraría que ha perdido peso. Pero no me muevo. Solo observo su cara asustada y, cuando se acerca a mí lo suficiente, siseo de malos modos:

—¿Qué haces aquí?

Ella, espantada, da un salto. Sin duda mi aspecto y mis ojos ensangrentados la impresionan y no responde, por lo que levanto la voz y, aun imaginando quién la ha avisado, insisto:

—¿Quién te ha avisado? ¿Qué narices haces aquí? —Y, furioso, grito—: ¡Fuera! ¡He dicho que te vayas de aquí!

Con un gesto que nunca he visto en ella, me mira y, dando media vuelta, sale de la habitación, mientras que yo apenas si puedo respirar.

Estoy agitado por lo ocurrido cuando la puerta de la habitación se abre de nuevo con ímpetu y frente a mí aparece Björn, el muy cabrón, que, mirándome, pregunta:

—Pero ¿qué te ha ocurrido?

—El que faltaba… —me mofo con acidez.

Él, lejos de achantarse, se acerca a mí. Sin duda tiene valor, y replica:

—¿Cómo que el que faltaba?

Lo miro. Agarro las sábanas o juro que me tiraré sobre él y le partiré la cara, pero él insiste con descaro:

—¿Qué coño estás pensando?

Dios…, me levanto y lo mato, juro que lo mato, y él, con su habitual chulería, suelta:

—¡Eres un gilipollas! ¿Lo sabías?

La rabia me puede.

Quiero levantarme, pero las fuerzas me fallan. Él y solo él me ha arrebatado el amor de la mujer a la que adoro con todo mi ser, y siseo:

—Maldito hijo de puta. Nunca habría esperado esto de ti.

Björn asiente impasible. ¡Será chulo el tío!

Sabe de lo que hablo, y, dando un paso hacia mí, susurra:

—Solo un imbécil como tú le da credibilidad a Laila.

—¡Márchate!

Pero no se mueve. Me mira e insiste:

—Eres un burro.

—Björn…

—Un pedazo de burro. Y, claro, es más fácil creerla a ella que pensar que Judith y yo te somos leales, ¿verdad?

Se la parto. Al final le partiré la cara y, levantando la voz, comienzo a gritarle.

Björn, sorprendiéndome, no se achanta. Se encara a mí. Me dice que nada de lo que pienso e imagino es verdad y me amenaza con partirme la pierna que no tengo enyesada.

¡Será cabrón!

Las enfermeras, asustadas por el jaleo que estamos montando, entran en la habitación. Intentan calmarnos, pero ni él ni yo las escuchamos. Solo discutimos y discutimos, hasta que Björn sisea:

—Mira, imbécil. Judith te quiere, te adora, te ama. Ella y yo solo somos amigos. Pero, sinceramente, tal y como te estás comportando, ojalá dejara de quererte. No te la mereces. Un gilipollas como tú no se merece a una mujer buena como ella.

—Y tú sí, ¿verdad?

Su gesto es serio, tanto como el mío, y replica:

—¿Sabes, Eric? Como diría Judith, ¡vete a la mierda!

Y, sin más, dejándome con la palabra en la boca, da media vuelta y se marcha, mientras yo me como toda mi frustración y mi mala leche dando golpes a la cama.


El resto del día lo paso mal. Muy mal.

He visto a Jud y no tenía buen aspecto. Estaba demacrada, muy pálida, y, aunque no he de apiadarme de ella, espero que esté de regreso a Alemania y se reponga.

Llamo a Amanda. Le digo de todo, y más cuando me confirma que ella ha avisado a Judith y que lo volvería a hacer por mucho que yo me enfadara. Eso me enerva. Me cabrea más y le cuelgo antes de seguir diciendo burradas.

La noche se me hace interminable. No puedo dormir. Tengo a Judith en mi mente y soy incapaz de apartarla de ahí.

¿Habrá llegado a casa?

¿Estará en nuestra cama o, por el contrario, estará en la de Björn?

El dolor físico es lo que menos me importa. Me importa más el dolor que siento en mi corazón, y estoy confuso, terriblemente confuso.


A la mañana siguiente, tras pasar el doctor y decirme que todo va viento en popa a pesar de lo despacio que me recupero, cuando estoy tumbado, la puerta se abre y de nuevo aparece Judith.

La boca se me seca. No la esperaba.

