Capítulo diez
Capítulo diez
—Una tromboflebitis, decían, y ellos se iban a preguntarle a un médico amigo, uno que pasaba consulta en el ambulatorio del barrio, si eso lo iba a matar. O se rumoreaba que era una hemorragia estomacal, o un cáncer… y los rumores empezaban a correr como la pólvora. Ellos estaban tan enfrascados en eso, y todos le dábamos tantas vueltas, que aún puedo recordar perfectamente el diagnóstico que hicieron público por la radio en uno de los partes, y que mi padre y yo, aunque nos sonara a chino, repetíamos de carrerilla como si fuésemos un par de loros: «Una hipoproteinemia con caída brutal del fibrinógeno derivada de un tratamiento desconsiderado con anticoagulantes».
La mesa estalló en una carcajada, y Mónica Grandes se fijó en el modo en que Paulino rejuvenecía al sonreír, aunque lo hiciera de aquel modo, como con mala conciencia, tratando de contenerse, y se entretuvo en imaginarlo hace cincuenta años y en tratar de encajar los rasgos del niño en el adulto. No le resultó fácil. Más sencillo resultaba lo contrario, figurárselo como a una de esas personas que desde muy jóvenes parecen adultos prematuros, lo mismo que si ya sintiesen en la espalda el peso de lo que les espera.
Eran cinco: él y su esposa, Dolores Silva, la joven Laura Roiz, el profesor de francés que era también voluntario de la ARMH y Mónica; estaban en un restaurante cercano al museo, y después de consumir la primera parte de la comida en valorar entre todos la reunión de unos días antes con Bárbara Valdés y Alicia Durán, y la segunda en calcular qué hacer para sacar a Salvador Silva del Valle de los Caídos, había llegado el momento de relajarse, y mientras esperaban a que les trajesen los cafés el matrimonio repetía la historia de cómo sus padres trataron de matar al dictador en el hospital en el que lo habían ingresado.
—O sea —dijo Laura, divertida—, me lo tiene usted que aclarar: ¿lo que ellos querían era que se muriera… o que no se muriera, para poder matarlo?
—Bueno, pues las dos cosas, pero más lo segundo. Ahora lo cuentas y yo entiendo que pueda parecer una cosa estrambótica; pero mire, eso es como todo: depende del color del cristal con que se mire —dijo Paulino, recuperando la compostura—. Y el suyo era un cristal que cortaba, ¿eh? Eso ya se lo explicó mi mujer a su amiga la periodista, cuando almorzaron juntas; y usted, Mónica, seguramente lo oiría, porque estaba delante: para la señora Visitación y para mi padre, el que aquel bandido se muriese en la cama era una burla. Y para muchos millones de españoles, claro.
—Mira tú, pues a lo mejor es que ya se veían venir todo esto —añadió Dolores, en un tono crispado—. Y qué razón tenían, ¿no? Ahí está, tan tranquilo en su tumba, exactamente igual de intocable que cuando vivía. Porque ya se sabe, aquí la única justicia que existe es la del borrón y cuenta nueva. Lo que pasa es que siempre borran a los mismos y los que echan cuentas, y vuelven a salir ganando, también son los de siempre. Y a ellos, a mis padres, al de éste y a todos los demás, ¿quién les va a pagar los años de cárcel, las palizas, las humillaciones…? ¿Saben ustedes lo que les hacían en la prisión de Porlier, donde lo encerraron a él? ¿Saben cómo vivían allí? Si no lo saben, ya se lo digo yo: hacinados como bestias, llenos de enfermedades, sarna, anemias, alimentados con basura, sopa de cabezas de pescado de primero y cáscaras de patata fritas de segundo; sin medicinas, sin higiene, viendo morir como perros a sus camaradas, aterrorizados cada día cuando llegaban los de la Falange a hacer sacas, a llevarse a unos cuantos compañeros para asesinarlos. Eso, aparte de tener que cantar un Cara al sol cada mañana o, como fue su caso, imprimir una revista llamada Redención en la que se obligaba a los presos a arrepentirse de sus pecados, renegar de sus ideas y exaltar el Movimiento Nacional, es lo que vivieron los que tuvieron suerte, como mi suegro, don Abel. A los otros los mataron en una cuneta, lo mismo que a mi padre, y los echaron a una fosa común igual que si fuesen alimañas. Y ahora llegan cuatro señoritos y te dicen: hay que olvidar. Y claro, es que los oyes y se te enciende la sangre.
