61

El viernes, mis hijos y los de Björn se quedan en nuestra casa con Norbert, Simona, Pipa y Bea.

Será un fin de semana colosal. Lo que Judith y yo necesitamos, pues sin duda habrá morbo y fantasía y también momentos únicamente nuestros de soledad y amor.

Estamos emocionados.

Estamos felices.

Y cuando llegamos al hotel donde pasaremos el fin de semana, nada más entrar en la habitación, lo primero que digo es:

—Desnúdate.

Jud sonríe, me incita, y, mientras lo hace, dice mirándome a los ojos:

—No hay nada más sexi que un hombre que sabe cuándo ser vulgar y cuándo ser caballero. Ese eres tú, Eric Zimmerman.

Sonrío. Sonrío como un tonto.

Sin prisa pero sin pausa, nos hacemos el amor, mientras sentimos que, con cada gemido, con cada posesión, volvemos a ser los que éramos, y nos encanta.

Al día siguiente, tras una noche plagada de sexo entre nosotros, los cuatro paseamos como dos parejas felices y enamoradas por Oberammergau, un precioso pueblecito que parece sacado de uno de los cuentos que les leo yo a mis hijos y que se caracteriza por los frescos pintados a mano en sus casas.

Curiosos, disfrutamos de las pinturas y hacemos fotos a la casa de Hansel y Gretel y a la de Caperucita Roja. Después de comer en un bonito restaurante, donde Judith se zampa un superhelado que le encanta, decidimos acercarnos al palacete donde esa noche Alfred y Maggie organizarán la fiesta temática. Esta vez, romana.

Nuestros amigos, al vernos, nos reciben encantados, mientras los operarios terminan de dar los últimos retoques a la decoración. Tras saludarnos, nos invitan a recorrer las estancias y los cuatro, con curiosidad, los seguimos. Cuando pasamos por la llamada mazmorra, vemos que, entre otras cosas, está llena de grilletes y jaulas, y mi pequeña murmura divertida:

—Aquí no entro yo ni loca.

Sonrío. Sin duda, si se pierde, nunca la encontraré allí.

De vuelta en el hotel, los cuatro nos montamos nuestra fiestecita privada, en la que no falta el morbo mientras nos entregamos al máximo placer.


Esa noche, cuando regresamos a la casa donde se celebra la fiesta, ellas vestidas de romanas y nosotros de gladiadores, reímos al tener que dejar el coche aparcado para acceder en una cuadriga.

Cuando entramos en el palacete y colocamos nuestra ropa de abrigo junto con los móviles en el ropero, aquello parece la antigua Roma. La ambientación la ha llevado a cabo el equipo de la película Gladiator y es espectacular. Está visto que Maggie y Alfred lo hacen todo a lo grande.

Complacido de llevar a mi pequeña de la mano, saludamos a conocidos y bebemos algo, y entonces oigo:

—Pero qué alegría volver a veros aquí.

Esa voz…

Levanto la mirada y, sorprendentemente, me encuentro con Ginebra y Félix. Pero ¿no habían regresado a Chicago?

El gesto de Jud cambia. Le joroba verlos allí. Si nunca se fio de ellos, tras haber estado con Frida ahora se fía menos. Y, sujetando a mi mujer, a la que no le veo buenas intenciones, oigo a Alfred que dice:

—Eric, no sé si conoces a mi buen amigo Félix.

Increíble.

Nunca imaginé que esos dos pudieran ser amigos, pero, disimulando la sorpresa, afirmo:

—Sí. Lo conozco a él y también a su mujer, Ginebra.

La aludida me sonríe y, por no ser desagradable, sonrío yo también, aunque con la mirada le indico que guarde las distancias. No quiero que se acerque a mí ni a mi pequeña.

La fiesta continúa y, una vez que a los ciento treinta invitados se nos ha informado de las normas del evento, entramos en un enorme comedor donde nos sirven vino y, justo después, platos que, al parecer, se comían en la antigua Roma.

Jud, que es muy curiosa, lo prueba todo. Me río ante sus comentarios y, cuando veo que repite varias veces de cierto vino de dátiles, murmuro divertido:

—No bebas mucho que, cuando regresemos al hotel, tengo encargada para ti una botellita de pegatinas rosa.

