18
Judith… Jud… Mi pequeña…
No puedo dejar de pensar en ella y, cada vez que repaso esos vídeos en mi portátil, me vuelvo loco.
¿De verdad están liados a mis espaldas?
La reunión ha acabado hace horas y estoy en el bar de mi hotel bebiendo para intentar entender lo que me está partiendo el alma y el corazón.
Judith y Björn. Las dos personas en las que confío ciegamente, por quienes me dejaría matar. ¿En serio se están riendo de mí?
No sé cuántos whiskys llevo, cuando mi teléfono vuelve a sonar. Es Judith de nuevo, pero no se lo cojo. No puedo hablar con ella. Björn también ha llamado, pero tampoco se lo he cogido.
Me siento mal…
Me siento fatal…
Me siento engañado…
Si es cierto lo que Laila me ha contado, me ha mostrado, lo que me ha hecho creer…, ¿qué clase de personas son Judith y Björn?
Y, sobre todo, ¿qué clase de imbécil soy yo, que no me he dado cuenta?
A las once de la noche, y con varias copas de más, subo a mi habitación. No es bueno beber tanto; mi padre lo hacía, y siempre me prometí que no cometería los mismos errores que él. Cuando me siento en la cama, con un deseo irrefrenable de discutir, marco el teléfono de Judith.
Pero, según oigo su voz, su bonita voz, mi yo más oscuro y despiadado pregunta:
—¿Cuándo me lo pensabas decir?
Su sorpresa ante lo que pregunto y el modo en que su respiración se paraliza me dan a entender que la he sorprendido.
¡Joderrrr!
No esperaba eso y, segundos después, con voz dudosa, pregunta:
—¿El qué?
Cierro los ojos.
¿El qué? ¿Cómo que el qué?
Sabe que los he pillado, y siseo:
—Lo sabes bien, pero que muy bien.
De nuevo, el desconcierto de mi mujer me hace comprender que no me entiende, y grito. Le grito como llevaba tiempo sin hacerlo, mientras siento que la vida se me acaba ante lo que está ocurriendo. Björn y Judith. Judith y Björn. ¡Pero seré gilipollas…! Y, sin poder remediarlo, le cuento lo que sé de ellos y, tras sus desconcertadas palabras, corto la comunicación. El dolor puede conmigo.
No. Esa traición era lo último que me esperaba. Y menos de ellos dos.
Furioso, tiro el móvil contra el cabecero de la cama. Este rebota y vuelve a caer a mi lado, y entonces veo que Judith me está llamando. No lo cojo. No quiero. No puedo.
Por último, lo pongo en silencio, me tumbo en la cama y el alcohol hace el resto y me duermo.
No sé cuánto he dormido, pero cuando despierto tumbado vestido sobre la cama, la luz del día entra por la ventana.
¿Qué hora será?
Al incorporarme, todo me da vueltas, y rápidamente soy consciente de lo que ha pasado. Judith. Björn. Cierro los ojos.
Confuso y cabreado, me quito la ropa con rabia. Me desnudo y me meto en la ducha. Necesito sentirme mejor o no sé qué va a ser de mí.
Cuando salgo de la ducha, llamo al servicio de habitaciones del hotel y pido café. Debo despejarme. Veo que tengo muchas llamadas perdidas de mi mujer en mi teléfono, mensajes de voz y algún que otro email de ella en mi correo. Sin duda, se siente culpable por lo descubierto e intenta hablar conmigo como sea.
Pienso en llamar a Björn. Al cabrón que yo creía que era mi amigo, al desgraciado que ha jodido mi vida, pero decido que es mejor encontrármelo cara a cara. Se la voy a partir. Le voy a joder su cara de guaperas, como él me ha jodido la vida a mí.
Una vez que me he vestido y he tomado varias tazas de café con unas pastillas para mi creciente dolor de cabeza, saco al Eric frío e insensible que sé que hay en mí y me voy a la oficina. Tengo cosas que solucionar.
En un momento dado de la mañana en el que estamos los dos solos en mi despacho arreglando papeleo, Amanda, al ver que me lleno un vaso nuevamente con whisky, me pregunta:
—¿Qué te ocurre?
No respondo, no quiero hablar de ello, pero ella, mirándome, insiste:
—Tú no sueles beber, y menos por la mañana.