—Bueno, bueno… —le cortó Paulino, tratando de frenarla con las palmas de las manos—. Pues el caso es que a Visitación y Abel, que efectivamente así es como se llamaba mi padre, que en paz descanse, en cuanto se enteraron por las noticias de que sacaban al dictador del palacio de El Pardo y lo llevaban al hospital de La Paz, se les fue la cabeza, o lo que ustedes quieran pensar, y se pusieron manos a la obra.
—… Y al mío, ¿quién le va a devolver la vida? ¡Si por no querer, no quieren ni devolvernos a los muertos! —dijo Dolores, ya a destiempo, como si la última frase que había dicho no hubiese quedado bien cerrada y aún goteara esas palabras.
—¿Se lo imaginan ustedes? Y así un día y otro día… —dijo Paulino, poniéndole esta vez un tono algo más severo a sus palabras, como muestra de que empezaban a impacientarlo tantas interrupciones, y recuperando de esa forma su sitio en la cabecera de la conversación—: Ellos copiaban los partes de la radio, con un sistema que consistía en pegar la oreja al aparato y en que cada uno apuntase una palabra de las difíciles y el otro la siguiente, ¿no?, para que les diera tiempo; o sea, que mientras hablaba el locutor, la señora Visitación escribía hipoproteinemia, mi padre fibrinógeno, y así sucesivamente; y luego se lo aprendían de memoria, porque en esa época todavía nos daba miedo tener las cosas por escrito, no fuera a ser que te parase un guardia por la calle y te dijera: ¡A ver, documentación! Y entonces se iban al doctor, le soltaban la retahíla y él les decía, por ejemplo: «Pues miren, esto lo único que significa es que le han atiborrado a pastillas para evitar una embolia». «Pero ¿palma o no?», le preguntaba mi padre; y él: «No lo creo, Abel, no lo creo; pero vaya usted a saber: un hombre de su edad, con Parkinson, una úlcera sangrante y problemas circulatorios, si no es un día será otro…».
—Los del Gobierno lo ocultaban todo, no querían informar de nada —dijo el profesor de francés—, no querían que se supiera que aquel superhombre que se habían inventado había tenido un vulgar infarto, y por eso en los partes médicos lo llamaban «insuficiencia coronaria aguda con zona electrocardiográfica eléctricamente inactivable y confirmación enzimática».
—Así que ellos querían que se muriera de una vez… pero preferían matarlo antes —insistió Mónica.
—Bueno, yo creo que a esas alturas su muerte la deseaba prácticamente todo el mundo, excepto los elementos más recalcitrantes del Régimen —remató el profesor—: Unos porque se habían quedado sin sitio en la dictadura y otros porque ya lo buscaban en la democracia.
—Pues sí, la verdad es que eso es lo que querían nuestros padres —dijo Paulino, en respuesta a Mónica y mirándolo a él con cara de desconcierto.
—¿Qué ocurrió entonces? ¿Qué es lo que hicieron Visitación y Abel? —preguntó Laura.
—En octubre del 75, se empezó a rumorear, efectivamente, que le había dado un infarto, que se había salvado por poco y que había presidido el Consejo de Ministros hecho una momia, como quien dice, monitorizado y bajo vigilancia médica. Y entonces…
—… Era cierto y no se trataba de un Consejo de Ministros cualquiera —intervino de nuevo el profesor de francés—, porque lo que se discutió en él fue qué medidas tenían que tomar con respecto a Portugal, donde estaba en marcha la Revolución de los Claveles, que ellos creían que les volvía a poner el comunismo a las puertas del palacio de El Pardo; y también qué hacían con el Sáhara Occidental y cómo se enfrentaban al rey de Marruecos, que amenazaba con lanzar hacia España la famosa Marcha Verde, para reclamar esos territorios y quién sabe si, en el futuro, también Ceuta y Melilla.