Según digo eso, mi morena se ríe y me guiña el ojo. Y, tras cuchichearme que para esa botellita siempre tiene hueco, el que sonríe como un bobo soy yo.

Tan pronto como termina el opíparo banquete, Alfred, que está satisfecho por el modo en que se está desarrollando el evento, se levanta e indica a todos los presentes que ahora comenzará un espectáculo que lleva por nombre «el postre común». Nos explica en lo que consistirá. Björn y yo nos miramos. Está claro que ese postre incita a un morbo algo salvaje, y nuestras chicas piensan como nosotros. Pasamos de participar.

Sin embargo, como era de esperar, veo a Ginebra presentarse como voluntaria junto a varias mujeres más y algunos hombres.

El postre común da comienzo y los invitados disfrutan del espectáculo. Atados a unas mesas, los ofrecidos son el postre de todo el que quiera participar. Al ver el caníbal juego de Ginebra y su marido con otros, Jud, que no se separa de mí, cuchichea:

—Si Ginebra está tan enferma, ¿por qué hace eso?

Para mi gusto, su juego es desagradable. Nada de lo que hacen me provoca excitación y, seguro de lo que digo, respondo:

—Porque es lo que le gusta, cariño, y Félix no le dice que no a nada.

Durante un rato, el juego del postre continúa, mientras nosotros charlamos sin levantarnos de nuestros asientos. Nos olvidamos de lo que sucede a nuestro alrededor y nos dedicamos a divertirnos entre nosotros, simplemente hablando.

Más tarde, cuando Maggie indica que la cena ha terminado y nos anima a pasar una excelente noche y a no olvidar las normas, salimos del comedor y nos sentamos en una sala, sobre unos almohadones que hay dispuestos en el suelo. Al cabo de un rato, la impaciencia me puede y, recordando algo que he visto por la tarde cuando visitábamos la casa, miro a mi mujer, que ríe divertida, y le murmuro al oído:

—¿Qué te parece si tú y yo nos vamos a uno de esos columpios de cuero? Creo que las últimas veces que lo probamos nos gustó.

Judith sonríe, le apetece mi plan, y, encantada, afirma:

—Mucho.

De la mano, nos levantamos y, tras despedirnos de nuestros amigos, nos dirigimos hacia el lugar donde están los columpios. En el camino, Ginebra nos observa, lo veo con el rabillo del ojo, pero, sin prestarle atención, sigo caminando con mi mujer. Ella es la única que deseo.

Pero, al llegar a donde están los columpios, vemos que están todos cogidos. La gente juega, disfruta y se deja llevar por sus fantasías, y en ese momento mi pequeña pregunta:

—¿No había otro columpio en la habitación negra del espejo?

Asiento, recuerdo haberlo visto, y nos dirigimos hacia allí. Por suerte, este está libre.

¡Bien!

Encantados, nos besamos, nos calentamos y, cuando mis ojos descubren que Josef nos mira tras apartar la cortina, nos entendemos. Judith lo ve. Nos comunicamos con la mirada y, después de que mi pequeña asienta, indico:

—Cariño, te presento a Josef.

Jud sonríe, y, deseoso de comenzar el juego, pido:

—Josef, cierra la cortina. —Cuando él lo hace, murmuro en el oído de mi ya caliente mujer mientras mi disfraz cae al suelo—: Te voy a quitar el vestido, ¿puedo?

Su sonrisa lo dice todo y, gustoso, quito el pasador que sujeta la tela del vestido y este cae a sus pies. Judith queda entonces desnuda, a excepción de las sandalias de tacón, para mí. Para los dos.

Mi pequeña se excita. Le gusta que la miremos, que la devoremos, y, tras colocarla sobre el columpio, abrirle las piernas y sujetarle los muslos y los tobillos con las correas, la balanceo y pregunto:

—¿Qué le apetece a mi preciosa morenita?

En cuanto responde lo que yo ya sabía que diría, la beso. La beso a nuestro modo, a nuestra manera, y un delicioso calor se apodera de nosotros y hace que nos calentemos más y más.