Lo sé, sé que lo que dice es cierto. Odio a los hombres que beben desde primera hora de la mañana. Sin embargo, tocándome la sien por el dolor de cabeza que tengo, respondo de no muy buenos modos:
—Déjame en paz.
—Vaya…, algo pasa. Lo sabía —afirma mirándome.
Maldigo. No quiero hablar de lo que ocurre, pero insiste:
—Te conozco, y lo sabes.
—Amanda…, déjame.
Pero no. Otra como Judith. Cuanto más les dices que te dejen, más pesaditas se ponen.
—Te duele la cabeza. No estás bien. ¿Qué ocurre? —insiste.
La miro. Son muchos años trabajando juntos, pero, sin ganas de contarle mis problemas y menos de hacerle ver lo idiota que he sido, respondo agriamente:
—Métete en tus asuntos.
Amanda se levanta, coge una botella de agua, un vaso y, quitando la botella de whisky de mi lado, indica:
—Al menos, haz algo bien. Tómate una pastilla con agua o tu dolor de cabeza empeorará.
Resoplo. Me parezco a mi mujer. Y, cogiendo el agua y el vaso, saco de mi cartera una pastilla y me la tomo. Es lo mejor, sin duda lo es, aunque me joda darle la razón.
Pasa la mañana y, aunque intento ser frío e insensible, el dolor que siento cada vez que pienso en la traición me enferma.
¿Cómo no lo he visto?
¿Cómo he estado tan ciego con esos dos?
Tras comer en un restaurante cercano con Amanda, al acabar, mientras ella saluda a unos conocidos, yo la espero en el bar. Allí, me pido otro whisky y, cuando le voy a dar el primer trago, ella llega hasta mi lado y dice:
—¿No crees que por hoy ya has bebido bastante?
Ni caso.
Bebo, pero mi móvil comienza a sonar. Judith. Amanda, que está a mi lado, mira el teléfono y, al ver quién es, dice dando media vuelta para alejarse:
—Cógelo y soluciona el problema antes de que te ahogues en tu propia bilis. Y, por favor, deja el whisky de una vez o te pondrás muy patoso.
Y, sin más, se aleja y yo maldigo.
El teléfono suena y suena. No para, y al final decido cogerlo. Si ella ha sido capaz de engañarme con frialdad, ahora va a encontrarse con el hombre frío que sé que soy, por lo que, cogiendo el teléfono, digo:
—Dime.
—No, mejor dime tú a mí, ¡gilipollas!
Bueno…, bueno…
Está visto que mi querida mujer no tiene filtros ni aun siendo la culpable de lo que nos pasa. Por ello, y con cierta acidez, siseo dispuesto a enfadarla más todavía:
—Cuánto tiempo sin oír esa dulce palabra de tu boca. Lástima no ver cómo la pronuncias en vivo y en directo.
Resopla, Judith resopla y suelta:
—¿Cómo eres tan gilipollas de creer lo que Laila dice?
Maldigo. Me acelero.
Es consciente de que Laila me ha contado lo que ha visto entre ellos, y pregunto:
—¿Y cómo sabes que ha sido Laila quien me ha informado?
—Porque las noticias vuelan más rápido de lo que tú crees.
No contesto nada.
Ella tampoco.
Ambos nos quedamos callados, hasta que, incapaz de contener mi lengua, sin importarme dónde estoy, le hago saber de la peor manera lo que pienso de ella y del cabrón de Björn.
Rápidamente, Judith sale en su defensa.
¡Faltaría más!
Eso me cabrea doblemente y los celos me vuelven loco.
¿Por qué lo defiende así?
El momento me desestabiliza y el alcohol que llevo en el cuerpo habla por mí y dice cosas no muy agradables. Judith responde, me insulta, no se queda atrás. Me grita con voz llorosa, y yo, dispuesto a hacerle daño, le respondo que tengo pruebas y que no regresaré a casa.
No quiero verla.
Dicho esto, cuelgo. Cuelgo lleno de ira, rabia y frustración.
Por primera vez en mucho tiempo, solo pienso en mí. Si Judith llora o se desespera, me da igual. Ella se lo ha buscado. Me ha decepcionado. Me ha traicionado.
A partir de ese instante, no paro de beber.