—No creo que Ceuta y Melilla tuviesen nada que ver con eso —dijo Laura, en un tono cortante—. Hassan II quería el Sáhara y se lo dieron; así de sencillo, una parte a él y otra a Mauritania. Y abandonaron a su suerte a la gente del Frente Polisario, que así continúan, dejados de la mano de Dios. Lo otro no se lo cree nadie.
—Vamos, que la cosa estaba que ardía —dijo Paulino, en su acostumbrado papel de apaciguador.
—A lo que vamos —intervino Dolores, tajante—: Que mi madre y don Abel se fueron indignando con las noticias de la enfermedad de aquel canalla; y también con la gente que rezaba en las iglesias para que se salvase; y con los que fanfarroneaban diciendo que ése no se moría ni a la de tres pero que cuando eso ocurriera no ocurriría nada más, porque su general lo había dejado todo, como les gustaba repetir, atado y bien atado… Y a ellos, claro, se los comía la amargura. Imagínense a mi madre —añadió, llenando de pequeñas detonaciones cada una de sus palabras—, pensando que los huesos de su marido esperaban en el asqueroso Valle de los Caídos a que les echasen encima a aquel criminal.
—Resumiendo —tomó el relevo Paulino—: Que un día, cuando ya se lo habían llevado al hospital de La Paz y hasta los más optimistas daban por hecho que de ahí sólo salía con los pies por delante, mi padre dio un puñetazo en la mesa y dijo: «¡Basta de lamentaciones! Ahora vamos a coger el toro por los cuernos». «¿Y cómo?», le preguntó la señora Visitación. Y él le respondió: «Pues ¿cómo va a ser, mujer? Yendo allí y matándolo».
—¿Y de qué manera pensaban entrar en el hospital, con la vigilancia que debía de haber? —preguntó Mónica.
—Al principio se les ocurrió que tenían que envenenar alguna de las medicinas que le dieran, pensaban inyectarles matarratas; pero claro, ¿y cómo llegaban al botiquín; cómo le infectaban el gota a gota, o lo que fuese, con la fama que tenía el dictador de desconfiado, que decían que llevaba a todas partes con él a uno de la Legión que probaba todo lo que él iba a comer, y cosas así? Pues, al parecer, no hubiera sido tan difícil, ni su plan era tan loco, porque fíjense lo que dice en esta entrevista que quería enseñarles —dijo Paulino, sacando un recorte de periódico del bolsillo— un tal doctor Rivera, que fue uno de los que lo atendió: «La medicación que se le administraba la traía de la farmacia el mozo habitual de la planta F, sin que se estableciera ningún control ni vigilancia en el trayecto, que incluía subir seis pisos en ascensor. Más aún, como las plantas B, C, y D seguían ocupadas por enfermos, los ascensores siguieron funcionando normalmente, con la única salvedad de la presencia, a la entrada de aquella planta F, de un miembro de la guardia».
—Pero quién iba a imaginar eso —dijo Dolores Silva—, si a todos nos habían convencido de que el país entero era una cárcel cerrada a cal y canto, en la que todo estaba bajo control… Y sin embargo, ya lo ven: además de criminales, idiotas.
—El caso es que le dieron mil vueltas —siguió Paulino—, descartaron lo del matarratas y también disfrazarse de médico y enfermera, que era lo segundo que se les había ocurrido, porque estaban demasiado viejos para eso: «Pero, Abel, ¡si tú y yo estamos más para que nos amortajen a nosotros que para ponerle una venda a nadie!», le decía ella, y se echaban a reír los dos. Después se les pasó por la cabeza hacerse pasar por pacientes del sanatorio, pero ¿de qué les iba a servir eso? Aunque consiguieran entrar allí, nunca podrían llegar hasta la habitación 609, que era donde estaba el dictador, rodeado de metralletas, como toda su vida.
—De hecho —dijo el profesor de francés—, los del Gobierno tenían tanto miedo de que sufriera un atentado si lo sacaban de su búnker, que la primera vez que hubo que operarle, para parar una hemorragia intestinal, lo hicieron en un quirófano montado deprisa y corriendo en el palacio de El Pardo, en la sala de curas del Regimiento. Para trasladarlo hasta allí, había que bajar unas escaleras casi de caracol, y como la camilla no podía hacer el giro, lo llevaron envuelto en una alfombra, desnudo y medio desangrándose. No había iluminación suficiente y los cirujanos enchufaron tres o cuatro flexos, que estaban allí con los cables tirados por el suelo, en contacto con los líquidos desinfectantes que se usan en las intervenciones que se habían derramado, de manera que empezaron a soltar chispas y se fue la luz. Hubo que llamar urgentemente al electricista del pueblo, a media noche, para que fuese a hacer una chapuza. Inexplicablemente, el tirano salió vivo, aunque fuera por poco tiempo.
