Birgit Willmann introdujo la llave en la cerradura. No miró hacia atrás, se limitó a abrir la puerta y meterse en el recibidor. Pensó en el policía que se había pasado por la tintorería hoy para hablar con ella, y cerró con un sonoro portazo. La había mirado como si fuera un vidente. Tiró el bolso, se quitó el abrigo y subió directamente la escalera para ir al dormitorio y mirar por la ventana. Todavía quedaban un par de policías en el área de recreo. Por lo menos se libraba de la algarabía que organizaban los niños en los columpios, aunque ahora, en pleno verano, la mayoría de las familias se había marchado y era más llevadero. Después de cerrar la tintorería se había quedado un rato limpiando y recogiendo un poco, no corría tanta prisa llegar a casa para preparar la comida. Porque Frank no estaba en casa. Le había llamado desde la tintorería, pero no tenía el móvil encendido. Tal vez los policías se lo habían quitado. De repente vio que habían rodeado el cobertizo con cintas rojas y blancas, lo habían acotado, como si fuera el escenario de un crimen. Un escalofrío recorrió su columna vertebral. Parecía que la luz había desaparecido del aire. De pronto, sencillamente lo supo. La policía había estado en su casa, habían buscado y olfateado aquí dentro. Habían entrado en todas las habitaciones. Una leve sensación nauseabunda ascendía desde su estómago. Le pareció notar un olor desconocido, se agachó y miró debajo de la cama. La maleta y las cajas estaban allí. Seguramente Frank había deseado que se muriera más de una vez, porque hacía mucho ruido cuando le daban al asunto. Gemidos y gritos agudos que los vecinos podían oír a través de las delgadas paredes. Frank quería tenerla controlada. El electrochoque ayudaba. De una manera extraña, después se sentía más en paz. El cerebro se desconectaba, los nervios se desconectaban. La válvula de su cerebro se abría y podía respirar. Seguramente no de la manera en que debería hacerlo. No debería sentirse viva, pero a pesar de todo era así. Cuando tomaban café en la mesa del jardín por las mañanas, cuando llegaba un nuevo día y las flores de Frank lucían bonitas. Pero esperaba que sucediera algo. Y ahora había llegado el momento. Un pastor alemán había olisqueado en su jardín hasta dar con algo, algo cromado y con un canto afilado.