La puerta del garaje era pesada e inestable. Los muelles de las bisagras gimieron y emitieron un intenso sonido por efecto del roce cuando levantaron la puerta juntos y la empujaron con los hombros.

—Silencio, Jonas. ¡Espera un poco! —El chirrido de las bisagras seguía en el aire, se intensificó y pasó a ser una peligrosa sinfonía.

Dan respiraba profundamente. Se quedaron paralizados unos instantes con el peso del portón sobre sus cuerpos, antes de levantarlo despacio un poco más y pasar por debajo. Volvió a bajar un poco y Dan tanteó la pared en busca de un interruptor de la luz. Lo encontró y lo presionó. La luz caía del techo y la visión del coche les impactó a los dos a la vez.

—Mierda —susurró Jonas mirando fijamente—. Dan, ¡hostia!

Dan observaba el gran parachoques del coche. Su cerebro tardó un tiempo en procesar la imagen. Era un jeep de color verde militar. Con una parrilla que parecía una dentadura incrustada entre los grandes faros redondos. El coche tenía neumáticos con un dibujo profundo y una antena sujeta detrás, doblada hacia delante sobre la capota y atada a la vaca de la parte delantera.

—¡Se ha cambiado de coche! ¡Me cago en todo, ha cambiado de coche!

Una de las paredes estaba cubierta de leña amontonada. Dan rozó la última fila y dos maderos cayeron con fuerza sobre el suelo de cemento. Pasó por encima de ellos y se acercó al coche.

—La puerta está abierta —susurró. El corazón golpeaba su caja torácica como un guante de boxeo.

Al fondo del garaje había una puerta metálica gris. Dio un paso atrás y empujó la puerta del garaje con el hombro.

—¡Date prisa! —Su corazón latía como el de una liebre, sabía que en ese momento su hipófisis estaba enviando mensajes a sus cápsulas renales, que a su vez liberaban la hormona del estrés. La adrenalina le puso en alerta máxima—. ¡Joder! —murmuró otra vez sintiendo que la angustia humedecía sus ojos.

Dan se llevó la mano a la boca.

—Bjone es jodidamente astuto. Seguro que no ha dejado ni una huella. Se ha cambiado de zapatos, y cosas así —tenía frío, bajó la mano y tiró para sacar la bolsa de tierra, cerrada con un nudo, del bolsillo. En un fogonazo visualizó a la mujer policía; no tenía ni puta idea de nada, y el lunes daría un chivatazo anónimo. Entonces le daría otras cosas en las que pensar, en lugar de dar vueltas buscando a su padre. Abrió del todo la puerta del coche, se inclinó hacia el interior y esparció la tierra debajo de los pedales e, incluso, en la alfombrilla del asiento del copiloto. Nadie entendería nada. Ni huellas digitales, ningún rastro, solo tierra del lugar del crimen. Jonas estaba justo detrás de él.

—Vuelve a dejar esos troncos donde estaban. Hay algo en el asiento del copiloto.

Klaus Bjone estaba algo apartado de la ventana, en la oscuridad, y contemplaba el haz de luz amarilla que se abría camino por debajo de la puerta medio abierta del garaje. Vio el movimiento de unas sombras junto al muro del jardín. La noche de verano estaba en su momento más oscuro, pero no era suficiente. ¿Qué demonios pretendían? No había cerrado la puerta del coche, pero no podrían arrancarlo sin la llave.

Dan enrolló la bolsa de plástico hasta formar una pequeña pelota, se incorporó y volvió a metérsela en el bolsillo.

Fue él —dijo tirando del petate para dárselo a Jonas—, es el mismo que llevaba en el asiento trasero del BMW. Jonas tragó saliva.

—¿Y para qué lo quiero? —Sostenía un tronco en cada mano—. Pero ¡joder, Dan, mira esto! Hay una pistola metida en su funda detrás del montón de leña —la cogió y la sostuvo en el aire.

Dan abrió de un tirón la cremallera del petate. Había ropa de bebé de color rosa y una mochila portabebés acolchada azul.

—¡Mete la pistola aquí! ¡Rápido! —Tiró del arma para soltarla de la mano de Jonas y la tiró dentro del petate—. ¡Ven, joder! ¡Nos piramos! —Pero en ese mismo momento se abrió la puerta metálica gris. El miedo se clavó como un rayo en su cerebro—. ¡Corre! —Klaus Bjone estaba en la puerta vestido con una bata de seda negra.