—Y después de eso es cuando lo llevan al hospital —dijo Laura, mirando a Paulino.
—Exactamente. Y allí que se presentan una tarde la señora Visitación y mi padre, vestidos los dos de luto riguroso, él con un bigote postizo que había comprado las últimas navidades en un puesto de artículos de broma de la Plaza Mayor y con una corbata que en realidad era azul y que había vuelto negra con un tinte del supermercado, y ella llorando a mares, haciendo como si se le hubiera muerto un pariente.
—Y las lágrimas, en el fondo, no eran una comedia, eran de verdad —terció Dolores Silva—, porque ella lloraba por mi padre, por todo lo que les había hecho el carnicero de la planta F.
—Pues bueno, llegan allí y le preguntan al primer policía que ven dónde está el velatorio, se lo dice y empiezan a andar por los pasillos, venga a dar vueltas, imaginando que todos los que se les cruzaban eran de la Secreta, los celadores, los camilleros, los curas… Hasta que por fin ven unos montacargas, y suben a la planta F. Y ahí se acaba la misión, por ese día, porque efectivamente nada más abrirse las puertas se dan de cara con un guardia armado con una metralleta, que no sé si sería el gallego ese del que cuentan que todos los días se le acercaban sus superiores y le preguntaban: ¿cuáles son tus órdenes?, y que él, afirmando los pies en el suelo y dándole unas palmadas a la culata del arma, respondía: «¡Que en la habitación de Su Excelencia no entra ni Dios!»; o tal vez fuera otro, pero tanto da, porque la que sí era la misma era la ametralladora.
Volvieron a reír todos, hasta Dolores, aunque ella lo hizo a la vez que negaba con la cabeza, como lamentando que se bromeara sobre cosas tan serias.
—¿Y qué hicieron entonces? —preguntó Mónica, a la vez que miraba disimuladamente el móvil, para comprobar que Héctor no había llamado.
—Pues el guardia, que estaba sentado en una silla, empieza a levantarse; y ellos ahí en el ascensor, petrificados por el miedo, que ven que se aproxima, que va a decir algo, no saben qué, pero imaginan que aquellas palabras temibles, ¡a ver, documentación!, y las puertas automáticas que no se cierran, y la señora Visitación dándole al botón del cero para huir…
—¡Qué angustia! —exclamó Laura.
—Sí, pero en el último instante las puertas se cerraron, y volvieron a bajar los seis pisos, que a ellos les parecerían sesenta porque estaban seguros de que les iban a estar esperando en la salida… Y efectivamente: se abren las puertas en la planta baja y allí hay dos guardias civiles; y uno mira a la señora Visitación, que se echa a llorar a gritos, pero de miedo, y acerca una mano a mi suegra, y ella y mi padre levantan las dos, así muy juntas, como entregándose para que les pusieran las esposas, y el otro lo único que hace es que le toca en el hombro, se echa a un lado y va y le dice: «Pase usted, señora, ¡la acompaño en el sentimiento!».
La mesa volvió a estallar en una carcajada.
—Es una historia fantástica, Alicia Durán está entusiasmada con ella y le piensa dedicar un capítulo entero de su libro —dijo Mónica.
—Sí, pero maldita la gracia que debía de hacerle a ellos —le cortó Dolores Silva, remachando alguna de esas palabras como si les hundiese los acentos de un martillazo—. No olviden que don Abel había pasado seis años en la cárcel, acusado de auxilio a la rebelión y por tener carné del Partido Comunista, y los tres y medio últimos haciendo trabajos forzados en el Valle de los Caídos, mire usted qué casualidad macabra, construyéndole la tumba a su camarada, o sea, a mi padre. Y encima, se presentó voluntario.
—¿A qué? ¿Voluntario a trabajar en el Valle de los Caídos?