Pero ¿no ha vuelto a Alemania?

Con dureza, la miro y la noto más pálida que ayer. No está bien, pero, con gesto huraño, a pesar de que el corazón se me desbarata al verla, siseo:

—Vete de aquí, por el amor de Dios.

Esta vez, ella no me hace caso como el día anterior. Entra hasta donde estoy y, acercándose a mí, susurra:

—Dime al menos que estás bien.

Furioso, me niego a mirarla, aunque le hago saber que estaba bien hasta que ella ha aparecido. Cuando la furia vuelve a apoderarse de mí, le grito que se vaya con su amante y no vuelva a aparecer en mi vida.

Judith me mira. Está desconcertada y se lleva la mano a un pañuelo que tiene alrededor del cuello. No sabe qué decirme, pero entonces la puerta de la habitación se abre de par en par y aparece el jodido casanova de Björn.

¡Joder, otra vez!

Nos miramos. Su cabreo es de los grandes, pero no me importa. Aquí el cabreado, molesto y cornudo soy yo. Solo yo.

Grito como un animal. Los echo de mi lado. No los quiero ver, pero entonces Björn suelta:

—¿Cómo eres tan capullo? ¿Cómo puedes pensar algo así de Jud y de mí?

Sus palabras me paralizan.

¿En serio tiene tan poca vergüenza?

¿En serio este cabrón es capaz de negarme lo evidente?

Enseguida nos enzarzamos en una terrible discusión de machirulos, como diría Judith, hasta que ella de pronto corre hacia el baño con la mano en la boca. ¿Qué le ocurre?

Björn y yo nos miramos. Estoy por ir tras ella, pero no, no lo hago. No he de apiadarme de quien me ha decepcionado, y él, al ver que no me muevo, tras menear la cabeza con desaprobación, va tras ella. No sé si alegrarme por esa acción o no.

Minutos después, cuando salen los dos del baño, miro a Judith. Cada vez está más pálida. Su tez morena y española está blanquecina, pero no digo nada. Me niego. No voy a preocuparme por ella nunca más en la vida, y oigo cómo Björn la anima a que se siente en una silla.

En cuanto lo hace, él vuelve a encararse a mí y nos decimos de todo, absolutamente de todo, y le hablo de las pruebas que tengo.

Nos llamamos cosas horribles. Nos echamos cosas en cara que no tienen sentido, y al final una enfermera entra asustada en la habitación para ver qué ocurre y el donjuán de Björn, para evitar que los echen como yo estoy pidiendo, le sonríe y se la camela sacándola al pasillo.

¡Qué embaucador es el tío!

Al quedar Jud y yo a solas, la miro con dureza. Estoy terriblemente decepcionado con ella, pero esta, lejos de achantarse, con su chulería española, me amenaza con llamar a mi madre y a mi hermana.

Me entran los siete males.

Si algo necesito es tranquilidad. Y tenerlas a todas allí puede ser de todo menos tranquilo.

De malos modos, le pido que se marche. Ella se niega.

Nos miramos. Nos provocamos.

Somos especialistas en sacarnos de nuestras casillas tan solo con mirarnos, y lo hacemos, no nos cortamos.

Los dos queremos quedar por encima como el aceite y, sin duda, luchar contra ella, contra la mujer que consigue que mi corazón se resienta y se desboque como un caballo, es complicado, pero he de hacerlo. Me ha hecho daño.

Estamos mirándonos cuando Björn entra en la habitación y me exige:

—Vamos, colega, me muero por ver esas pruebas. Enséñamelas.

De malos modos, le indico que me acerque mi portátil. Sin dudarlo, él lo hace y, cuando me lo da, les advierto que una vez vistas las imágenes quiero que desaparezcan de mi vista para siempre.

Jud y Björn se miran, pero no dicen nada.

¿En serio no van a responder?

Viendo que no contestan, por último, y en silencio, abro mi programa de correo, donde tengo lo que tanto dolor me está ocasionando estos días, y, sin dudarlo, se lo pongo.

Y si no es mucho cotilleo, ¿cómo te gustan a ti las mujeres?

Cómo tú. Listas, guapas, sexis, tentadoras, naturales, alocadas, desconcertantes, y me encanta que me sorprendan.

¿Y yo soy todo eso?

Sí, preciosa, ¡lo eres!

Veo cómo ambos se miran sorprendidos.