Amanda regresa e intenta hablar conmigo. Me quita el vaso de las manos varias veces, hasta que no puedo más y, de malas maneras, la echo de mi lado.
Yo soy Eric Zimmerman y hago lo que me da la gana.
Tengo dinero para cerrar el local en el que estoy y beberme su bodega entera si quiero, por tanto, que me deje en paz. Ya tengo una madre y no pretendo que ella asuma su papel.
Una vez que Amanda se va del bar enfadada conmigo, beber es lo único que me apetece. Mi dolor es insoportable y lo ahogo en alcohol. La angustia me corroe, y la bebida es lo único que la suaviza. La suaviza tanto que comienzo a dejar de ser yo.
Cuando llego al hotel esa noche, soy consciente de que «estoy perjudicado», como diría mi pequeña, y, para acabar de martirizarme, vuelvo a ver los vídeos del móvil de Laila que me envié a mi correo. Eso termina de matarme.
Tonto…, tonto…, soy un idiota. ¿Cómo no me di cuenta de lo que esos desgraciados me hacían?
Pasan dos días, con sus insoportables noches, y no la llamo.
Ella tampoco me llama a mí.
Mi corazón se resiente. La añoro, la echo de menos, pero me niego a ser un puto cornudo que perdona la infidelidad de su mujer y su amigo.
Un día, otro y otro. Ya van cinco sin hablar con ella, y cuando esa tarde salgo de trabajar, vuelvo a irme de copas. Es lo único que hago, además de discutir con Amanda. Me paso con la bebida, lo sé. Y al final termino a puñetazos con tres gilipollas que, al verme ebrio, intentan quitarme la cartera cuando regreso al hotel.
La frustración y la rabia que siento se hacen evidentes en la brutalidad de mis puñetazos. Me desahogo sacando al animal agresivo que hay en mí, pero ellos son tres y yo solo uno, y me dan tal golpe en la cabeza que al final termino sangrando como un cerdo en el suelo. Y, olvidándome del dolor, pienso en Judith. Solo en ella.
Por su culpa me encuentro así.
Ella es la culpable de todo.
En ese instante, oigo unos gritos y un grupo de hombres que pasan por la calle me auxilian, inmovilizando a los tres tipos que me han golpeado. Después llaman a la policía.
Sangrando, mareado, herido y tumbado en el suelo de la calle, espero a que venga una ambulancia a por mí. Estoy dolorido, terriblemente dolorido, y la cabeza me palpita tras el golpe que me han dado. Pero si comparo eso con el dolor de mi corazón, no es en absoluto similar. El corazón me duele mucho más.
Uno de mis salvadores se interesa por mí. Me enseña mi móvil, que tiene la pantalla rota, y me pregunta a quién pueden avisar. Dudo. Mejor no llamar a nadie. Sin embargo, al final le doy el nombre de Amanda. Estoy herido, en un país extranjero, y ella me puede ayudar y sabrá adónde me tienen que llevar.
Despierto y no sé ni dónde estoy. Al moverme, un dolor parecido al que provoca un cuchillo me atraviesa el cuerpo, y me quejo.
Joder… ¡Qué dolor!
Me cuesta abrir los ojos. Me pesan mucho, pero, tras conseguirlo, miro a mi alrededor y veo que estoy en una bonita habitación de hospital, enganchado a unos sueros.
¿Qué ha ocurrido?
Estoy desconcertado; en ese momento la puerta del hospital se abre y aparece Amanda con un café en las manos. Al verme, se acerca a mí de inmediato y murmura tocando un botón:
—Gracias a Dios…, gracias a Dios…
Maldigo y de pronto, y como un tsunami, recuerdo: los golpes, los tipos, la sangre…, Judith. Pero, cuando voy a decir algo, la puerta de la habitación se abre de nuevo y entra un médico.
Este sonríe, se acerca a mí y dice:
—Me alegra verlo despierto, señor Zimmerman.
Asiento. Apenas puedo hablar del dolor que tengo en las costillas y el médico, al ver que me toco la cabeza, dice mirándome:
—Recibió un fuerte golpe, y he de decirle que eso le ha provocado una hemorragia intraocular en ambos ojos, por lo que su apariencia es un poco terrorífica.