—Pues claro. Lo hizo él y lo hicieron otros muchos: mejor estar preso al aire libre que en una ratonera como el Reformatorio de Adultos de Alicante, que fue donde lo llevaron, después de haberlo cogido preso, porque ese lugar era donde metían a los artistas y donde los obligaban a colaborar en la revista Redención.
—¿El Reformatorio de Adultos de Alicante? —repitió el profesor de francés—. Allí es donde estuvo detenido José Antonio Primo de Rivera y donde murió Miguel Hernández.
—Pero no sólo ellos, también estaban muchos otros, desde un pintor que había sido muy amigo de mi padre, don Vicente Albarranch, que se murió allí de pura necesidad, lo mismo que Miguel Hernández, hasta otro que se llamaba Carlos Gómez y le decían Bluff, al que fusilaron en el campo de tiro de Paterna porque, según ellos, colaba mensajes cifrados y propaganda comunista en las ilustraciones que le obligaban a hacer para Redención. A Miguel Hernández lo vio unas cuantas veces, claro que sí, en el patio central y en el locutorio, que mi madre decía que era un lugar terrible: dos vallas llenas de alambre de espino, un guardia paseándose por el medio y los reclusos y las familias hablándose a voces de un lado a otro. Había tres mil presos y los llevaban allí, una vez por semana, de cuatrocientos en cuatrocientos. Era una cosa de locos, un auténtico gallinero.
—Así que, para escapar de todo eso se apuntó al Valle de los Caídos —dijo Laura—. ¿Cómo podía hacerse eso?
—Unos pedían el traslado a Cuelgamuros y otros se apuntaban al Batallón Disciplinario de Soldados Trabajadores Penados, que así era como lo llamaban, cuando los contratistas iban por la cárcel a buscar mano de obra. Es verdad que allí arriba, en el monte, la faena era durísima, consistía en perforar la piedra ocho o diez horas diarias, que eso es lo que hizo él, no como otros, que estaban de ordenanza o de telefonista; y que además era arriesgada, con tanta pólvora y tantas explosiones alrededor, haciendo saltar la montaña, de hecho hubo un montón de accidentes; y que a los vigilantes a veces se les escapaba alguna bofetada o, si les desobedecías, te castigaban atándote un saco lleno de arena a la espalda y haciéndote trabajar una jornada entera con él a cuestas; y que estaban sometidos a una disciplina de cuartel y crucifijo, de lunes a viernes a hacer de picapedreros vestidos con un uniforme de rayas azules y blancas, y los domingos, a misa.
—Y pasaban mucha hambre —redondeó Paulino, cortando de paso la enumeración de su mujer, que amenazaba con eternizarse—. Mi padre siempre decía que eso era lo peor, más que los insultos y las heridas. «Hijo, es que el hambre se te comía.»
—Sí, allí también pasaban hambre —siguió Dolores—, entre otras cosas porque los encargados del comedor les robaban la comida que se les enviaba desde Madrid, para revenderla en el mercado negro. Pero a cambio, aquélla era la única forma de reducir las penas, a razón de cinco años por cada uno de trabajos forzados; y les daban un pequeño sueldo con el que podían ayudar a sus familias; y además, poco a poco fueron abriendo la mano con ellos, permitieron que algunas mujeres se instalasen en chabolas que hacían cerca de los barracones, y a veces hasta dejaban a sus maridos dormir con ellas, o al menos pasar juntos un rato, desde el final de la cena hasta el toque de oración. Vivían a cielo abierto; les dieron permiso para tener una huerta; jugaban al fútbol los fines de semana, los de una empresa contra los de otra, o presos contra libres, como decían ellos… Con el tiempo, hasta fue posible montar una escuela para sus hijos, lo hizo un profesor condenado por haber sido comandante de Infantería del ejército republicano.
—Luego también estaban muy controlados, no se crean ustedes —dijo Paulino—. Los vigilaba día y noche un retén de la Guardia Civil y se sabe que había policías infiltrados entre los obreros libres, que espiaban especialmente a los comunistas. Aunque, por otro lado, también hubo muchas fugas.
—Que de todas formas no sirvieron de nada, porque no llegaban muy lejos, excepto los tres o cuatro que lograban pasar a Francia —apuntilló Dolores—. Al otro noventa por ciento los volvían a detener en cualquier parte, qué más daba dónde fuesen, si el país entero era un presidio.