No dicen nada. Saben que los he cazado, y estoy por preguntarles: «¿Quiénes son los gilipollas ahora?».

Después de ese vídeo, les muestro el otro en el que bailan y se lo pasan de maravilla y termino con las fotos.

Entonces Björn sonríe.

¡¿Cómo?!

Juro por Dios que lo mato y, cuando estoy pensando en ello, una paliducha Judith cierra de un manotazo el portátil y, mirándome con los ojos desorbitados, grita:

—¡Serás gilipollas!

Joderrrrrrrrrrr…

En su impulso me ha hecho polvo la pierna enyesada. Cierro los ojos, cuento hasta diez para no soltar por la boca lo primero que se me viene a la cabeza, y susurro:

—No vuelvas a insultarme o…

Pero mi española ya está fuera de sí y me lanza con fuerza su móvil al pecho.

¡Será bruta, el golpe que me ha dado!

Lo que ha visto, en vez de aplacarla, la ha asalvajado y, tras soltar por su malhablada boquita lo primero que se le pasa por la cabeza, me manda a paseo, coge su bolso y sale de la habitación sin mirar atrás.

Me quedo con la vista fija en la puerta boquiabierto.

¿Acaso ella no ha visto lo mismo que yo?

Desconcertado a la par que cabreado, voy a echar a Björn cuando este me mira y pregunta:

—¿En serio?

—¡¿En serio, qué?! —bramo fuera de mí.

Él vuelve a sonreír. Por Dios, me está poniendo cardíaco, e insiste:

—¿Por eso crees que Jud y yo estamos liados a tus espaldas?

No respondo. La rabia, el desconcierto y la furia me pueden; entonces él, caminando a toda prisa hacia la puerta, suelta:

—Eres un gilipollas. Y con todas sus letras.

Björn sale de la habitación e imagino que va tras Judith. Espero que esta vez entiendan que no quiero volver a verlos, pero, sorprendentemente, la puerta se abre de un golpe y Jud, en su versión más chula, española y enfadada, entra de nuevo y comienza a gritarme.

Pero ¿estamos locos o qué?

Me insulta fuera de sí e, incluso con toda su mala leche, planta su bolso en mi pierna enyesada y, cuando me ve quejarme, dice con sorna:

—Te jodes.

¡La madre que la trajo!

Joder…, joder…

Esto es surrealista. Me engaña, me traiciona, y encima tengo que soportar que me trate así.

Entra de nuevo Björn en la habitación. ¡El otro!

Me pongo burro. Lo sé, no tengo término medio.

Pero, por muy burro que me pongo, él no se deja intimidar. Me habla del día en que fueron tomadas esas fotos y de la grabación. Me indica que Foski lo acompañaba en el Guantanamera y que Laila se encargó de que ella no apareciera.

Eso me da igual. Conozco a Björn, y no sería la primera vez que va con una mujer a un local y se marcha con otra.

Pero ¿este tío es tonto?

No hablo. Jud tampoco, pero se rasca el cuello por encima del pañuelo que lleva. No la paro. Que se lo destroce si quiere.

Y Björn habla de nuestra amistad y de que siempre hemos confiado el uno en el otro al cien por cien. Me dice cosas que tocan mi corazón de una manera que no puedo explicar, y de pronto soy consciente de que quizá pueda estar equivocado, pero no contesto. No puedo.

—Nuestra amistad es especial y yo solo he tocado a tu mujer cuando tú lo has permitido —insiste con rotundidad—. ¿Cuándo te he fallado en algo así? ¿Cuándo me has reprochado o yo te he reprochado un juego sucio? Si antes, cuando no estabas casado, siempre te respeté, ¿por qué no lo iba a hacer ahora? ¿Acaso lo que diga una estúpida como Laila cuenta más que lo que decimos Jud o yo?

No respondo. La versión de Laila se tambalea cada vez más; a continuación, Björn añade:

—Eres lo suficientemente inteligente como para pensar y darte cuenta de quién te quiere y quién no. Si decides que Jud y yo mentimos, vas a salir perdiendo, amigo, porque si alguien te quiere y te respeta en este mundo somos ella y yo. Y, para que este entuerto se aclare, quiero que sepas que Norbert va a traer a Laila al hospital.

Parpadeo sorprendido. ¿Qué hace Norbert en Londres?