—Abre los ojos y mírame, cariño…, mírame.

Según los abre, guío mi dura erección al centro de su deseo y, con lentitud, a diferencia de otras veces, me introduzco en ella.

¡Qué placer!

Mientras yo siento cómo me fundo dentro de mi mujer y ambos jadeamos, el columpio se balancea dándonos gusto, morbo, delicia… Y entonces, cogiendo las cintas que hay sobre su cabeza, la inmovilizo y exijo:

—Eso es, pequeña…, sujétate a las cintas y ábrete para mí.

Jud lo hace, y a continuación siento cómo su vagina ciñe más aún mi erección.

Vibro. Tiemblo. Y, necesitando hundirme en ella del todo, me muevo cada segundo más rápido, más profundo.

Su gesto cargado de delicia, de placer, de gusto, me vuelve loco; entretanto Josef nos observa erecto y se desnuda deseoso de entrar en el juego que yo disfruto con mi mujer.

Jud está suspendida en el aire, y yo la atraigo una y otra vez hacia mí. Ambos jadeamos y nos dejamos llevar por el momento, mientras soy consciente de que Josef se coloca un preservativo.

Placer…, locura…, morbo… Y cuando siento que Jud clava los dedos y los dientes en mí, enloquecido por lo que me hace sentir, murmuro:

—Toda mía. Mía y solo mía, incluso cuando Josef te folle para mí.

Ella grita. Lo que oye le gusta. La excita comprobar que he pasado de ser un caballero a un hombre vulgar, y se vuelve loca. Muy loca. Satisfecho con su ardiente entrega, sigo diciéndole cosas calientes y morbosas, hasta que mi cuerpo no puede más y me corro. Me corro en su interior de puro placer.

Agotado pero encantado, beso sus dulces y maravillosos labios y, cuando nuestros ojos se encuentran, murmuro con morbo:

—Josef…

Una vez que salgo de mi mujer, mi amigo la lava y la provoca. Me gusta que la provoquen en momentos así y, poniéndome detrás de ella, muevo el columpio para que podamos vernos en el espejo.

—Estás húmeda, preparada y abierta —musito separándole los muslos.

Y lo está. Está así y mucho más. Y tras mirar a Josef y cruzar unas palabras con él, Jud se ofrece a él y arrastro el columpio hasta dejar la húmeda y caliente vagina de mi mujer a la altura de la boca de mi amigo.

Quiero ver…

Quiero mi dosis de morbo y placer…

Quiero ver y sentir la vagina de mi mujer llena y mojada…

Josef la lame, disfruta abriéndole con los dedos los pliegues de su sexo, mientras yo, hecho un burro, observo y empujo el columpio caliente y tremendamente excitado.

¡Morbo!

Mi pequeña disfruta. Chilla. Jadea. Le gusta sentir cómo dirijo el momento, cómo abro sus piernas y llevo su vagina húmeda hasta la boca de aquel y los incito a que follen.

Beso a mi mujer, me trago sus gemidos sintiéndolos míos, hasta que Josef, con la boca húmeda por los fluidos de mi pequeña, se levanta, se coloca entre los muslos de ella y, mientras yo se los abro desde mi posición, la penetra.

¡Sí!

Mi amor se mueve, se revuelve. El morbo por lo que ocurre, por estar suspendida en ese columpio, la enloquece, y yo, que estoy tras ella, murmuro:

—Así, pequeña, no te retraigas y disfruta de nuestro placer.

Jud me mira con los ojos vidriosos por el goce. Josef, caliente, acelera sus acometidas manejándola a su antojo, y yo observo cómo los pechos de mi mujer se balancean vigorosos por las embestidas.

La beso desde atrás. Deseo vivir, sentir, gozar con ella el momento, y cuando nuestras bocas se separan, al ver su mirada nublada por la excitación a través del espejo, pido curioso:

—Dime lo que sientes.

Josef sigue hundiéndose en ella una y otra vez. Se la folla. Se la folla con gusto, con ganas, mientras el sonido de sus cuerpos al chocar es morboso, increíble, y mi niña murmura:

—Calor…, placer…, morbo…, entrega…

Sus palabras y el modo en que las dice hacen que mi pene vuelva a estar erecto.