—«Ningún viento es favorable para los barcos que no saben dónde ir». Eso lo dijo un filósofo llamado Arthur Schopenhauer —citó el profesor de francés.
—¿Había muchos de esos obreros libres que han mencionado? —preguntó Mónica, para demostrar que estaba atendiendo a la conversación, aunque la vieran contestar un mensaje con el móvil: «Luego te llamo. Estoy en una reunión. No pienses cosas extrañas, por favor, no vivas enfadado…», le respondió a Héctor, que acababa de escribirle.
—Sí había, sí, por supuesto. Un diez o un quince por ciento de la plantilla, debían de ser. Gente de por allí cerca, que necesitaba ganarse el pan como fuese, y lo hacía en esa obra. ¿Por qué no?
—Pero había que estar muy desesperados para eso, tener mucha necesidad —dijo el profesor de francés—. Trabajaban en condiciones infrahumanas, sin medidas de seguridad, sin ventilación… Unos enfermaban de silicosis, o de ictericia, a otros se los comía el bacilo de Koch… Tal vez no morían en Cuelgamuros y por eso no están en ninguna relación de víctimas, pero lo hacían a los pocos años y como consecuencia de lo que habían padecido allí. Y por supuesto, muchos fallecieron, como es obvio, sepultados por los derrumbes que había en los túneles; hay quien dice que en los primeros tiempos caían a razón de dos o tres reclusos diarios.
—¿Y Abel nunca intentó fugarse? —preguntó Laura.
—Una vez —respondió Paulino—, en el año 44, en una evasión que habían preparado los camaradas del partido. Ya le tenían listos la casa donde iba a refugiarse y los documentos falsos para poder pasar a Orán. Pero cayó enfermo, de tuberculosis, y tuvo que quedarse. Los cuatro compañeros con los que iba a escaparse sí que se marcharon: a dos los cogió la policía, a uno en un tren, ya cerca de Tarragona, y a otro en plena calle, en Madrid, y les metieron otros once años de condena; pero los otros dos consiguieron pasar la frontera.
—¿Y qué fue de ellos?
—Uno, que era farmacéutico, murió en Argentina, treinta años más tarde; pero el otro regresó a España con la democracia, después de estar treinta y ocho años en México, donde creo que tenía un taller mecánico, y mi padre y él solían verse todos los sábados, para jugar al dominó. Cuando lo de ir a La Paz a cargarse al dictador, él fue quien le dio la idea de comprometer en el plan a una enfermera que trabajaba en el hospital y que era hija de un militante del PCE que había pasado diez años de penal en penal. Su amiga la periodista quería entrevistarla, pero ya le dije que había muerto hace un par de años, en un accidente de coche.
—¿Cuándo dejaron libre a su padre? —dijo el profesor de francés. Laura Roiz lo miró contrariada y le hizo a Mónica un gesto que significaba: «Este hombre siempre se equivoca, ¡en lugar de dejar que acabe la historia de la enfermera, se lo lleva por otro camino!».
—En el 46 —contestó Paulino—. Había entrado en junio del 42, o sea, que le descontaron veintitrés años de condena por cuatro y medio de trabajos en el Valle de los Caídos, que sumados a los dos y pico que pasó en Alicante, daban algo más de veinticinco. El resto hasta treinta se lo perdonaron por buena conducta y le dieron la libertad condicional; y él siempre me decía: «¿Ves, hijo, lo que es la solidaridad entre camaradas? Si los dos compañeros a los que cogió la Guardia Civil, en Tarragona y en Madrid, hubieran confesado durante los interrogatorios que yo estaba implicado en la fuga, me habría muerto en la cárcel. Les pegaron tanto que a uno le hicieron puré un riñón y un tímpano, y al otro lo dejaron casi ciego, pero ni aun así se fueron de la lengua, no me delataron».
—¿Y Abel volvió a verlos? —insistió el profesor de francés.
