La mujer policía puso el pie a media altura de la escalerilla de la puerta trasera y le hizo una señal para que bajara del autobús. Birgit Willmann se levantó, salió de lado entre los asientos, sujetó las dos asas y levantó la bolsa de un tirón, descansó el peso de la bolsa sobre su cadera y maniobró para avanzar de lado. Luego, bajó despacio por la escalera y salió.
El estruendo del autobús que cerraba sus puertas y arrancaba resonó en la terminal. La gente se apresuraba en todas las direcciones. Los bancos y las paredes de cemento tenían formas suaves, casi borrosas. Marian observó la barandilla brillante que separaba los apeaderos.
—He estado hablando con tu madre —dijo.
Birgit Willmann apretó los labios y contuvo el llanto.
—Entiendo…
Marian le sujetó el codo con la mano. La gran bolsa de deporte de color azul grisáceo estaba casi cerrada del todo.
—Deja la bolsa en aquel banco.
—No volveré a matar, no ocurrirá nunca más.
Pensó que Frank tenía que ser el asesino, el que había matado a Vivian. Seguro que era eso lo que iba a contarle. Sería libre.
—El niño —dijo Marian Dahle.
Birgit Willmann apretó la bolsa contra su cuerpo. A pesar de todo, Frank siempre la había protegido; de la vida, sí, pero también de las derrotas que habría sufrido si su vida hubiera sido normal. Habían llegado a un punto en el que la distancia física no significaba nada.
—Lo siento, no he sido capaz de mantener al resto con vida —susurró. Un movimiento recorrió la bolsa, débil, como un ala pequeña que subiera y bajara.
—Ponla sobre el banco —Marian alargó la mano e intentó quitarle la bolsa. Un nuevo movimiento de vida recorrió la tela basta y azul.
—Sé que tú has cogido a Sebastian, que le recogiste en la guardería hacia las 16:00.
Tiró de la bolsa. Quedó medio caída sobre el asfalto. Abrió la cremallera de un tirón y bajó la mirada hacia la criatura viva que respiraba y temblaba alternativamente y la observaba con ojos brillantes.
—¡Mierda! —Marian gritó tan alto que la gente se agolpó a su alrededor, y el conejo que estaba en la caja alargada en el interior de la bolsa saltó de un lado a otro. Olía como en un zoológico, un olor de circo, a heno y cacas.
Detrás de ellas había un muro de piedra. Birgit Willmann echó el brazo hacia atrás y empezó a arrancar la hierba amarilla que brotaba de la tierra escasa. Se hirió la mano con el borde.
—Tengo mi propia voluntad —dijo—, y aunque los otros murieran, eso no quiere decir que esta vez tenga que pasar lo mismo. A este no lo voy a matar.
—¿De qué estás hablando?
—Los he matado, los he estrangulado o los he soltado frente al bosque para que los perros de los corredores los persiguieran. Pero otros se han escapado solos, así que no todo ha sido culpa mía.
El coche patrulla frenó frente a ellas.
—¡Me cago en la leche! ¡Estás como una puta cabra! —En ese mismo momento recibió un mensaje de Cato Isaksen. Marian miraba a los dos policías que se aproximaban. Todo se volvió borroso. Aguzó la mirada, se dejó caer sobre el banco y puso la cabeza entre las manos. Marian recordó las conejeras vacías que se apilaban unas sobre otras detrás del cobertizo del jardín de los Willmann. Junto al seto de rosas silvestres, debajo de los jazmines. Ahora las veía claramente, pronto las rosas se convertirían en duros frutos verdes que enrojecerían, se ablandarían, antes de oscurecerse y pudrirse en el interior del seto.
—¿Cómo van las cosas por aquí? —Los policías de uniforme se habían bajado del coche.
—Ella no tiene al niño —dijo Marian—, yo misma informaré a Cato Isaksen.
Los policías asintieron con un gesto.
—Ha sido mi forma de soportar las cosas —susurró Birgit Willmann—. ¿Va uno a la cárcel por cosas así? Frank dice que sí, que iremos a la cárcel los dos —susurró.