Frank y Colin observaban la oveja calzados con botas de agua. Tenía una pata rota. La habían recogido con la pick-up en la carretera, un poco más abajo. Colin fue hacia el granero, empujó la ancha puerta y cogió la escopeta que colgaba tras ella. No es que la muerte le fuese ajena, era un cazador y hombre de campo, pero aun así le dolió el disparo. El animal tuvo un espasmo, pero el dolor había pasado. Volvieron a echar el cadáver en la pequeña plataforma.
Una doble hilera de árboles recién plantados contenían la promesa de frutas venideras. Al fondo del campo de manzanos había una pequeña cruz, bastante nueva. La tumba del gato de Henny Marie, su perro lo había matado. Creía que el perro era seguro, pero algo debía de haber ocurrido, porque encontraron el gato casi partido en dos. Había cavado un agujero profundo y lo lanzó al barro.
Henny Marie salió con dos tazas de café, pero ninguno de ellos estaba de humor para dar las gracias. Se limitaron a cogerlas con las manos ensangrentadas. Ella dijo:
—¿No podrías sencillamente ir a Oslo y entregarte, Colin? No has sido tú. Mamá podría ir contigo en el coche, su hermana vive en Skøyen y te pilla de paso.
Arne Colin Andersen dijo:
—Frank está aquí. Son nuestros días para ir de pesca. Te he dicho que puedo acercar a tu madre al tren. Luego volveremos al campo. Tengo que vigilar la presa. Si el muro cede, puede ser una catástrofe.
Miró a Frank. Se acabaron el café y fueron al grifo de la pared a enjuagarse las manos ensangrentadas. Arne Colin Andersen se agachó para lavarse también la cara. Henny Marie recogió las tazas vacías. Sonrió a sus espaldas, una amarga sonrisa de disculpa. Todo iría a mejor. Ella había penetrado en su silencio. Una alegría modesta, pero intensa recorrió su cuerpo. Había envuelto pan, mantequilla, embutido y jamón en unos envases de plástico. Y néctar de manzana para él.
La madre de Henny Marie bajaba por las escaleras. Había preparado una maleta pequeña, que llevaba en una mano. En la otra llevaba una pamela.
Un trueno hizo que el cielo se abriera sobre sus cabezas. Estaban bajo la marquesina del autobús. Jonas tenía las manos sobre el manillar. No llovió, pero un golpe de viento arrastró algo de basura y una taza de cartón calle abajo.
—Tengo que ir para casa —dijo. Llegó el autobús y redujo la velocidad, pero nadie iba a bajarse y finalmente no paró, continuó con un bufido.
Dan miró a través del tabique de plástico hacia la casa de Frank y Birgit. En otoño, con niebla cerrada, la gente se miraba desde las entradas de sus casas y se preguntaba por qué razón vivía allí. No todo el mundo tenía ánimos para preparar la cena y limpiar las ventanas como hacía Birgit. Ese era el tiempo que estaba haciendo, a pesar de que estuvieran en verano. Parecía que lo ocurrido se había contagiado a la calle. Hasta las filas de chalets parecían diferentes. Ya no tenían un trabajo extra para él en la gasolinera. Le habían avisado; a partir del otoño, nada. Todos los meses ingresaba dinero en la cuenta, para poder permitirse las cosas que hacía Jonas. Jonas le estaba mirando.
Si pensaba en su madre tenía una sensación desagradable en la base de la nuca. Era para volverse loco.
—Dije no tuviste nada que ver. Puedes estar tranquilo, Jonas. Pero ese maldito tenía una cámara de vigilancia junto a la puerta. Nos filmaron. Pero las imágenes eran poco nítidas, y la policía me creyó cuando dije que fue idea mía. Me eché toda la culpa de lo de la tierra. Y no mencioné la pistola. Y tampoco el petate.
Jonas chapoteó con el pie en un charco pequeño.
—Es que es tu culpa. Tú te empeñaste. Mi padre me habría matado si se hubiera enterado de algo, Dan. Habría sido el fin.
Los coches pasaban por la carretera con un sonido húmedo.
—Tu padre no se va a enterar de nada, Jonas. Dijeron que podía irme, sin más.
—En cualquier caso me voy mañana, Dan, a Hvaler.
Dan miró por encima de su hombro. Fijó la vista en un pequeño estampado negro con forma de púa.
—Qué suertudo eres. ¿Tienes que irte? La tía Rita le ha dicho a la policía que deberían hacernos una prueba de ADN.
—¿Ha dicho eso? ¿Por qué?
—¿Tú qué crees? Están buscando al asesino. ¡No sé cómo lo hacen! Puede que solo vayan a comprobar a los pequeños. Supongo que tendrán que llevarlos a la comisaría y hacerles análisis de sangre y todo eso. Pienso negarme. Odio los análisis de sangre.
—¡Mierda! —dijo Jonas.
—¡No te vayas, Jonas! —En la cabeza de Dan se formó una mancha marrón y gris. Eran como dos figuras desconocidas recortadas de su propia y solitaria zona oscura.
—¡Tengo que irme! —Jonas echó un vistazo a la casa de color verde claro. Dan siguió la dirección de su mirada y vio a su tía en la ventana de la cocina.
—¡A tu padre no le gusto! —Dan sostuvo su mirada. La única ocasión en que el padre de Jonas se había interesado por él fue el año anterior, antes de que fueran a Finnemarka. Entonces se puso en contacto con su madre y estuvo dando la lata, como si fueran a embarcarse en una expedición polar.
—Ojalá pudieras venir con nosotros, Dan.
—¡Pues lárgate ya! —Cerró el puño y golpeó el panel de plástico.
En ese mismo instante un BMW negro subía por la carretera. Bajaron la ventanilla, el conductor se desabrochó el cinturón de seguridad y se asomó por ella. Era Klaus Bjone.