Cato Isaksen oyó una nota musical a lo lejos. El sonido salía por la puerta del despacho, navegaba precariamente por el pasillo vacío y llegaba hasta la máquina del café donde estaba él. Al principio no se dio cuenta de lo que era, creyó que era el zumbido de su propia sangre, los latidos del pulso atravesando su cabeza. La luz blanca de neón penetraba en sus ojos. De repente se dio cuenta de que era su móvil, que sonaba.

Dan gritaba por el móvil, el llanto le escocía la garganta.

—¡La ropa de Sebastian! —Respiró pesadamente y se llevó la mano a la cara, se tapó la boca con ella para hablar—. La ropa está sobre la cama de Jonas. ¡Tenéis que venir! ¡Jonas no está aquí! ¡Solo su abuela! ¡Tiene que ser la abuela de Jonas quien se ha llevado a Sebastian de la guardería!

—Vamos hacia allí —gritó el policía—. ¿Cuál es la dirección?

—Calle Konvall, 3 —gritó.

Un leve impacto en la planta de arriba lo hizo encogerse. ¿Habría más gente en la casa además de la abuela? Oyó que caía agua por unas tuberías en el interior de la pared. Las pequeñas prendas azul claro, un pantalón de franela y un jersey de un tono un poco más oscuro con franjas blancas estaban sobre la cama sin hacer en un montón desordenado. La ropa de Sebastian. No entendía la conexión, las piezas se iban encajando en su cerebro. La angustia le dejaba las mejillas y las orejas heladas.

De pronto apareció la abuela en medio de la habitación.

—¿Sabes lo que es el carmesí? —Y se respondió a sí misma—. Un gusano invisible que vuela en la noche y aterriza sobre las hojas.

—¡Cállese! —dijo él, y fue hacia la cómoda para meter la mano detrás. La pistola Glock de Bjone aún estaba allí. Sintió algo de alivio. Cogió la pistola y se la metió en la cintura del pantalón, bajó el jersey y se tapó con la chaqueta. Debajo de la cama de Jonas estaba el petate de color verde militar de Bjone. Lo sacó. Estaba vacío.

—Seguramente será una tela, o un material de alguna clase —siguió desbarrando la abuela—. ¡Jonas! ¡Amorcito! —llamó.

El silencio que se hizo a continuación le provocó escalofríos. Parecía un perro de presa olisqueando por la casa vacía. Por la pantalla del ordenador navegaban imágenes en constante cambio, formando un bucle.