—No, uno falleció en la cárcel de Burgos mientras mi padre estaba en el Valle de los Caídos; y el otro, cuando salió libre en el cincuenta y tantos se fue a Alemania de emigrante y tampoco duró mucho, creo que tuvo un accidente en una mina de zinc, en Hanóver, y ahí se quedó. Repatriaron el cadáver y está enterrado en Lerma, cerca de Burgos, igual que el otro, porque eran primos; y mi padre iba allí todos los años, el 14 de abril, y les ponía flores moradas en las tumbas, que estaban en un extremo del camposanto y eran muy pobres, apenas un montoncito de arena y una lámina de pizarra con el nombre medio borrado.
—Al menos tenían una tumba donde llevarles esas flores. A mi padre se las estuvimos poniendo veinte años en una fosa en la que no estaba, al pie de las tapias del cementerio de Navacerrada.
—De manera que Visitación y Abel se enteran de que la hija de un camarada era enfermera en La Paz —terció Laura—, y se ponen en contacto con ella.
—Sí, se lo dijo aquel compañero, el que había estado exiliado en México. Pero la cosa iba más allá, porque no era sólo que esa chica, que se llamaba Amparo, trabajase allí, lo cual no era tan de extrañar, porque en una plantilla tan grande alguno tenía que ser de los nuestros, ¡es que era una de las cuatro que pusieron al servicio permanente del dictador! Por si les costaba creerlo es por lo que he traído la entrevista con ese doctor Rivera. Escuchen lo que declara ahí —dijo Paulino, volviendo a desdoblar el recorte de periódico y colocándose unas gafas de leer—: «El médico de cabecera del Caudillo asegura en sus memorias que, por motivos de seguridad, los doctores y enfermeras que debían atenderlo fueron seleccionados por él. No hubo tal. La verdad es que confió plenamente en los facultativos responsables del centro y aceptó todas las decisiones que nosotros tomamos con criterio exclusivamente profesional. Yo elegí para que rotasen en la permanencia constante junto al paciente a las cuatro mejores enfermeras de cuidados intensivos que había en mi servicio y a la monja responsable de nuestros quirófanos, y sólo varios días después me di cuenta de que una de ellas era hija de un militante comunista… y no fue sustituida».
—Amparo, la enviada de Némesis —dijo Mónica, hablando más para ella misma que para sus acompañantes, y luego, al darse cuenta, añadió, para justificarse—: Tiene gracia, porque me he pasado toda la mañana restaurando una pequeña escultura suya, preciosa, con alas negras, una corona de narcisos y una rama de manzano en la única mano que le queda. En la que falta podía haber varias cosas: una espada, una serpiente, una rueda o una antorcha, y yo tengo que averiguar cuál de ellas era.
—Eso es de su trabajo, ¿no? —dijo Dolores.
—Sí, sí, disculpadme, sólo pensaba en voz alta, estoy mezclando las cosas.
—Pero, señorita, no nos deje a medias, explíquelo; a mí siempre me gusta aprender —dijo Paulino. A Mónica le dieron ganas de abrazarlo.
—En la mitología griega, Némesis es hija de la diosa de la noche y personifica la venganza: se supone que su misión es castigar la desmesura, a los que son demasiado felices, o demasiado ricos, o demasiado poderosos.
—¿Usted cree en esas cosas? —dijo Dolores Silva, arqueando los labios.
—Son leyendas, fábulas… Se dice, por ejemplo, que cuando los persas tenían cercada Atenas, daban su victoria tan por segura que mandaron llevar a la ciudad un gran bloque de mármol para hacer con él un monumento conmemorativo de su conquista; pero una noche el famoso escultor Fidias esculpió en él una estatua de Némesis, que levantó hasta tal punto la moral de los soldados griegos que les hizo ganar la batalla de Maratón. Pero disculpadme, me he puesto a hablar de mis cosas y estoy desviando la conversación. Paulino, siga usted con su historia, por favor.
