13

Segundo día desaparecida

Despertó bien entrada la mañana o eso creía según sus cálculos mentales. Las horas dejaron de pasar a media tarde del día anterior, entre las drogas y lo que le administraban vía intravenosa, le costaba saber si vivía en la realidad o en una fantasía digna de las mejores películas.

Un sudor frío se apoderó de su cuerpo y tras él, unos temblores que nunca antes había sufrido. Llevó la mano a la cara, se sorprendió al verse liberada. Con parsimonia, puesto que su cuerpo no reaccionaba de forma más rápida, se incorporó. Recorrió los metros de la estancia una decena de veces, necesitaba estirar los músculos si no deseaba quedarse engarrotada. El rugido del estómago le avisó de que llevaba horas o incluso días sin probar bocado.

Se acercó a la puerta con cautela. Golpeó el metal con suavidad, lo que menos deseaba era desatar la ira de la persona encargada de drogarla. Había comprobado en sus carnes que carecía de paciencia y tampoco conocía la palabra humanidad.

—¿Hola? —Saludó en tono medio—. ¿Puede oírme alguien?

Esperó flemática una respuesta que no llegó.

Regresó al camastro. Sin otra cosa que hacer en aquella oscura habitación, se tumbó mirando el techo e imaginó qué era lo que le había llevado hasta allí y por qué la escogieron a ella.

Nada de lo que pensó parecía coherente, era una mujer normal con un trabajo de lo más corriente. Entonces, ¿qué querían de ella y por qué la retenían? Las horas que dedicó a responder las cuestiones que le invadían, no dieron frutos. Nada de lo que pensaba tenía lógica, aunque a decir verdad, aquella situación tampoco era que la tuviese.

Hambrienta, optó por volver a intentarlo. Recorrió los metros con algo más seguridad, no obstante, seguía careciendo de ella; pero su cuerpo solicitaba lo administrado para calmar la ansiedad que le embargaba y algo sólido que llevarse a la boca.

—¿Me escucha alguien?

Se apartó de la puerta al percibir ruidos tras ella, suspiró al oír el giro de la cerradura. Cruzó los brazos a la altura del pecho y se abrazó a sí misma, aquel gesto le serviría de escudo de protección.

—¿Qué quieres? —le habló una voz distinta a la del día anterior.

—Tengo hambre —susurró, no quería molestarlo.

—Te traeré algo de comer.

Cerró de inmediato dejándola con la palabra en la boca.

Aguardó en el mismo sitio su regreso, pero los minutos pasaban y Edna no escuchaba nada. Determinó tomar asiento, las piernas le flaqueaban y la cabeza embotada no la dejaba pensar con claridad. Sin dejar de abrazarse, meció el cuerpo de forma sistemática para adelante y para atrás, un mantra que le funcionaba cuando necesitaba encajar problemas.

Tan abstraída se hallaba que no reparó en que alguien accedía al habitáculo y dejaba sobre la mesa una bandeja.

—Come —sugirió la voz—. Tienes que reponer fuerzas para esta noche.

Edna alzó la cabeza. Por mucho que quería, la visión borrosa —junto a la oscuridad— no la dejó identificar a la persona ni hacerse un retrato de cómo era.

—Espera —solicitó ella al presentir que abandonaba el cuarto—. Necesito lo que me dais.

—Primero aliméntate, después vendré otra vez.

El hombre se acercó a ella, pasó la yema de los dedos por el brazo erizándole el vello a su paso. La suavidad con la que la tocaba en nada se parecía a la brusquedad utilizada por el otro hombre.

—¿Te excita? —cuestionó él con una sonrisa.

Edna enmudeció, no pensaba decirle qué había supuesto en ella aquel simple roce, no sabía a qué se debía, pero la excitó de tal manera que la asustó. El comportamiento de su cuerpo tenía que ser todo lo contrario, estaba allí retenida y en vez de sentir repulsa por la caricia, le había gustado.

