El psiquiatra era alto y delgado, de rostro alargado y aspecto cansado. Le tendió la mano y dijo:

—Harald Mørk —se sentó y se puso unas gafas montadas al aire. Marian pensó que Mørk era un nombre oscuro, adecuado para un reductor de cerebros. Ordenó a su bóxer de color negro, Birka, que se tumbara en el suelo y se dejó caer en la gastada butaca de piel que el psiquiatra señalaba junto a la suya. La perra tenía una estrella blanca en la frente y el pecho blanco.

Dos butacas iguales, como para tranquilizar a los pacientes y hacerles pensar que estaban en igualdad de condiciones. Sobre la pared de color claro colgaba una foto en blanco y negro de una ciudad. El techo tenía molduras de escayola.

Marian aún sentía su apretón de manos. Tiró un poco de las costuras que remataban las mangas de su camiseta. Sabía que aparentaba menos edad que sus 34 años y que sus ojos rasgados y su cabello negro delataban que era natural de otro país. Había nacido en Kansong, en la provincia de Kangwon, muy cerca de la frontera de Corea del Norte.

El psiquiatra se quitó las gafas y las sopesó con la mano.

—¿En qué puedo ayudarte?

—Trabajo en la policía, como investigadora en la brigada criminal. Soy buena encajando pistas técnicas y tácticas porque crecí teniendo que estar siempre alerta, adelantándome a lo que pudiera pasar. No hay mucho que me distancie de los asesinos que debo desenmascarar. En realidad, cada vez menos. Eso me da un miedo atroz. Tengo que aprender a organizar mis ideas. Esa es la ayuda que necesito.

Él la miraba. Ella continuó:

—Últimamente me he sentido un poco desubicada —pensó en su frigorífico lleno de comida caducada; mermelada fermentada con manchas de moho verde y un cartón de leche amarillento.

El psiquiatra se frotó la barbilla. Ella tomó aire:

—Este último invierno mi jefe inició una investigación interna porque me había llevado a casa unos documentos confidenciales.

En su apartamento, antes de mudarse a Solveien, se había montado una oficina y había empezado a organizar un archivo de casos antiguos por su cuenta.

—Llamaron a los de asuntos internos. Me parecía que la investigación oficial iba demasiado lenta.

—¿La investigación interna dio algún resultado?

—No pudieron demostrar nada —fijó la mirada en una irregularidad del tapizado de poliéster que cubría la pared detrás de él y tragó saliva intentando humedecerse la boca—. Acabo de tener dos semanas de vacaciones. Nunca he estado de baja. Estoy sola, solo tengo a mi perra —se miró las muñecas, donde la piel era más fina y las venas azules—. Seguro que leíste sobre ello, lo comentaron en todas partes, que asesinaron al director de la Policía Judicial y que su herencia fue para una joven policía.

—¿Eres tú?

Ella asintió con la cabeza.

—Estoy reformando su casa de Solveien, en Nordstrand. Todavía la llamo su casa, aunque ahora es mía. Con vistas al fiordo de Bunne, piscina y un gran jardín. El director de la Policía Judicial me salvó cuando yo tenía 16 años. Llamé al teléfono de emergencia y vino. Mi madre adoptiva intentó asesinarme con un cuchillo. Eso fue antes de que él fuera el director de la Policía Judicial, aunque fue poco profesional por su parte ayudarme: la policía no debe llevarse a las víctimas a su casa. Pero me hice policía por él. Vine de Corea cuando tenía 3 años.

—¿Recuerdas algo de aquello?

—Me encontraron en una playa con un anciano y me llevaron a un orfanato. Tenía la pierna rota. Luego vine a Noruega.

