7
Doce horas antes de desaparecer
La cálida sonrisa de Jabel la recibió a los minutos de estar sentada sobre la maleta a la espera de su llegada. No tardó en responder al alegre recibimiento de igual modo. Sin mediar palabra se fundieron en un emotivo abrazo. Los días invertidos en hablar los llevaron a conocerse más de lo que ellos mismos pensaban. Por ello, no fueron necesarias las obsoletas presentaciones que tan incómodas eran en ciertas ocasiones.
—Cuánto me alegro de que estés aquí —confesó él sin perder la alegría del rostro.
—Yo también me alegro.
Al igual que los desaparecidos caballeros, Jabel aprehendió el equipaje y aferró su mano para guiarla hasta su coche. Serpentearon los vehículos que abarrotaban el aparcamiento hasta llegar a un utilitario azul marino. Ubicada la maleta en su compartimento, accedieron al coche sin dejar de dedicarse miradas furtivas.
—¿Te duchas en mi casa o prefieres que te lleve a Murcia y lo haces en la tuya?
Edna no tuvo que reflexionar la respuesta, la tenía sumamente clara incluso antes de tomar la loca decisión de apearse del tren sin ser su fin de trayecto.
—Si no te importa, en tu casa. Así no perdemos tiempo.
Jabel amplió la sonrisa. Sin pensarlo, acercó su rostro y —con suavidad— posó sus labios en los de ella. No intentó —bajo ningún concepto— profundizarlo, con ese simple roce de sus bocas se daba por satisfecho por el momento, llevaba tantos días anhelando ese encuentro que con tenerla a su lado era suficiente premio.
Una vez el vehículo en marcha, Jabel volvió a sujetarle la mano y no la soltó hasta que llegaron frente a su portal. Edna dedicó los minutos invertidos en el camino hasta su lugar de residencia para relatarle los espléndidos días vividos en Valencia y lo bien que le había venido salir de la monotonía en la que se había convertido su vida.
Él escuchaba atento lo que decía, le encantaba el timbre de su voz; aunque más la soltura con la que se desenvolvía, logrando con ello que el encuentro fuese tan placentero que nadie podría decir que se veían por primera vez.
Con la educación que siempre lo acompañaba, volvió a hacerse cargo del equipaje y mantuvo la puerta del edificio abierta para que ella pasase. La orientó por la minúscula vivienda hasta llegar al único cuarto del que disponía. Edna al ver la cama que ocupaba la inmensa mayoría de la estancia, no pudo remediar mirarlo con cierto recelo.
—Si decides quedarte a pasar la noche, tú dormirás en la cama y yo en el sofá. Que quede claro que no va a ocurrir nada entre nosotros que no desees, no soy de ese tipo de hombre. Sé esperar —comentó con sinceridad acariciándole la mejilla.
A Jabel no le pasó inadvertido la duda en su mirada al comprobar que la vivienda solo disponía de un dormitorio, por eso quiso borrarle la incertidumbre de inmediato. Él con tenerla a su lado se conformaba, lo que tuviese que pasar entre ellos no deseaba que fuese forzado, le gustaba que las cosas sucediesen por lo natural y que ambas personas lo deseasen.
—Gracias —agradeció Edna con una tímida sonrisa.
Le ofreció intimidad dejándola en el cuarto para que se duchara y cambiara, se instaló en el sofá a la espera de que su Dulcinea particular apareciera.
Al saberse sola, Edna no tardó en ponerse en marcha. Se sentía mal por haberle demostrado con gestos la incomodidad que le producía saber que nada más había una cama, cuando lo único que él hizo desde el inicio había sido darle confianza. Algo a lo que no estaba acostumbrada, ya que sus experiencias anteriores a cada cual había sido más desastrosa; pero Jabel —con tesón— había demostrado que era una persona en la que se podía confiar, que no mostraba doble personalidad para enamorarla y después dañarla, él había dejado ver sus virtudes y defectos desde el primer momento en el que se conocieron.