Oír su voz, oír el sonido seco del sexo y ver cómo Josef la posee y ella lo disfruta me vuelven loco, tremendamente loco.

Pero entonces, al mirar a través del espejo, creo ver a Ginebra junto a las cortinas negras.

¿Cómo?

¿Qué hace ahí?

Y, cuando vuelvo a mirar para echarla, compruebo que no está. Mi jodida mente me ha jugado una mala pasada.

Vuelvo a centrarme en mi mujer y veo su rostro acalorado mientras sus jadeos suben más y más, hasta que, tras un gruñido de Josef, que se hunde una última vez en ella con desesperación, sé que ha llegado al clímax y, segundos después, llega también Jud.

Según Josef sale de su interior, cojo agua y una toalla. Sé que a Jud le gusta que haga eso con rapidez cuando otro que no soy yo la ha poseído. Y estoy lavándola cuando mi traviesa mujer dice:

—Ahora quiero que te sientes tú en el columpio.

¡¿Yo?!

Eso me hace gracia.

Nunca he estado en esa situación. Siempre han sido las mujeres quienes han estado sentadas en los columpios, no yo. Pero, al ver el gesto de ella, sé que no me escaparé y, después de que le quite las sujeciones y ella se baje, me siento. Si mi pequeña quiere verme ahí, no hay más que hablar.

Una vez instalado en el columpio, sonrío cuando Jud, con agilidad, se apoya en mis muslos y se sube sobre mí. El artilugio se mueve con los dos colgados en él, y me apresuro a sujetarla. No quiero que se caiga, lo último que deseo es que se lastime, y, cuando la tengo sujeta, beso con mimo sus muslos, sus rodillas, su todo. Adoro su olor a sexo.

Instantes después, mi amor flexiona las piernas hasta dejar su maravilloso coñito depilado frente a mi boca. Me tienta, me provoca… Reímos y, por último, lo poseo con la boca y siento cómo se abre para mí. Solo para mí.

Mmm…, es exquisito.

Con gusto, me deleito en esa parte de mi mujer que tan loco me vuelve y jugueteo con su hinchado clítoris. Cada vez que se lo acaricio con la lengua, mi amor se encoge de placer. Le gusta, le encanta, y yo se lo hago una y mil veces más.

Después de un rato, Jud toma el mando de la situación: retira su vagina de mi boca y, mirándome a los ojos, se deja escurrir sobre mí hasta quedar sentados uno frente al otro, suspendidos en el aire.

Sonreímos.

No sé qué pretende hacer, pero murmuro:

—Te quiero, señorita Flores.

Le gustan mis palabras y sonríe de nuevo. De pronto, agarra mi duro pene, que está entre los dos, e, izándose unos milímetros, se lo coloca en su humedad y se lo introduce.

Oh, Dios…, qué gusto.

Estar suspendidos en ese columpio convierte esto en algo tremendamente morboso y especial, nos miramos en el espejo y a ambos nos excita lo que vemos. Nos pone a mil.

De pronto, mi morena hace rotar las caderas, se mueve con contundencia, y yo grito.

¡Joder, qué grito he dado!

Sin poder creer lo que acaba de pasar, la miro y, con intensidad, soy yo el que, apretando los músculos del abdomen, mueve ahora las caderas y ella chilla, chilla como nunca, y, mirándome, musita:

—Te quiero, señor Zimmerman.

Luego vuelve a hacerlo y me hace gritar de nuevo con su certero movimiento de caderas. Cierro los ojos. ¡Joderrrr! Judith hace que me agarre al columpio al tiempo que murmura al sentirse la dueña y señora del momento:

—Ahora mando yo y temblarás de placer.

¡Joder con mi mujer! Cuando se pone, es tremenda.

Mueve la pelvis. Yo grito de nuevo mientras Josef nos observa con gesto ávido. Sin duda quiere probar eso que Jud me hace, pero no. Soy yo quien lo disfruta. Es a mí a quien mi mujer posee. Y soy yo al único que quiero que posea.