—¿Qué demonios estáis haciendo? ¿Qué buscáis?

Dan se lanzó hacia el interruptor y consiguió apagar la luz. Un sonido escapó de su boca.

—¡Corre!

Jonas le cogió el petate y Dan cayó hacia atrás golpeándose con la leña apilada, puso las manos sobre el suelo de cemento, recuperó el equilibrio y se levantó a toda velocidad.

Klaus Bjone apoyó la mano sobre el coche y se giró. Dan sentía que la angustia quemaba en su laringe.

—¡Corre!

Jonas empujó la puerta del garaje hacia arriba, pasaron por debajo y la cerraron de una patada.

—¡Corre! —gritó Dan.

Dejaron atrás la zona adoquinada, llegaron a la carretera envuelta en el silencio nocturno y bajaron corriendo a toda velocidad. Jonas llevaba el petate en la mano. Golpeaba arriba y abajo.

—¿No te lo dije? —sollozó.

Dan se dio cuenta de que había empezado a sangrar por la nariz otra vez. El cálido líquido se deslizaba por su barbilla y goteaba sobre el basto tejido del mono de trabajo.

—¡Corre! —susurró.

—Si me ha reconocido y mi padre se entera, será mi fin —dijo Jonas. Entraron en un jardín y se dejaron caer detrás de un seto. Poco después oyeron el sonido del jeep, como el gruñido de un gran animal. La luz de los faros delanteros teñía el asfalto con dos largas franjas. Cuando el coche se deslizó junto a ellos estaba lo bastante oscuro como para que la sombra de la valla dibujara su entramado sobre el rostro de Jonas. El coche paró un poco más adelante y dio marcha atrás.

—¡Mierda! —susurró Jonas.

—¡Ahora también tendrá tierra en la suela de los zapatos! —Dan temblaba. Se colocó el cabello detrás de las orejas, como para oír mejor—. Seguro que el arma no es legal —susurró mientras se taponaba la nariz con un calcetín rosa de bebé para detener la hemorragia. Comprobó que la bolsa de plástico estaba bien metida en la cintura de su pantalón.

El coche se detuvo. El motor vibraba en punto muerto hasta que el jeep empezó a deslizarse lentamente calle abajo y desapareció.

—¡Joder! —dijo Dan. Los árboles oscuros y los setos de tuya parecían siluetas humanas—, siento como si tuviera un terremoto metido dentro, Jonas. Tengo unos temblores terribles.

—Los terremotos influyen en el tiempo —dijo Jonas percibiendo el olor de las agujas del abeto contra el que se apoyaban—, se añaden nuevos segundos. Los ordenadores de todo el mundo se ajustan automáticamente.

—Ahora no, Jonas —Dan oía su voz a lo lejos, como si tuviera algodón en los oídos. Se oyó un pitido. Un ave nocturna solitaria emitió un par de débiles notas. El verano anterior, Jonas se había reído con todo lo que decía su padre. Dan imaginaba su rostro. Jonas había sido feliz. Klaus Bjone era el culpable. Su padre no tenía nada que ver con esto. Si tan solo hubiera podido hablar con su padre… Y con su madre. Sintió un pinchazo: su madre estaba muerta. No era capaz de creer en la resurrección del cuerpo. Solo podía intentar adivinarlo. ¿Adónde iba ese instante, esa fugaz visión de una certeza que se lanzaba entre los árboles, subía hacia el cielo y seguía por el universo? Repentinamente sintió angustia ante la realidad y cercanía con su madre. No había llorado cuando la policía se presentó para contárselo, pero lloraba ahora. Se secó los ojos con el calcetín de bebé y sorbió los mocos ensangrentados.

—Dan, ¿qué te pasa?

—Alergia.

—Tenemos que largarnos. Deprisa, ahora, antes de que vuelva.

Se levantaron a la vez, salieron corriendo por la cancela y caminaron deprisa, el uno junto al otro, calle abajo, con los hombros levantados y pasos ágiles. Habían escondido el ciclomotor un poco más abajo, en un jardín. Jonas se deslizó sobre la moto y giró la llave. El ruido del motor invadió los tranquilos jardines nocturnos mientras el vehículo daba unos bandazos antes de coger velocidad y marchar en sentido contrario al jeep.