Una vez despojada de la sensación de suciedad se plantó frente a la maleta con indecisión, no sabía qué ponerse, algo que desde hacía tiempo no le sucedía. Desechó el vestido que utilizó para la presentación de Sara, le parecía excesivo para una primera cita, demasiado insinuante sin tener las cosas claras, no deseaba precipitar nada y si se colocaba esa prenda enviaría un mensaje contradictorio.
Rebuscó entre sus pertenencias hasta dar con los pantalones negros, los combinó con una camisa blanca cuya semitransparencia insinuaba el encaje negro de la lencería. Aplicó una fina capa de polvos sobre el rostro y dejó los rizos sueltos. Tras colocarse los zapatos, coger la chaqueta y el bolso, salió a su encuentro. Lo halló sentado en el sofá.
—Cuando quieras —anunció para que reparase en su presencia.
Jabel admiró la obra de arte que adornaba su vivienda, no le importaría observarla cada día el resto de su vida. La sencillez de su atuendo la hacía más hermosa de lo que por sí era. Se incorporó y, al igual que en el aparcamiento, tuvo que contener sus ansias por besarla. En su defecto, se dedicó a unir sus labios, en parte deseaba que fuese ella quien lo prolongara.
—Estás preciosa. Esta noche voy a ser la envidia de todos.
—Exagerado. —Rio Edna ante el halago.
—Para nada.
Cogidos de la mano descendieron las dos plantas que los separaban de la calle. Conforme pasaban los minutos más cómoda se sentía a su lado, y Jabel no cabía en sí de la felicidad que lo embargaba al saber que la mujer que lo acompañaba se había fijado en él. No había tenido suerte en cuestiones amorosas. Las mujeres que estuvieron con él siempre se movieron por interés, jamás se enamoraron de él, algo que anhelaba con todo su ser.
—¿Qué te apetece cenar? —inquirió sin soltarla.
—Cualquier cosa, me gusta todo.
Jabel miró el coche y antes de desechar la idea de utilizarlo, preguntó:
—¿Te importa si vamos andando? La zona de restaurantes está a dos manzanas.
—Para nada, me encanta caminar.
Entre confesiones, risas y roces provocados, llegaron a una calle repleta de pequeños bares y restaurantes. Se instalaron en la terraza de una diminuta tasca que disponía de estufas exteriores. Tras sopesar las ideas, se decantaron por pedir pequeñas raciones al centro para compartir, acompañadas de dos jarras de cerveza.
—Entonces, ¿la presentación de tu amiga fue todo un éxito?
—Sí, al igual que las demás. No entiendo por qué Sara se pone tan nerviosa cuando le toca presentar ante los lectores una nueva obra, el mero hecho de llevar su sello ya le asegura centenares de ventas. Imagino que una nunca se acostumbra al éxito.
—También es posible que los nervios no se deban a eso.
Edna lo miró sin entender.
—Puede que el miedo sea porque la novela no sea tan bien acogida o los lectores piensen que ha perdido su habilidad a la hora de narrar —aclaró Jabel.
—En este caso, dudo mucho que eso ocurra algún día, cada trabajo que finaliza supera al anterior. En ocasiones, la envidio.
—No deberías. Tú ya eres una mujer diez.
Edna notó como sus mejillas se encendían debido a la habilidad de Jabel para hacerla sentirse especial, la trataba como si no existiese otra mujer en la faz de la tierra.
Trasladaron la tertulia a otro local ubicado a unos metros del que estaban. Volvieron a instalarse en la terraza, además de ofrecerles más tranquilidad al no estar en mitad del bullicio que a esas horas de la noche abarrotaba el bar, les permitía fumar.
La madrugada cayó sobre ellos sin percatarse, eran tantas las cosas de las que querían hablar, que fue el camarero quien —con cordialidad— los invitó a acabar la velada. Ambos se sorprendieron al comprobar lo avanzada de la noche; no obstante, la sensación de los dos era que llevaban escasos minutos juntos.
Cogidos de la mano emprendieron el regreso a casa. Aunque les apetecía tomar una última copa, los empresarios —con las persianas bajadas— los invitaron a que lo hiciesen en la intimidad del salón de Jabel.
