66

Dos días…

Hace dos días que Jud se fue, y mi vida es una mierda.

Apenas duermo, en el trabajo no consigo concentrarme y, cuando regreso a casa, a pesar de que están ahí Flyn, Simona, Norbert y los perros, la siento vacía.

Por las noches, cuando Calamar duerme, Susto me hace compañía. No se separa de mí. Noto que añora tanto a Judith como la añoro yo, e, incomprensiblemente, le hablo y me desahogo con él.

Susto no se mueve. Me escucha, me soporta, y yo, a cambio, lo premio con jamón de York e incluso le permito que se suba conmigo a ver una película en el sofá.

Si Jud viera esto, no se lo creería.


Al tercer día, mientras estoy en la oficina, recibo una llamada.

Mis pesquisas para encontrar a Ginebra y a Félix han dado sus frutos y ahora sé dónde localizarlos, por lo que llamo a Frank, el piloto de mi jet, quedo con él en el aeropuerto y me dirijo hacia allí. Esos dos me van a oír, alto y claro.

Llamo a casa, me invento un viaje a Edimburgo y pongo rumbo a Chicago, aunque antes le escribo un mensaje a Björn, que está en Eurodisney con Mel y los niños, e indico:

Voy a Chicago. Solo lo sabes tú.

Instantes después, mi teléfono suena y, según le doy al manos libres, oigo que Björn dice:

—¿A qué coño vas a Chicago?

En el acto, maldigo y siseo:

—No te estará oyendo Mel, ¿no?

—No. Está con los niños montada en una atracción y…

—No le digas nada.

—¿Por qué?

—Porque no, Björn. No quiero que Jud sepa adónde voy. Conociéndola, pensará que voy para todo lo contrario.

Un extraño silencio se hace en la línea y luego mi amigo dice:

—Ten cuidado. Llámame cuando regreses, y no hagas ninguna gilipollez, ¿entendido?

Yo sonrío con tristeza y afirmo:

—De acuerdo. Pásalo bien.

Dicho esto, corto la comunicación. Minutos más tarde, salgo del coche y me monto en mi jet. Tengo que ir a Chicago.

Después de más de once horas de vuelo, en cuanto llego a esa bonita ciudad, un chófer que he contratado me está esperando en el aeropuerto para llevarme al Mercy Hospital.

Cuando llego allí me encamino tranquilo hacia los ascensores. He de ir a la planta cinco, habitación 521.

Sin prisa pero sin pausa, una vez que llego ante la puerta cerrada de la habitación, agarro el pomo de la misma y entro. La imagen que me encuentro es penosa. Lastimera. Ginebra está postrada en una cama, rodeada de aparatos y sedada. Al verme, Félix se levanta del tirón de la silla en la que estaba y, mirándome, murmura con lágrimas en los ojos:

—Está muy mal…, muy mal.

Miro a la mujer que está postrada en la cama con los ojos cerrados. Aun en el umbral de la muerte sigue teniendo un magnetismo especial, pero, sin importarme su estado, porque a ella no le importó para nada el mío, siseo:

—Me importa una mierda como esté, al igual que me importas una mierda tú.

Félix asiente y, tras echarle un último vistazo a Ginebra, lo cojo del brazo e indico:

—Salgamos de aquí. Por muy enfadado que esté, me enseñaron a respetar a los moribundos.

Tan pronto como salimos de la habitación, con gesto hosco y frío, me llevo a un desbaratado Félix hasta un lateral de la planta. Luego lo suelto del brazo y, acercando mi rostro al suyo, siseo en mi peor versión de Iceman:

—Qué maldito hijo de puta eres. Te dije que no y, aun así, no paraste hasta conseguirlo.

—Eric…

Enfadado por la traición de aquel, lo empujo contra la pared y gruño sin dejarlo hablar:

—Te odio, maldito cabrón, como la odio a ella. Y, si hay un Dios justo, sé que os lo está haciendo pagar provocando su fin.

—Eric…, no digas eso… —Él llora desconsolado.