—Pues lo que queda por contar es que la señora Visitación y mi padre lo intentaron otra vez, disfrazados de heridos, aprovechando un accidente doméstico, porque ella se cortó mientras pelaba unos tomates, y él, en cuanto vio la sangre, dio un salto y gritó: «¡No lo toques, llama un taxi y vámonos para La Paz! ¿Dónde está el matarratas?». Y allí que se fueron. Mientras le hacían la cura, él, sintiéndose respaldado por aquella coartada tan fácil de probar, se atrevió a subir en los ascensores hasta la quinta planta y, una vez allí, a husmear todo lo que pudo en busca de una escalera de servicio, o de incendios, cualquier cosa que pudiera llevarlo al piso de arriba sin ser descubierto. La encontró, pero le bastó con entreabrir un centímetro la puerta para ver que ocho o nueve escalones más arriba estaba apostada una pareja de la Guardia Civil. Después de eso, doña Visitación y él continuaron haciendo planes, mientras se enteraban de que al dictador lo habían vuelto a operar; y de que le habían extirpado dos tercios del estómago; y de que estaba en la UCI, conectado a un respirador… Seguían pegados a la radio, turnándose para apuntar uno tromboflebitis y el otro iliofemoral, y aprendiéndose los partes médicos de memoria. Pensaron en infiltrarse en un grupo de limpieza, o en alguna empresa de proveedores, o en el restaurante del hospital. Pero yo creo que aquello ya era más por justificarse, o incluso por pasar el rato, que por otra cosa, porque a esas alturas se habían dado cuenta de que no tenían ni la más mínima posibilidad de matarlo. Cuando se entrevistaron con Amparo, les dijo exactamente eso: «Ahora mismo, es imposible y sólo dejaría de serlo preparando el golpe con más tiempo del que le queda a él de vida».
—¿Y ella? ¿No podía hacerlo ella? —dijo Mónica.
—Pues ¿saben lo que me contó unos años después, en el entierro de mi padre, al que tuvo la amabilidad de asistir? Que cuando le había dicho que ella dudaba de que pudiera matar a nadie, por mucho que se lo mereciese, pero aún mucho menos a un paciente suyo, por lo visto él se echó a llorar y le contestó: «Pues ¿quieres que te confiese algo? Yo creo que tampoco sería capaz: hubiera llegado al pie de su cama y no habría visto al asesino que siempre fue, sino a un viejo de ochenta y dos años agonizante; y me parece que no me habría llegado el odio para matarlo».
Se hizo un silencio de esos en los que todo el mundo le tira de las riendas a la emoción, baja la cabeza y se frota las manos. En el paralenguaje corporal que tanto le gustaba a Alicia Durán, esos dos gestos son contradictorios, porque uno expresa conformidad y el otro impaciencia, el primero significa que se da por concluido el mensaje que ofrece o se recibe y el segundo expresa que aún se tienen expectativas.
—Debe estar usted muy orgulloso de su padre, Paulino: sin ningún género de dudas, era un gran hombre, un ser humano extraordinario —dijo solemnemente, al cabo de unos segundos, el profesor de francés.
—Amparo me dijo lo mismo en su funeral; y también que haberle oído decir aquello a mi padre, eso de que no habría sido capaz de acabar con el hombre que tanto daño les había hecho a él y a las personas que más quería, a todas, porque no hemos hablado de mi madre, y de cómo la perdió en un bombardeo cerca de Bañolas, mientras intentaban huir a Francia, y tuvo que enterrarla con sus propias manos, cerca del río Fluvià…, bueno, pues que escucharle eso le dio valor para hacer lo que hizo el 20 de noviembre, hacia las doce del mediodía, después de que esa madrugada se hubiera certificado la muerte de aquel canalla, y de que el equipo de embalsamamiento lo preparase, y le pusieran su uniforme de gala de capitán general: entonces ella, aprovechando un momento en el que la habitación estaba casi vacía…
—… que eso lo hizo en honor de don Abel —terció Dolores Silva.
—Sí, entonces ella, en su honor, temblando de miedo, tan descompuesta que al final le vino bien porque todo el mundo pensó que era de emoción, se acercó al cadáver, unos segundos antes de que lo metieran en el ataúd, fingiendo que iba a darle un beso, y le escondió en la guerrera una insignia de metal del Partido Comunista de España que le había dado a guardar su padre, con la bandera roja ondeando y la hoz y el martillo encima. Aún tiene que estar allí con él, brillando entre sus huesos, como quien dice, bajo la maldita tierra de su Valle de los Caídos. Si no he entendido mal la historia que ha contado usted, señorita Mónica, igual ni serpiente ni antorcha ni espada: a lo mejor en este caso también podría colocársele esa insignia en la mano a su diosa Némesis.