Al llegar, él no tardó en sacar un par de vasos y unas cervezas, tenían tantas cosas que confesarse que no estaban seguros de hacerlo en las horas que les deparaban juntos.
—¿Puedo revelarte un secreto? —susurró Jabel para enfatizar sus intenciones.
—Por supuesto.
Edna cruzó una pierna sobre la otra, aquella postura le permitía girar el cuerpo y mirarlo de frente.
—Esta tarde tenía la impresión de que no te ibas a quedar y al llegar a casa, anularías nuestra cita.
Edna alzó una ceja sorprendida.
—¿Y eso por qué?
Jabel encogió los hombros.
—¿Cuánto tiempo llevamos hablando?
—Varias semanas.
—Cada vez que he intentado ir a verte, has salido con alguna excusa. Hoy estaba convencido de que sería igual.
—Te has equivocado, aquí estoy.
—Y no sabes lo feliz que me haces.
Jabel centró la atención en los jugosos labios de Edna, deseaba tanto devorarlos, que no se explicaba cómo había sido capaz de contenerse durante toda la noche. Con movimientos suaves, para no asustarla, redujo la distancia que los separaba sin dejar de observarlos. Cuando estaba a escasos milímetros hizo contacto visual con los suyos, de ese modo pedía permiso para aplacar la sed que tenía de ella. Un leve parpadeo le dio el consentimiento que precisaba.
Le acarició el cuello a la vez que la atraía hacía a él y saboreaba el mayor manjar de la noche. Un gemido de satisfacción se escapó de su garganta cuando la lengua de Edna tanteó la suya. La temperatura del salón subió de grados conforme sus cuerpos se caldeaban. El beso, que en un principio iba a ser una primera toma de contacto, pasó por todas las fases; suave al principio, apasionado según sus lenguas se enzarzaban en su particular danza y con la brusquedad dos amantes que llevan tiempo separados.
Para cuando quisieron darse cuenta sus cuerpos estaban fundidos en uno, nada de aquello estaba planteado de antemano. Fueron sus ganas y —sobretodo— el deseo que ambos sentían en el momento, lo que hizo que se dejasen llevar en el sofá.
Edna abrió los ojos con una sensación de plena felicidad. Giró la cabeza encontrándose a Jabel aferrado a ella, su respiración pausada le aseguró que seguía dormido.
Entornó los ojos y no pudo dejar de sonreír al recordar la noche vivida, el encuentro en el sofá fue la antesala de lo que en verdad sucedería entre las sábanas. Se sonrojó al recordar lo que le había confesado; «No soy de porcelana, no me voy a romper», dijo para su asombro. Le gustaba la suavidad con que la había tratado en el salón, pero en aquellos momentos su cuerpo pedía más acción. Volvió a reír al rememorar la contestación de él; «Así que te gusta que te lo haga duro. Tus deseos son órdenes para mí, mi bella dama», bromeó Jabel sin dejar de comérsela con la mirada mientras la sujetaba por los bíceps para que no se le escapara.
—Buenos días, preciosa. —Escuchó.
Ladeó el rostro y encontró a Jabel mirándola con adoración. Sus bocas se saludaron con el anhelo de estar semanas distanciadas.
—Buenos días —contestó ella al separarse.
—¿Te quedas a pasar el día? —suplicó Jabel colocándose encima de ella—. Podemos pasar el día en casa.
—¿No tienes intención de salir de aquí? —Edna abarcó la habitación con las manos.
—¿Tan mal estás? —contraatacó él hundiéndose un poco más dentro de ella.
—No, pero… —El placer le impidió proseguir.
—Si te parece bien, podemos comer fuera. Después descansamos un rato y esta noche te llevo a casa.
La contestación de Edna fue apresarlo con las piernas para inducirle a que se moviera y así, tal como había sugerido Jabel, pasaron el resto de la mañana hasta que sus estómagos se revelaron, cosa que los obligó a pasar por la ducha y ponerse en marcha. Cogidos de la mano y sin dejar de prodigarse caricias, emprendieron el camino hacia el restaurante, dispuestos a devorar todo lo que el cocinero tuviese a bien cocinarles.