—Llegará hecha una furia —añade Björn—, pero quiero que delante de Jud, de ti y de mí aclare esto de una vez por todas.

Sus palabras vuelven a hacer que me quede sin saber qué decir, y cuando él se marcha dejándonos a solas, con paciencia y un talante más tranquilo, la que es mi mujer insiste en su inocencia y en la de Björn y me cuenta algo que me sorprende.

En silencio, escucho cómo me dice que, mientras yo sufría por la muerte de Hannah, Laila se acostaba con Leonard, la pareja de mi hermana. Me quedo bloqueado, y más cuando añade que Björn los pilló y que Laila, lejos de achantarse, lo culpó a él delante de Simona y de Norbert de haber intentado propasarse con ella, algo que, gracias a las cámaras que había en el sitio, pudo demostrarse que era mentira.

De inmediato entiendo el porqué de la incomodidad de Björn, Simona y Judith con la joven. Ahora todo comienza a cuadrarme. Y maldigo cuando Jud me dice que ninguno me contó nada en su momento para no disgustarme. Bastante tenía yo con la muerte de mi hermana.

Según termina de decir eso aparece un ceñudo Norbert, que ha viajado desde Múnich avisado por ellos, junto a Laila, y entonces Judith, ni corta ni perezosa, le suelta a aquella un bofetón que nos deja a todos sin palabras.

¡Joder con el carácter español!

Durante varios minutos Laila intenta defenderse de algo que cae por su propio peso, y más cuando Björn rebate sus argumentos. El tío, como abogado, no tiene precio, y una vez más me lo demuestra. Al final, cuando queda claro el sucio juego de Laila, Norbert, muy enfadado, se lleva a su sobrina. Es lo mejor.

A continuación, Björn me mira haciéndome saber lo molesto que está con la situación y sale del cuarto. Yo no me muevo, y Judith da un paso adelante. Va a abrazarme, pero, incomprensiblemente, no se lo permito. Ella se detiene, me mira y no vuelve a intentarlo.

Estoy raro, desconcertado, y entonces Judith habla.

Escucho en silencio cuánto me necesita y, tras recordarme que lleva en su cuerpo tatuada la frase «Pídeme lo que quieras» y un anillo en el dedo que dice «Pídeme lo que quieras ahora y siempre», me mira a los ojos, me suelta un ultimátum: «Pídeme lo que quieras o déjame».

Deposita en mi mano la decisión de continuar con nuestra relación o no y, al ver que no digo nada, coge su bolso y, pálida como ha llegado, se marcha de la habitación dejándome del todo descuadrado.

Miro la puerta en silencio.

¿Por qué no he reaccionado?

¿Por qué, tras descubrir el engaño de Laila, sigo siendo frío con ella y con mi amigo?

Está más que claro que me he dejado engañar como un tonto y que nada era lo que Laila me contó. Con todo lo listo que me creo, ella supo jugar conmigo, y yo, como un auténtico imbécil, por no decir gilipollas, caí en su trampa, desconfiando de las dos personas más leales de mi vida: mi amigo y mi mujer.

He de reaccionar, ¡tengo que reaccionar!

Me falta el aire. De pronto, no puedo respirar.

Soy un idiota, Judith se ha marchado y yo necesito que vuelva. Que vuelva junto a mí.

Rápidamente, cojo mi teléfono y, con dedos temblorosos, marco su número. No puede andar muy lejos, acaba de marcharse. Pero el mundo se me viene encima cuando oigo cómo suena su teléfono. Lo tengo junto a mí, puesto que ella me lo ha tirado enfadada hace unos minutos.

Olvidándome del dolor, de la prudencia y de las advertencias de los doctores, como puedo, me arranco los sueros y, con la pierna enyesada, me levanto.

Joder…, ¡me mareo!

Miro hacia la puerta. Está a unos diez pasos, pero eso ahora es un mundo para mí. Aun así, he de ir. Tengo que encontrarla. Tengo que alcanzarlos a los dos e intentar solucionar el embrollo que he montado. Y, sin importarme lo que me pase ni que lleve el culo al aire por culpa del jodido camisón del hospital, me arrastro y a duras penas llego hasta la puerta.

Maldita sea, ¡qué débil estoy!

Una vez que abro la puerta y salgo al pasillo, mi desconcierto se vuelve tortura. Ella no está aquí, ¡se ha ido!, e, ignorando el daño que puedo hacerme en la pierna, voy renqueando hasta el ascensor. Lo llamo y espero con impaciencia.

