Birgit Willmann sacó un pudin de carne del frigorífico y empezó a cortarlo en lonchas finas. De repente vio al amigo de Dan que salía corriendo de la casa del otro lado de la calle. Bajó la escalera en dos saltos, se echó la mochila sobre el hombro, pasó por encima de la barandilla, cayó sobre la gravilla y se lanzó sobre su ciclomotor. Vivian estaba en la puerta de su casa, descalza. El chico rubio se puso el casco rojo, quitó la pata de cabra y se impulsó deprisa con los pies hacia la calle. Dio unos cuantos giros bruscos por la calle hasta desaparecer acelerando hacia el cruce.
—¡Madre mía! —Revolvía en el cajón de cocina buscando un paquete de arroz. Frank surgió de la nada. Cerró el puño y le dio un golpe en el hombro.
—¡Te digo que cortes lonchas más gruesas!
—El amigo ese de Dan parecía que llevaba un cohete en el culo.
—¿Jonas no-sé-qué?
—Sí. Está tan colgado de los ordenadores como Dan y es tan friki como él.
—Deja de clasificar a la gente.
A Frank Willmann no le gustaban esas generalizaciones. Marcaban a la gente. Dan le caía bien. Willmann le había conseguido un trabajo de verano en el pequeño taller de la gasolinera. Estaba ahorrando para comprarse un ciclomotor y juegos para el ordenador. Como era demasiado joven para ayudar en la caja, echaba una mano con lo que hiciera falta; cambiar el aceite a los coches, recoger la basura y barrer la parcela. Frank pasaba de que nadie le clasificara en categoría alguna. En una ocasión su propia madre le había acusado de querer controlar a la gente. Hacía mucho tiempo de eso. Tenía 16 años, pero aún recordaba que, cuando lo dijo, estaba junto al fregadero marrón y que la casa olía a repollo. Era lo bastante listo para comprender a qué se refería su madre. Sabía que había una definición para su manera de ser. Se había reconocido en un artículo que leyó. Lo llamaban narcisismo patológico. Duras palabras. Pensó en su ira, en que la expresaba de muchas maneras, pero la que prevalecía era el afán de venganza. Su madre lo veía, claro, le llamaba introvertido y fúnebre, pero había elegido no hacer nada más.
Vivian Glenne abrió los ojos y miró hacia el espejo ovalado que colgaba sobre la cómoda de Ikea. Se le había corrido el rímel formando surcos grumosos sobre los párpados. La televisión sonaba demasiado alta en el piso de abajo. En la superficie del espejo veía el dormitorio invertido. Las paredes estaban empapeladas en franjas de color rosa, y el suelo estaba cubierto de moqueta lila. La cama de matrimonio con el cabecero acolchado azul claro hacía que la habitación pareciera más pequeña de lo que era. Los edredones estaban arrugados, formaban dos montículos. Kenneth estaba boca arriba con los brazos abiertos. La cuna de barrotes blanca de Sebastian estaba encajada entre la cama y la ventana. Movía el chupete. La luz del anochecer atravesaba las cortinas. Un oso de peluche gastado estaba tirado en el suelo. Un póster con la imagen de una playa con palmeras colgaba de la pared que daba al cuarto de Dan.
Su corazón latía irregularmente, con fuerza. Todo había salido mal. Roy había comprendido que pasaba algo con el tipo del coche. Le había preguntado si estaba con otro, y ella se había reído diciendo:
—¿Y quién demonios iba a ser?
Preparó espaguetis para cenar. Estaban demasiado cocidos y con mirada amenazadora le advirtió que no dijera nada. Los niños estaban cansados y Dan mudo como una tumba. Ahora le oía revolviendo por su cuarto. Cerró los ojos notando el leve peso de las cartas que tenía en la mano. Una oscuridad plana se apoderó de ella. Tendría que contarle a Roy que le exigían dinero. Era un vago consentido. Había salido de casa de su madre para irse a vivir con ella. Debería pagar su parte de la vivienda. No era mucho pedir, la verdad. ¿Por qué le protegía? Tenían hijos en común. Cuando trabajaba iba a ver a su madre todas las noches. Ella vivía en uno de los feos bloques que estaban junto al albergue de Oslo. No se ocupaba de sus nietos. Le parecía que alborotaban mucho. Era una abuela inservible. Vivian no la había visto desde la primavera. No debería haber enviado a Frank ese sms después de su llamada del día anterior. La había amenazado, le dijo que si alguna vez volvía a servir alcohol a Birgit informaría al jefe, y cosas así. Y por si eso no fuera suficiente, se había encontrado con el idiota ese en el puente. Era militar, responsable de los veteranos de Afganistán. Todo parecía frío y calculado, como si ella fuera un planeta que era absorbido por un agujero negro. En su mente surgió una imagen de ella con su hermana: habían recogido pequeños huevos de gaviota, moteados y grises, en una playa. Su hermana llevaba el suyo entre las manos con sumo cuidado, a ella se le cayó sobre una roca. Dentro había un ser minúsculo y pellejudo, sujeto a la yema por un cordón grimoso. Todavía podía evocar el sonido de los grandes pájaros que graznaban sobrevolando la superficie del agua y la manera en que el sol del atardecer caía sobre las olas. Ahora tenía esa misma sensación de angustia.
Colin insistía en que tenían que verse. Quería que hablaran. Ella no. No había nada que no se hubieran dicho ya cientos de veces. Estaba tan harta de las llamadas, las cartas, harta de la angustia que la atenazaba cada vez que escuchaba su voz. Maldito Colin. Cuando vivían juntos se bebía todo el dinero que tenían, así que en realidad él le debía dinero a ella, y no al contrario. Era una pena que Dan quisiera tanto a su padre. ¡A la mierda con los dos! Volvió a guardar las cartas entre las revistas del último cajón, subió a la cama, apartó el edredón de una patada y se acomodó junto al niño de 3 años. Se puso de lado, dejó salir el aire que tensaba su pecho y notó cómo el ritmo de su corazón cambiaba, se hacía más lento.
—Mamá, el diente me hace pupa. ¿Cuándo vas a cogerme la flor?
—Se te pasará Kenneth, no hables tan alto —observó la lluvia de pecas que cubría su nariz—, son más de las ocho, tienes que dormir.
Se dio la vuelta y hundió la nariz en el pelo rojizo del niño, pero al instante intentó deslizarse fuera de la cama sin que se diera cuenta. Roy opinaba que a Kenneth se le estaba poniendo negra una de las palas porque ella le daba demasiadas chucherías, pero solo eran los dientes de leche y, además, era porque se había caído contra las baldosas de la entrada a principios de verano. Kenneth murmuró algo, se puso de lado y apretó su espalda contra ella mientras buscaba su mano para que lo abrazara. Ella se soltó y le dijo:
—Déjame, e iré a buscarte la flor.