Parecía tan sencillo cuando lo contaba así… Pero se acordaba de todo: la soledad, el olor a sudor de su madre adoptiva, los bloques de siete pisos de altura y el barro y la nieve sucia del parque infantil en febrero. Solo con pensarlo sentía melancolía. Recordaba la cocina con las alacenas amarillas, la sensación de los aburridos días de diario y las comidas sentados a la mesa de formica. La melancolía era en un principio hiel negra. Como si todo estuviera sumergido en ella; su habitación húmeda y pequeña con moqueta de color rosa palo. El aparador del cuarto de estar con los retratos enmarcados y alineados, todos de la familia de su madre. Y uno de ella, con los ojos rasgados, el cabello negro de corte recto y la boca en la que faltaban dientes. Era de su primer día de colegio, la única foto en la que alguien sonreía.

—¿Y tus padres adoptivos?

Marian se agachó y rascó a la perra detrás de la oreja.

—No tengo ningún contacto con ellos.

—¿Has ido a terapia con anterioridad?

—No —mintió enderezándose—, quiero aprender algunas técnicas para ser capaz de controlarme. Lo demás, de alguna manera, lo tengo ya organizado. No sé si tengo fuerzas para reincorporarme al trabajo el lunes. A veces trabajamos bien juntos pero él… Cato Isaksen, mi jefe, es despiadado al hablar y yo soy muy sensible, no tengo barreras a mi alrededor que me protejan. Supongo que él diría que quien es muy bestia hablando soy yo. Y además estoy con la reforma de la casa. Es demasiado.

—Si lo que buscas es una baja, tendrás que hablar con tu médico de cabecera. Pero puede que el nivel de serotonina de tu cerebro sea demasiado bajo.

Parecía tan clínico, tan jodidamente frío, era como hablarle a una pared que respira. Pero, por otra parte, era completamente perfecto, porque ella no quería esto. Alzó la mirada hacia las molduras de escayola del techo.

—Si no puedes ayudarme, tendré que consultar a otro.

Marian sabía demasiado bien que no era fácil consultar a otro, las listas de espera eran interminables y el tiempo de espera largo. Por la calle pasaba traqueteando un tranvía. La perra soltó un bufido.

El psiquiatra la observaba.

—¿Cómo son el resto de tus colegas?

—Mis colegas están bien —dijo Marian pensando en Randi Johansen, con quien compartía despacho, Roger Høibakk, Asle Tengs y la investigadora de escenarios del crimen Ellen Grue. El único problema era la maldita auxiliar administrativa Irmelin Quist. Fue ella quien se dio cuenta de que se llevaba documentos y se chivó a Cato el invierno pasado. Irmelin era demasiado aguda, y las personas así no le gustaban.

El psiquiatra pasó la punta de la lengua por sus delgados labios.

—¿Y pareja?

Pareja, menudo cursi idiota.

—No soy lesbiana, si es eso lo que estás pensando. Es una pena, porque hubiera estado condenadamente bien. Me podría buscar una dependienta, o alguien así, y de paso tendría una amiga. Tengo un amigo, por cierto. Juha, vive conmigo. Soy su tutora, porque él también ha heredado algo de dinero. Pronto cumplirá los 20. No nos acostamos.

El psiquiatra se echó hacia atrás, como si quisiera alejarse un poco más de ella.

—¿Bebes?

Marian se sonrojó, se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre las rodillas, descansó la barbilla en los puños cerrados y le miró:

—No —mintió.

—El estrés postraumático no es infrecuente. La melancolía y la depresión son normales después de una experiencia como la que describes.

—No solo me he llevado papeles y documentación a casa para copiarlos de forma irregular, también le robé un corazón de plata a un hombre que fue asesinado. Lo llevo puesto. ¡Mira! Y una vez me probé el vestido de una chica que había sido asesinada. Yo nunca me pongo vestidos.

El psiquiatra abrió la boca para decir algo. En ese preciso instante sonó el móvil en las profundidades del bolsillo de Marian. Lo sacó y le echó un vistazo.

—Es mi jefe —dijo levantándose. Sabía que nunca volvería a ponerse en contacto con Harald Mørk—. Dime, Cato.

—Marian, sé que aún te quedan tres días de vacaciones, pero somos muy pocos en el trabajo y los que están de guardia nos acaban de avisar de que han encontrado a una mujer asesinada en un claro del bosque cerca de un parque infantil en Lambertseter. ¿Cuánto tardarías en llegar hasta allí?