Vamos…, ¡vamos, joder!

Tengo que bajar antes de que ellos se marchen. No puedo perderlos. No. Me niego.

En cuanto llega el ascensor, me meto en él, y la gente que hay dentro me mira boquiabierta. Mi aspecto es deplorable y voy enseñando el culo, pero, sin pensar en ello, en el ridículo que estoy haciendo, llego a la planta cero.

Cuando se abren las puertas, arrastrando la pierna, que me duele horrores, llego al vestíbulo. Pero no los localizo. No la localizo. ¿Dónde está?

—¡Por el amor de Dios, señor Zimmerman! ¿Qué está haciendo? —oigo que grita una enfermera.

De inmediato, ella y otra llegan hasta mí para ayudarme, pero yo no necesito ayuda. Yo solo necesito a Jud y a mi amigo, y discuto con ellas. Quiero que me suelten. No quiero regresar a mi habitación.

Pero se niegan. No me dejan hablar, y les chillo como un poseso hasta que de pronto, a escasos diez metros de mí, veo a Judith hablando con Björn y grito su nombre:

—¡Jud…, espera…, Jud…!

Ella se para. Mira hacia atrás.

¡Sí!

Björn, al verme, sonríe.

¡Qué cabrón!

Pero las enfermeras, las muy pesaditas, no me sueltan y se empeñan en devolverme a la habitación.

¡Joder…, que me dejen ya!

Sin darme por vencido, consigo quitarme a las malditas enfermeras de encima y, arrastrando la pierna, que me duele horrores, me acerco como puedo hasta la dueña de mi corazón y, enseñándole su móvil, susurro casi sin aire:

—Te he llamado, cariño. Te he llamado al móvil para que regresaras, pero te lo has dejado en la habitación.

Jud no se mueve. No sonríe. Pero la conozco y sé que lo hará de un momento a otro. Aun así, me acerco más a ella y suplico, viendo que toca el pañuelo que tiene alrededor de su cuello:

—Lo siento, pequeña… Lo siento.

Sigue sin moverse. Tampoco sonríe, y comienzo a asustarme.

¿Y si por mi culpa ahora no me perdona?

¿Y si…? E, incapaz de callar, reconozco:

—Soy un gilipollas.

—Lo eres, colega, lo eres —oigo que dice Björn con una sonrisa.

Sin tiempo que perder, le tiendo la mano a mi amigo, a mi mejor amigo, y él, sin dudarlo, me la acepta y me abraza. Una parte de mí se siente reconfortada. Le pido perdón, y él responde con cierto retintín:

—Estás perdonado, gilipollas.

Lo soy. El más grande del mundo mundial. Lo asumo, lo acepto, y mi amigo y yo sonreímos.

Las enfermeras vuelven al ataque, se preocupan por mí, pero yo solo tengo ojos para mi niña, para mi pequeña, para mi mujer. Jud sigue sin reaccionar y, asustado, le vuelvo a declarar mi amor. Necesito que lo recuerde, que no lo olvide, y la primera palabra que me dedica es gilipollas.

Bien…, ¡creo que voy por buen camino!

Pero sigue sin reaccionar. Solo me mira, y entonces, recordando el tono de llamada que tiene en su móvil para cuando yo la llamo, lo busco y, en cuanto comienza a sonar la canción Si nos dejan, el gesto paliducho de Jud cambia.

—Te prometí que te iba a cuidar toda la vida —susurro—, y eso pienso hacer.

Las enfermeras se quedan quietas. Por fin entienden lo importante que es para mí lo que estoy haciendo y, cuando finalmente mi bonita mujer reacciona y me lee la cartilla, sonrío. Ella también sonríe y por fin me abraza.

¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Esa es la medicina que yo necesito. A ella. A mi mujer.

Todos a nuestro alrededor aplauden, incluidas las enfermeras, hasta que Björn, con guasa, se pone detrás de mí y cuchichea:

—Colega, tira para la habitación y deja de enseñar el trasero.

Sonrío. Jud llora. Intuyo que la tensión del momento le puede y, apretándola contra mí, le pido que no llore y entonces sonríe. Lo vuelve a hacer. Llora y ríe a la vez. Es fantástica.