Segundos después, agarrada a las cuerdas, siento cómo hace ondular las caderas. Entra y sale de mí a una velocidad que nunca habíamos probado, y jadeo. Mis resoplidos deben de oírse hasta en España, y siento cómo una maravillosa bola llamada deseo crece y crece en mi interior dispuesta a salir.

—Córrete para mí —oigo que dice.

Dios…, ¡me está volviendo loco!

Tiemblo. Cierro los ojos. Disfruto.

Me siento indefenso. Soy un juguete entre sus manos, entre su cuerpo; entonces su boca toma mi barbilla y la chupa con delicadeza, con deseo.

De nuevo, su pelvis se mueve. Jadeo y, cuando la oigo a ella gemir, tomando el control del momento porque estoy a punto de llegar al clímax, de un seco movimiento me introduzco en su interior todo lo que puedo.

¡Joderrrrrrrrrrrrrrr!

Vibramos, temblamos juntos y, cuando creo que nada puede superar lo vivido, Jud comienza a moverse más rápido. Entonces abro los ojos y veo a Josef moviéndola sobre mí, y ella pregunta con un hilo de voz:

—¿Te gusta así?

No puedo responder.

Sus certeros movimientos, que se encajan una y otra vez en mi caliente pene, son indescriptibles, y, tragándome los jadeos de mi mujer como ella se traga los míos, juntos llegamos al séptimo cielo abrazados sobre el columpio de cuero.

Agotado.

Estoy agotado cuando, al abrir los ojos, me encuentro con los de Josef. Sé lo que quiere, lo que mira. Y, sin dudarlo, separo las nalgas de mi mujer. Judith me observa. Acepta. Y, sin movernos, Josef le unta lubricante en el ano mientras le introduce un dedo y mi pequeña se mueve gustosa.

Morbo salvaje…

Sentir cómo Josef hace eso en el ano de Jud mientras esta me mira y se mueve deseosa es… es…, uf…, no sé cómo describirlo.

Entonces Josef se coloca en posición, introduce el pene en la abertura que él mismo ha dilatado y Jud se arquea para recibirlo.

El vello de todo el cuerpo se me eriza, mientras él, agarrado a las caderas de mi mujer por detrás, se hunde en ella más y más.

—Disfrútalo…, así…, así…

Jud vibra, le gusta lo que aquel hace, e insisto:

—Grita para mí.

Y lo hace. Se deja llevar de mi mano por el momento y, juntos, disfrutamos la posesión anal de Josef mientras nos miramos a los ojos y mi mujer, dichosa, grita para mí.


Media hora después, cuando salimos de las duchas, volvemos a ponernos nuestros arrugados disfraces y, tras despedirnos de Josef, nos vamos en busca de bebida.

Estamos sedientos.

Nos ofrecen vino de dátiles. Yo no quiero eso, pero Jud me anima a beberlo, y lo hago. Si no hay otra cosa, ¿qué puedo hacer?

Mientras recorremos los distintos salones, vemos cómo la gente practica sexo libremente en busca de goce. Nada más.

En nuestro camino vemos a Félix, que anima a la gente a acercarse, y, llena de curiosidad, Jud tira de mí para ir a mirar. Yo ya sé con lo que me voy a encontrar, y enseguida veo a Ginebra atada a una silla mientras un hombre la penetra, otro la golpea con una vara en los pechos y una mujer la besa.

Visto desde fuera, lo que ellos hacen podría parecer lo mismo que hacemos nosotros, pero hay una gran diferencia. Mientras que Ginebra accede a todo lo que Félix le propone sin preguntar y viceversa, Jud y yo siempre pedimos permiso al otro. Para nosotros es vital estar de acuerdo en los juegos, y tengo claro que nunca haríamos algo así.

Entonces Félix nos ve. Se acerca a nosotros y, sonriente, pregunta:

—¿Os apetece jugar con mi complaciente mujer?

Jud y yo negamos con la cabeza. ¡Ni locos! Pero aquel insiste con muy mala baba:

—Eric, ya sabes que Ginebra lo permite todo, y más tratándose de ti.

¡Será gilipollas el tío!

¿Cómo se le ocurre decir eso delante de mi mujer?

