La lluvia que mojaba sus labios sabía dulce. Era la 01:00 de la madrugada y había niebla. Se tapó la frente con la gorra de lana verde y bajó por las escaleras. Cuando alguien se pone una gorra cambia de personalidad y parece que es otro. Él deseaba ser otro, porque sin Jonas no era nadie. A lo lejos se oía el tráfico nocturno. Pero ¿por qué estaba iluminada la ventana de la cocina de Birgit?
Cruzó la calle. Se dio cuenta de que el asfalto de la entrada se estaba deshaciendo. Se colocó detrás de la cerca de alambre, sobre la acera, y se inclinó hacia delante para mirar hacia el interior. La parte inferior de la pared tenía manchas de barro de las salpicaduras de los coches que pasaban por la carretera. Siempre que pensaba en Birgit tenía esa sensación extraña en la base de la nuca. Entonces vio que apretaba algo vivo contra su cuerpo. Birgit estaba sentada en una silla de cocina y acercaba un conejo a su mejilla mientras le acariciaba la espalda. Él escuchaba sonidos que no deberían estar allí, un murmullo de voces en su cabeza del que no conseguía liberarse. Luego vio el resto de las cosas: sobre la encimera había un par de zapatos negros de tacón y sobre la mesa una jaula de conejos de madera. Se acordó de Frank: ocúpate de tus asuntos y mantén el césped cuidado. En septiembre rastrillaba las hojas hasta formar montones detrás de su casa y las quemaba. Cuando Dan era más pequeño, solía ayudarle. Y luego Birgit les daba bizcocho con ralladura de limón y bollos caseros. Ahora la policía había detenido a Frank otra vez. Saltó el murete y siguió su camino. Subió por la carretera y la cruzó.
Marian apuró el contenido del vaso, fue al baño, se quitó rápidamente la ropa mojada y se puso el albornoz. Fue a la cocina, cortó una gruesa rebanada de pan y rellenó el vaso de vodka. Luego, salió al jardín. Se quedó bajo el tejadillo de la terraza oyendo caer la lluvia. Había imaginado este jardín durante el invierno: los arbustos de escaramujo con las ramas dentadas, el agua azul turquesa de la piscina…, deseando que llegara el verano y que Birka pudiera correr libremente, y que hiciera sol. Ya era verano. El césped estaba aplastado por tanta lluvia, el cielo negro, y Birka había desaparecido. Al instante siguiente tuvo una visión absurda de la perra colgando de una rama en el bosque, aplastada como una piel de tigre. Tragó lo que quedaba de vodka, notó el aire frío contra sus piernas y miró hacia el interior de la piscina. Todavía estaba ocupada por dos escaleras, botes de pintura, plásticos y una hormigonera.
No había nadie a la vista. Un viento bochornoso y húmedo recorría las calles arrastrando hilos de lluvia. Las calles parecían microscópicas y las casas de juguete, llenas de muñecos. Este no era el mundo real. Todo estaba muy lejos. Sebastian solo era un puntito, una semilla que el viento arrastraba por el suelo. El pequeño Sebastian. Se echó a llorar, se arrepintió de las veces en que había estado de mal humor y enfadado. ¿Qué diría su madre si lo supiera? Su madre se había muerto y librado de todo. Sebastian estaba completamente solo. Dan también. Abrochó del todo su chubasquero y entró en la calle Konvall. Recorrió el asfalto empapado y se detuvo frente a la casa de Jonas. El ciclomotor no estaba, pero había luz en su ventana, se veía a través de las cortinas echadas. Por lo demás la casa estaba a oscuras, salvo una débil luminosidad en el salón, un pequeño círculo que provenía de la lámpara del escritorio de Axel Tømte.
Cato Isaksen se inclinó sobre la pantalla del ordenador. Era cerca de la 01:30. La lluvia golpeaba contra el cristal. Andersen y Willmann habían negado saber nada de nada relacionado con la desaparición de Sebastian. Estaban a buen recaudo en sus celdas, un grupo de Bergen había registrado toda la zona de Finnemarka sin hacer hallazgo alguno. Mañana continuarían con los interrogatorios. Un experto en medicina legal había reconocido a Andersen. La costra azulada que recorría su frente, junto al nacimiento del cabello, estaba a punto de caerse. Cato Isaksen aún no había recibido el informe sobre esa lesión, suponía que llegaría a lo largo de la mañana. Estaba en su despacho revisando todos los informes, resúmenes y datos del caso Glenne. Pasillo abajo estaban Roger, Asle y Randi trabajando en el mismo caso. Marian había ido a la escuela de jardinería para hablar con Henny Marie. Había recibido un sms informándole de que no había conseguido nada en especial. Estaría a punto de regresar. Tenía una intensa sensación de que había olvidado algo. Algo completamente diferente. Así sucedía con frecuencia: los pequeños, minúsculos detalles, los que eran tan simples que no llamaban la atención. Al levantarse dejó el móvil sobre la mesa y salió al pasillo para ir a la máquina de café.