Diez minutos después, ya en la habitación, las enfermeras vuelven a ponerme los sueros que me he arrancado. Me echan la bronca, pero nada me importa. A mi lado están Jud y Björn, y eso bien vale todo lo que quieran decirme.

Poco después, mi amigo se marcha a la cafetería a por algo de comer para Jud y para él, y mi amor y yo hablamos. Por fin nos comunicamos, y le pido disculpas mil veces y de mil maneras por mi absurdo comportamiento, y al mismo tiempo me siento fatal por su palidez. Soy el culpable.

Hablamos…, hablamos…, hablamos, hasta que ella me dice que tiene algo que contarme.

Oh…, oh…, miedito me da ver su extraño gesto.

—No me asustes —murmuro con la boca seca.

—No te asusto. —Sonríe divertida tocándose el pañuelo del cuello.

Tras varios mimos y maravillosos besos, se levanta de la cama y coge su bolso. Después se quita el pañuelo que lleva al cuello y maldigo al ver cómo lo tiene de ronchones en carne viva.

Por Dios, ¡nunca lo ha tenido así!

Alarmado, me incorporo y pregunto:

—Pero, cariño, ¿qué te ha ocurrido?

Me mira. Es absurdo lo que acabo de preguntar, y ella responde:

—Los ronchones y los nervios han podido conmigo.

Me siento mal.

Soy el culpable de que ella se encuentre en ese estado. Sé lo que le ocurre cuando se pone nerviosa, y yo lo he permitido. Soy un bruto. Un burro.

Acto seguido, me entrega un abultado sobre que saca de su bolso e, ignorando sus ronchones, y con una sonrisa, dice:

—Ábrelo.

Sin entender qué es, y preocupado por los ronchones de su cuello, hago lo que me pide y, ¡zas!, del sobre cae algo encima de la cama que enseguida identifico…

¡¿Qué?! ¡¿Cómo?!

Esto… esto…, ¡¿son pruebas de embarazo?!

Bloqueado, parpadeo.

Creo… creo que me estoy mareando.

Y entonces, sin darme tiempo a nada, ella saca una especie de foto y, enseñándomela, suelta:

—Felicidades, señor Zimmerman, vas a ser papá.

¡¿Qué?!

Definitivamente, me estoy mareando.

No sé qué decir.

Siento que me falta el aire.

Padre… ¿Voy a ser padre?

Y mi morenita, acelerada como el día que regresé con Susto a casa, añade sin darme tiempo a procesar toda la información:

—Eso sí, prepárate, porque yo, desde que sé que Medusa está dent…

—¡¿Medusa?! —pregunto al borde de infarto.

¿Llama Medusa a nuestro bebé?

Joder… Joder… Joder… ¡Que voy a ser padre!

Yo, ¡Eric Zimmerman!

Joder, ¡qué calor!

Necesito levantarme. Jud me para. Nos miramos. Ahora entiendo su palidez.

Uf, ¡qué mal me siento! Y yo liando el pollo que he liado.

Pero su sonrisa, su bonita sonrisa, me hace saber que todo está bien. Que ella está feliz por la noticia y, loco de amor, la abrazo. La abrazo de tal manera que estoy a punto de asfixiarla.

Padre…, ¡voy a ser padre con mi pequeña!

En cuanto la suelto, la beso y la abrazo de nuevo, estoy loco, loco de contento, y como un idiota pregunto necesitando asegurarme:

—¿Vamos a tener un bebé?

Jud asiente.

¡Madre mía, que es verdad!

Bromeamos sobre si será morenita o rubito, y ella me cuenta cómo se siente. Y, por lo que me dice, ¡fatal!, con mucha fatiguita.

Pero estoy feliz…, muy feliz.

Nunca pensé que podría ser más feliz, pero ¡voy a ser padre!

Cuando la puerta se abre y aparece Björn con unos bocadillos, pletórico de felicidad, miro a mi buen amigo y le pregunto:

—¿Quieres ser el padrino de mi Medusa?

Ahora el sorprendido es Björn.

No entiende de qué hablo.

¿En serio Judith no le ha dicho nada?

Y, cuando soy consciente de que ella ha guardado el secreto para que yo sea el primero en enterarme, me siento especial. Tremendamente especial.

Björn sonríe, aplaude. Está feliz por nosotros. Y, cuando me abraza y nos da la enhorabuena, me siento el hombre más feliz de la Tierra, además del más gilipollas.