Pero su pena no es la mía, y con frialdad insisto:

—Nunca has respetado nada ni a nadie. Siempre te has creído por encima del mundo, pero eso se acabó. Al menos, conmigo se acabó. Y, si te soy sincero, creo que a ella también se le acabó.

Desesperación. Mis palabas lo desesperan, y continúo:

—Me has jodido la vida. Me habéis jodido la existencia. Y me da igual cómo esté Ginebra. Me da igual que se muera ella o que te mueras tú. Ambos me importáis una mierda. Y si estoy aquí es para que lo sepáis y para advertirte que en tu puta vida te vuelvas a acercar a mí o a alguno de los míos porque, si lo haces, juro por mi vida que te voy a joder de tal manera que lamentarás haberme conocido.

Y, sin decir más o le partiré la cara aquí mismo, doy media vuelta y salgo del hospital sin importarme la frialdad de lo que he dicho y que me ha salido del mismísimo corazón.

Una hora después, cuando despegamos de Chicago, consciente de que le he dicho a ese desgraciado todo lo que tenía que decirle, cierro los ojos furioso. Por suerte, nunca más volveré a ver a ninguno de los dos.


Los días pasan y apenas tengo comunicación con Jud. No quiero agobiarla.

Por las noches, cuando Flyn duerme, yo paseo por la casa como un alma en pena retrasando el momento de ir a nuestra habitación. Es más, alguna noche duermo en el sofá. Casi que mejor.

En la oficina, todo sigue como siempre. Trabajo…, trabajo y trabajo.

Müller es una empresa en alza y, a pesar de los increíbles resultados obtenidos, eso no me hace feliz. Mi felicidad me la da Judith.

Björn me llama. Sigue en Eurodisney, pero se preocupa por mí. Sabe que no lo estoy pasando bien e intenta animarme aunque sea desde la distancia, y se lo agradezco enormemente.

Cuando cuelgo, pienso en mi amigo. En su felicidad. En su próxima paternidad, pero entonces suena de nuevo el teléfono. Al ver el número, sé quién es. Me sobresalto y, cogiéndolo a toda prisa, saludo:

—Hola, Manuel. ¿Pasa algo con Jud o los niños?

Pero de inmediato oigo que mi suegro sonríe y responde:

—Tranquilo, Eric, Judith y los niños están bien.

Eso me relaja, me preocupa pensar que pudiera sucederles algo, y durante un rato hablamos. Me intereso por cómo lo están pasando y me agrada saber que se están divirtiendo, a pesar de que yo no esté incluido en esa fiesta.

Estoy escuchando a mi suegro cuando este de pronto dice:

—No sé qué ha ocurrido entre vosotros, pero sé que algo atormenta a mi morenita y no me gusta verla así.

Imaginar que pueda saber la verdad me avergüenza y, mesándome el pelo, respondo:

—Manuel, escucha, yo…

—Eric, no —me corta—. No te he llamado para que me cuentes qué ha ocurrido entre vosotros. Solo llamo para decirte que, si la quieres, debes hacérselo saber. Sé que mi morenita puede llegar a ser irritante y con seguridad te sacará de tus casillas, pero ella…

—Ella es lo mejor que tengo, Manuel. Lo mejor —afirmo abriéndole mi corazón.

Hablamos. Me anima a ir a Jerez, pero soy consciente de que ella no desea verme. No quiero ni imaginar su gesto o la que me puede montar si me ve aparecer por allí, pero entonces Manuel indica:

—Yo no digo nada. Pero mi morenita es una muchacha muy bonita y salada y, si la ven sola en la feria…, ya sabes, bailecito por aquí, rebujito por allá…

Me alarmo.

Si mi suegro me llama y me dice eso es por algo. Y, sin importarme lo que mi mujer pueda pensar cuando me vea aparecer, afirmo seguro como nunca antes en la vida:

—Mañana estaré allí.

Manuel suelta una risotada. Si su hija se entera de esta llamada, lo mata.

—No esperaba menos de ti, muchacho, y, por cierto, esta llamada nunca se ha producido, ¿de acuerdo? —puntualiza.

Ahora el que suelta la risotada soy yo y, feliz como llevaba días sin estarlo, replico:

—¿Qué llamada?