Dan escuchaba el sonido de la lluvia que empapaba el abeto. El agua no dejaba de caer. El canalón debía de estar atascado porque oía bajar el agua por la pared. Marcaba el número de móvil de Jonas una y otra vez mientras observaba el lugar vacío donde solía aparcar su ciclomotor. Entonces oyó ese sonido. Otro ruido, que provenía de su interior. Un sonido inexistente, pero que aun así le taladraba la frente como si proviniera de una central energética de maldad. Llovía con mayor intensidad. Se acercó a la puerta principal. Cuando empujó el picaporte, se abrió. En el recibidor sin luz percibía el olor del oscuro panel de madera.
—¿Jonas? —llamó bajito, pero no obtuvo respuesta. Un leve crujido dejaba claro que alguien caminaba silencioso por el piso de arriba.
El suave resplandor que llegaba de la planta superior teñía los escalones de un tono un poco más claro. Dan se echó hacia atrás y se quedó en la puerta, listo para salir corriendo, pero solo era la abuela de Jonas quien bajaba la escalera. Su rostro era delgado y la barbilla estrecha. Su piel era de un blanco lechoso y sus mejillas estaban surcadas por una red de venas. Llevaba el cabello recogido en una redecilla, pero entonces vio el mechón enredado que llevaba a un lado de la cara. Jonas le dijo que su abuela había empezado a desbarrar un par de años antes y ahora solo hacía tonterías. No podía quedarse sola en casa.
Cuando Juha entró en la habitación de Marian, ella estaba tumbada con los ojos cerrados. No sabía si estaba dormida, pero la tensión había desaparecido de su rostro. Parecía que no le había ocurrido nada. Y pensó en Birka. Si no la encontraban, le compraría otro perro. Un cachorro monísimo, tal vez un perro de presa.
Dan se levantó un poco la gorra de lana y miró hacia la pared forrada de madera. A la abuela de Jonas no le gustaba que la miraran de frente, se lo había explicado Jonas. Pero la miró de todas formas. Estaba en el último escalón, vestida con un abrigo beige.
—¿Está Jonas? —preguntó Dan.
La abuela tenía un engrudo pegajoso en la palma de la mano. Desprendía un olor insulso, como partículas de la grasa con la que se embadurnan los esquíes. Se dobló sobre sí misma, como si fuera un ser indefenso llegado del espacio, se dio la vuelta y empezó a subir la escalera de nuevo. Olía a plátano. Dan vio la espalda de su abrigo desaparecer de una forma enfermiza, como si su cuerpo se fragmentara en pedazos cada vez más pequeños cuanto más se alejaba.
—¿Dónde está Jonas? —gritó—. Su ciclomotor ha desaparecido, y no se lo iba a llevar a Hvaler.
Ella se detuvo, se dio la vuelta y le observó asustada.
—No está bien —dijo con tono monótono, y se pasó un dedo ganchudo bajo uno de los ojos.
—¿Está sola en casa?
—No está bien —levantó las manos como para protegerse, se giró y subió los últimos escalones. Dan corrió tras ella. Vio que en el salón habían abierto un armario grande y muchas cosas estaban esparcidas por el suelo. Solo estaba encendida una pequeña lámpara redonda sobre el escritorio de Axel Tømte. Había una hoja impresa y, sobre ella, un jarrón azul—. ¡Vete! —gritó la abuela, y Dan se detuvo, se dio la vuelta y bajó las escaleras corriendo. Fue con prisa hacia la puerta de Jonas, puso la mano sobre el picaporte y la abrió con fuerza. La pantalla del ordenador desprendía una luz azul. El salvapantallas reflejaba una luz oscilante formando rayas. Entró en la habitación, se acercó al escritorio y apoyó las palmas de las manos sobre la superficie. Por el rabillo del ojo vio algo que no quería ver. Algo que estaba sobre la cama. Se escapó de su campo de visión. Cerró los ojos con fuerza y los abrió de nuevo. La visión le impactó como una lanza clavada en su estómago. Al instante siguiente intentó gritar, pero no consiguió articular sonido alguno.