Birgit Willmann consiguió ponerse de rodillas jadeando y se agachó para mirar debajo de la cama. Frank no se había llevado las cajas ni la maleta, a pesar de todo. Le había prometido a Frank que lo tiraría, porque a él no le gustaba que atesorara todo aquello. Oyó por la ventana a dos gatos que peleaban salvajemente por su territorio a la entrada del bosque. Tiró de la caja que tenía más cerca, la de la tapa decorada con flores plateadas, consiguió levantarse y se sentó en su lado de la cama. El lado de ella, el de él. Frank estaba en el cobertizo. Unas náuseas intensas se apoderaron de sus entrañas. A nadie se le ocurriría buscar debajo de su cama. Abrió la tapa, pero volvió a encajarla al momento. Abajo, en el salón, estaba encendido el televisor. Echó un vistazo al despertador grande. Eran las 20:31. Frank y ella verían las noticias de las 21:00, como siempre. Vivian y ella no eran amigas, la diferencia de edad era demasiado grande. Había ido dejando escapar confidencias una a una; los conejos y los bebés en los bolsillos. Y lo de Frank. Se dio cuenta de que sonaba a un chiste que da vergüenza ajena, hablar de viejos verdes, como si fuera un tema del que ella supiera algo. Fue una confesión fracasada, un momento de trascendencia forzada. Vivian dijo que las mujeres debían jugar según las reglas de los hombres, ser más apasionadas. Eso no era lo que Birgit quería escuchar. Seguramente Vivian creyó que el brillo de sus ojos se debía al vino. Empezó a balbucear, le habló a Vivian de la agresividad latente de Frank, dijo que ella no era de sangre caliente, que Frank y ella eran como hermanos, y que no quería saber nada más de la vida sexual de Vivian. Y, de repente, le había contado el sueño, esa pesadilla que se repetía constantemente, esa en la que buscaba a su propio hijo en los grandes bolsillos del delantal que llevaba en la tintorería. Entonces, Vivian había puesto su mano con uñas de porcelana sobre la suya, confiada, y empezó a hablar de su propia madre. Finalmente, Birgit también había contado algo de su propia madre. Pero luego se sintió muy incómoda. Frank le había explicado miles de veces que él no tenía ningún problema, que era ella quien lo tenía. Menos mal que Vivian no había hecho más preguntas sobre los bebés en los bolsillos.

Vivian Glenne echó un vistazo al espejo del baño. Su piel tenía impurezas y pecas, y la nariz era algo grande, pero su boca era bonita. Llevaba los labios pintados de un rojo intenso y el contorno dibujado con un lápiz de un tono más oscuro. Su hermana creía que lo sabía todo, solo porque era enfermera pediátrica en el hospital de Ullevål. Le dijo a Vivian que era una carga para Roy y para sí misma. A Vivian no le gustaba complicar las cosas, pero se ponía nerviosa y tenía sentimientos, como todo el mundo.

Las moscas daban vueltas en torno a la pantalla plana de la lámpara. Le parecieron símbolos de maldad. El tono grave de otra cosa que oscilaba tras su frente. El anticuado frasco de pesado perfume amarillo estaba sobre la repisa de cristal. Se echó un poco en el cuello, se deslizó fuera del baño y se quedó escuchando en la puerta del dormitorio. El silencio era total. La puerta del cuarto de Dan estaba entreabierta. Veía su espalda encorvada y oía el ruido sordo del juego de ordenador. Empujó la puerta hasta abrirla.

—Todo se va a arreglar, Dan. Mañana será un día como otro cualquiera. Voy a aclarar las cosas con ese hombre.

Él no contestó. En el piso de abajo Roy se había quedado dormido con el volumen del televisor a tope, como siempre. Fue a la cocina, le dio un par de largos tragos a la botella de vino blanco y volvió a dejarla en la nevera. Su teléfono móvil estaba entre los platos manchados de kétchup que había sobre la mesa. Se bebió lo que quedaba de la botella de Pepsi Max y echó una mirada al reloj del horno. Eran las 20:36. No tenía más remedio que ir al bosquecillo. El pequeño invernadero fue en su día una idea de Colin. Lo había montado en la zona común y había excavado para un huertecillo a su alrededor. Los vecinos de los chalets adosados lo cuidaban por turnos. Era, sobre todo, para los niños, pero Frank era el más entusiasta. Cada mañana pasaba por allí para regar. Salió al recibidor. Los zapatos rojos estaban tirados con los tacones enfrentados, como si estuvieran haciéndose burla.

Frank Willmann estaba en la puerta que daba al jardín. La corriente hacía oscilar las cortinas. Reinaba la tranquilidad propia del verano, la mayoría de los vecinos se había marchado, pero el zumbido del tráfico era constante. Apenas podía entrever el invernadero entre los árboles. También estaba orgulloso de su pequeño jardín. No eran más de cuarenta metros cuadrados de césped, pero había construido su cobertizo lindando con la zona común diez años atrás. No era el único que tenía un cobertizo, pero el suyo era de mejor calidad porque había comprado una puerta de verdad, con cerradura, y no una puerta endeble que se cerraba con un candado, como la mayoría de los vecinos. El cobertizo casi impedía que se viera la casa desde la zona de juegos y el sendero que pasaba frente a ella. El seto de lilas tapaba el resto. Sus parterres con plantas perennes parecían minúsculos jardines japoneses rodeados de piedras redondeadas. Se había comprado libros sobre plantas, se preocupó de aprender técnicas de riego y había descifrado el código de los setos siendo sistemático y concienzudo. Sus herramientas de jardinero estaban alineadas junto a la pared del cobertizo; la pala, el rastrillo y la azada. Iba allí con frecuencia, tenía una silla. Dentro, guardaba sus herramientas; el martillo, el hacha y las llaves inglesas, que colgaban ordenadamente de un soporte que había fabricado. Él mismo había hecho el arcón de madera. La funda de plástico con la que tapaba los muebles de jardín en invierno estaba enrollada detrás del arcón. En la vieja cómoda, de cajones que se cerraban con llave, guardaba revistas con mujeres desnudas en todas las posturas posibles y una botella de whisky barato de la que Birgit no tenía por qué saber nada. Y fuera, junto al seto de escaramujo, metidas debajo de un arbusto de lilas, estaban las jaulas vacías de los conejos.