Y, cuando noto la mirada enfadada de Judith, molesto con el comentario de aquel y advirtiéndole que, como se pase un pelo delante de mi amor, la edad es lo último que me va a importar, siseo:

—Félix, creo que eso último ha sobrado.

Este me mira. La última vez que desayuné con ellos les indiqué que Judith no sabía nada de sus proposiciones y que así tenía que continuar; me pide perdón en silencio, coge una jarra de vino de dátiles y unas copas y, llenándolas, dice:

—Disculpadme. Mi comentario ha estado fuera de lugar.

Las cogemos. Bebemos.

Lo último que quiero es acabar la fiesta de mala manera.

Jud habla con él. Yo también. Mi amor le comunica que sabe lo que le ocurre a Ginebra y le da su parecer. Félix asiente. Nos escucha. Es consciente de que tenemos razón en cuanto a la salud de aquella y los juegos extremos que practica, pero termina diciéndonos:

—Por Ginebra soy capaz de cualquier cosa, Eric. Y si ella quiere esto o quiere la luna, lo tendrá.

Seguir hablando con él es inútil. Nadie los va a hacer cambiar, y cuando Björn y Mel, que salen de un reservado, se acercan a nosotros, digo para alejarme de allí:

—Vayamos a beber algo que no sea vino de dátiles y cosas así.

—¡Nos apuntamos! —afirma Björn encantado.


Pasan las horas y la fiesta continúa. Todos deseamos morbo y sexo.

Mel y Jud se van al baño y, cuando lo hacen, Björn cuchichea mirándome:

—Sin lugar a dudas, Ginebra y Félix lo pasan bien.

Al mirar, veo que ella camina a cuatro patas, desnuda por el salón, mientras Félix tira de una correa. En su camino, observo que él sigue ofreciendo a su mujer y, rápidamente, un hombre de unos setenta años acepta. Se pone detrás de ella, se coloca un preservativo y le hace sexo anal. Björn y yo observamos en silencio. Vemos cómo aquel se corre y, después, otro hombre del grupo toma el lugar del primero. Félix sonríe. Ginebra también. Lo pasan bien. Ese siempre ha sido su juego. Una vez que el hombre la libera, Gini se levanta y se marcha, mientras Félix bromea con otros y bebe.

—En la vida ofrecería yo a cualquiera a mi mujer.

—Ni yo —afirmo con seguridad mientras miro asqueado.

Cuando, minutos después, regresan Jud y Mel, mi pequeña tiene un gesto raro. Está seria, veo su cuello colorado y, mirándola, pregunto:

—¿Te ocurre algo?

Jud niega con la cabeza, e insisto:

—Pequeña, te conozco y esos ronchones te delatan.

Maldice. Se toca el cuello y al final, sonriendo, indica:

—Luego hablamos.

Lo sabía. Sabía que algo le ocurría, pero, sin querer atosigarla, no pregunto más. Cuando lleguemos al hotel me lo contará.

La música cambia. Dejamos de oír arpas y todos aplauden. Está claro que todos necesitamos oír música actual. Bebemos mientras disfrutamos de los amigos y las charlas cuando suena Thinking Out Loud, de Ed Sheeran. Sé cuánto le gusta esa canción a mi mujer y, deseoso de que este fin de semana sea algo especial para nosotros tras los malos días que llevamos, hago algo que no espera y la invito a bailar.

Encantada, Jud acepta.

Sabe que no soy un bailón y que lo estoy haciendo por ella. Solo por ella.

Enamorados, bailamos abrazados la bonita canción, mientras noto el cuerpo cálido de mi mujer contra el mío y disfruto de su cercanía. La letra es tan bonita que, mirando a Jud, murmuro:

—Como dice la canción, te seguiré amando hasta los setenta. ¿Y sabes por qué, pequeña?

Emocionada, mi morenita me mira, e indico:

—Porque, a pesar de nuestras broncas y nuestros desencuentros, me enamoro de ti todos los días.

¡Madre mía, la moñada que acabo de soltar!

En la vida me imaginé diciendo algo con tanto sentimiento, y Jud, que creo que me lee el pensamiento, murmura con una sonrisa:

—Te quiero…, gilipollas.