—Tu silencio me dice que sí.

La dejó sola con las miles de cuestiones que bombardeaban su cerebro en aquel momento.

No tardó en vaciar la bandeja una vez calmada la ansiedad por intentar descubrir qué le pasaba y dónde estaba. Como bien le había sugerido él, necesitaba alimentar su cuerpo. Con suerte, de aquel modo, recuperaría fuerzas y podría idear un plan para escapar.

Recostó la espalda sobre el duro colchón, la pesadez que sentía por haber engullido tan rápido le exigía un descanso. Cerró los ojos y no tardó en ver la pasión que los iris de Jabel destilaban aquella mañana que —ella recordara— despertaron juntos. De eso habían pasado dos días, aunque para ella era como si hubiese transcurrido una eternidad.

El contacto suave que notó en la piel la hizo gemir de placer, apretó los labios para no dejar escapar otro, aquella parsimonia con la que le acariciaba el brazo la sobreexcitaba y comenzaba a hacerse adicta a su tacto, tanto que la dejaba sedienta de más. Relajó la tensión acumulada en los músculos, deseaba dejarse llevar por el placentero sueño que la alejaba de la tormentosa realidad.

—¿Está lista? —Escuchó preguntar.

Aunque sonaba distorsionada, reconoció la voz y tembló, no podía creer que él estuviese en la misma estancia que ella, aquello solo significaba una cosa, que por su culpa se hallaba en esa tesitura.

—Más húmeda no puede estar —respondió la misma voz que le había llevado la comida—. Un roce mío la excita.

Los párpados le pesaban, por mucho que se esforzaba por abrirlos, todo lo que le rodeaba era completa negrura. Acababa de comprender que no era un sueño, sino las manos de ese desconocido quien la habían llevado a aquel estado de excitación.

Comenzó con las caricias en el brazo hasta que se rindió y se dejó llevar pensando que era un sueño en el que estaba a solas con él, no le agradó recodar cómo había abierto las piernas cuando empezó a acariciarle la cara interna de los muslos hasta alcanzar el centro de su placer. Era tan placentero lo que le hacía, que meció las caderas al compás de la intromisión en su interior.

—¿Estás seguro de que no puede vernos? —preguntó la voz distorsionada.

—¿Acaso no ves la tela que le cubre la cabeza? —inquirió desesperado la tercera voz y la primera que había oído al despertar.

—Con un movimiento de cabeza puede quitársela.

—También le he vendado los ojos, toda precaución es poca y está encadenada al techo —susurró meloso el dueño de las manos que no dejaba de acariciarla.

El cuerpo de Edna reaccionó al timbre de voz y se erizó por completo. La mezcla de sus yemas con la melodiosa dicción la manejaban más de lo que deseaba. Se culpó por no evitar sentir el deseo de que no dejase de tocarla y hablarle, su mente le gritaba que con él disfrutaría más de lo permitido.

—Abre la boca —pidió el hombre que no dejaba de acariciarla, una vez que la despojó de la tela que le tapada el rostro.

Apreció que le introducía algo, no tardó en reparar que se trataba del dedo índice.

—Succiona.

Quiso convertir las manos en puños, pero las ataduras lo impidieron. No quería obedecer la orden dada; sin embargo, su lado más salvaje se revelaba contra ella y lograba que se contradijesen sus pensamientos, los racionales luchaban contra los primitivos. Ganaron la batalla los segundos.

—Así, muñeca. Piensa que es mi verga lo que tienes en la boca. Demuéstrame qué eres capaz de hacer.

El éxtasis que le provocaban las palabras susurradas por él la llevaron a chupar con vehemencia. Percibió calor humano en su espalda, aquella intromisión la hizo reaccionar y la trajo de vuelta a la realidad. Un intenso dolor le atravesó cuando él se adentró en ella sin compasión.

Se acurrucó en posición fetal nada más la depositaron en la cama. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas cuando supo con certeza que se encontraba sola en su prisión.