Miro a Amanda. Sin duda ha de serlo por el gesto asustado de esta.
—Señor Zimmerman, además de lo que le he dicho, tiene una fisura en una pierna, que le hemos enyesado, y magulladuras por los golpes recibidos por todo el cuerpo. Sé que se siente dolorido, pero no se preocupe. Le estamos administrando calmantes por vía intravenosa para mitigar el dolor. Por ello, de momento tiene que quedarse aquí unos días con nosotros. ¿De acuerdo?
Joder…, ¡y ahora esto!
Por si ya tenía poco, ¿ahora ingresado en un hospital?
Enfurecido, asiento y no digo nada, no tengo fuerzas ni para quejarme; el médico, tras decirle algo a Amanda, se marcha de la habitación.
Una vez a solas, ella no me quita ojo. Veo el susto en su mirada, y pregunto:
—¿En qué hospital estoy?
—En el St. Thomas. En Westminster Bridge Road.
Sé a qué hospital se refiere, y, mirándola, indico:
—Vete si quieres. No tienes por qué estar aquí.
—Eric…
Resoplo, sé que estoy siendo injusto con ella, y finalmente suelto:
—Siento si te asusté cuando pedí que te llamaran, pero eras la…
—Hiciste bien, Eric. Claro que sí —me corta intentando sonreír.
Pero su cara es todo un poema, y pregunto:
—¿Tan mal estoy?
Asiente, no me miente, y, notando que los ojos me pesan una barbaridad, pregunto:
—¿Tienes algún espejo a mano?
Ella afirma, pero dice:
—Es mejor que no te veas.
Eso llama mi atención. ¿Tan mal estoy?
—Quiero verme.
—Eric…
—Quiero verme —insisto con rotundidad.
Acto seguido, Amanda abre su bolso. Me conoce y sabe que no voy a parar hasta verme, por lo que saca un pequeño espejo de una bolsita y me lo pasa.
Cuando me veo, me asusto hasta yo.
¡Joderrrrr!
Tengo la cara hinchada y amoratada, el labio partido, pero eso no es nada con la sensación que causa ver el interior de mis ojos, que están del todo ensangrentados.
¡Joder! Pero ¿qué he hecho?
Si Marta, mi hermana, ve mis ojos así, me mata. No me lo perdonaría.
Abro la boca. Uf…, me duele.
Pero, por suerte, no me falta ningún diente. ¡Menos mal!
Voy a decir algo cuando Amanda se me adelanta:
—Creo que debería avisar a Judith.
Según oigo eso, dejo de mirar mi boca. La miro a ella y siseo:
—La última persona a la que quiero ver aquí es a ella, ¿entendido?
—Pero, Eric…
—Amanda, no.
—Eric, ella es tu mujer. Estará preocupada y debe saber lo que te ha ocurrido.
Oír eso me hace gracia. Seguramente Judith estará muy ocupada con el cabrón del que creía que era mi amigo, por lo que sentencio con rotundidad:
—He dicho que no.
Amanda suspira, no entiende nada de lo que me pasa, e insiste:
—Pues llamo a tu madre, a tu hermana o a Björn.
—No. Nadie tiene que saber que estoy aquí.
—Pero…
—Amanda, por favor —la corto con un bufido.
Sorprendiéndome, no insiste, se sienta a mi lado y yo cierro los ojos. Estoy agotado.
Pasan los días y mi aspecto sigue siendo terrible, aunque el dolor de mis magulladuras es más llevadero.
Desde el hospital, y con la ayuda de Amanda, resuelvo problemas de Müller, mientras que por las noches apenas si puedo dormir pensando en Judith. ¿Aprovechará para estar con Björn?
Pensar en ellos juntos me martiriza, pero no puedo dejar de hacerlo.
Ellos. Mi mujer y mi mejor amigo.
Ellos. Mis grandes decepciones.
Ellos. Mis traidores.
Y entonces aprendo que las personas pueden romperte el corazón una vez, pero sus recuerdos pueden hacerlo millones de veces.
En esos días, Amanda vuelve a insistir en llamar a Judith, pero yo sigo negándome. No quiero a una mujer como ella a mi lado. Ya no. He decidido dar por perdidas a dos personas, aunque sepa dónde están: Judith es una de ellas, y el otro es Björn.