Oír eso me llena el alma y el corazón, y sonrío. La aprieto de nuevo contra mi cuerpo y proseguimos bailando hasta un rato después, cuando regresamos con el grupo.

Más tarde, Jud habla con Mel algo alejadas de nosotros mientras Björn y yo comentamos lo que vemos alrededor.

—Vengo a ofrecerte la pipa de la paz —oigo que alguien dice entonces.

Al volverme, me encuentro con Félix, que trae dos vasos. Le entrega uno a Björn y otro a mí y, antes de que yo diga nada, murmura:

—Vuelvo a pedirte disculpas por mi comentario de antes. Como tú has dicho, estaba fuera de lugar. No sé en qué estaba pensando.

Asiento. Otros amigos se acercan a nosotros y, dando un trago a la bebida que aquel nos ha traído, advierto:

—Que no se vuelva a repetir.

—Te lo aseguro —afirma Félix.

La música cada vez anima más a la gente y cada vez son más los que bailan en la improvisada pista. Desde mi posición, sonrío. Creo que es de las mejores fiestas a las que he asistido y, mirando a Björn, propongo:

—¿Bailamos con las chicas?

Mi amigo me mira, se ríe y suelta:

—¡¿Bailar, tú?!

Animado, sonrío y, tras encogerme de hombros, replico al tiempo que echo a andar hacia el lugar donde mi mujer está bailando:

—¿Por qué no?

Cuando llego junto a Judith, la agarro por las caderas mientras me muevo al son de la música. Ella me mira, se sorprende y, riendo, indica:

—Cariño, te juro que la fecha de hoy me la tatúo en la piel.

Reímos. Sin duda que yo baile es inaudito y se debe al vino de dátiles. Hasta para mí es extraño, pero, olvidándome de todo, me propongo pasarlo bien con mi mujer.

Sin embargo, hace calor, mucho calor y, cuando la canción acaba, voy junto a Björn a la barra para pedir algo de beber. Estoy sediento.

El grupo está animado, y yo con ellos, pero en un momento dado necesito aire de la calle. Miro a Björn para avisarlo, pero está hablando con Ulrich. El calor me vuelve. Me abrasa y me encamino hacia la salida.

Necesito el fresco del exterior.

Según salgo del palacete, el frío me hace temblar, pero no me muevo. Dejo que este me envuelva, lo necesito, pero cuando comienzo a tiritar decido entrar.

¡Me congelo vestido de gladiador!

Una vez dentro, noto que me mareo.

Joder, ¡¿qué me pasa?!

Me agarro a la pared y me siento. Pienso en el jodido vino de dátiles. Seguro que ha sido eso.

Respiro. Veo a otras personas salir al exterior y me planteo regresar.

Finalmente decido esperar unos minutos. Seguro que se me pasará.

Como había imaginado, el mareo se pasa y me levanto.

Vuelvo a caminar y, de pronto, siento que las piernas me fallan. ¡Joder! Por ello, decido sentarme otra vez, y entonces oigo a mi lado:

—Eric, ¿estás bien?

Levanto la cabeza y me encuentro con Félix, su gesto es serio, y respondo:

—Sí. Es solo que creo que…

Pero no puedo continuar…

De pronto, todo se vuelve de color naranja, del naranja pasa al rojo, al azul… La música que suena se aleja y oigo la voz de Félix, que dice:

—Vamos…, acompáñame.

Como puedo, me levanto.

Pero ¿qué me ocurre?

La vista se me nubla y los colores de nuevo brillan a mi alrededor.

¡Qué flipe!

Mientras camino ayudado por aquel, tengo la misma sensación que tenía cuando era un crío y tonteaba con las drogas. El cuerpo me pesa. Los colores se hacen brillantes, ¡muy brillantes! Y, cuando me siento en algo que parece estar flotando en el aire, unas manos se enredan en mi pelo y, sin saber dónde estoy porque apenas veo, murmuro:

—Pequeña…, ¿eres… tú?…

—Sí, amor…, soy yo.

Sonrío. Mi chica está conmigo, y acepto su beso…, su caliente y apasionado beso.