Capítulo veinticuatro

Capítulo veinticuatro

Inspector Medina: «La investigación del crimen de Atocha la detuvo el ministro del Interior».

En los años más duros de la Transición y en la época del primer Gobierno socialista de la democracia, el nombre del inspector Medina se hizo bastante familiar entre los españoles, que veían en él un símbolo de que los nuevos tiempos también habían llegado a las fuerzas del orden. Sus investigaciones en casos tan relevantes como la matanza de la calle de Atocha o la expropiación del entramado empresarial Rumasa hicieron de él un modelo de detective honrado, sagaz e incorruptible, pero su intento de depurar las comisarías de agentes de ultraderecha y de funcionarios inoperantes, su implicación en una serie de luchas de poder dentro de la propia policía y su enfrentamiento con un ministro del Interior que acabaría en la cárcel acusado de ejercer el terrorismo de Estado, fueron minando su imagen pública y, finalmente, su estela se apagó, lo detuvieron y fue acusado sucesivamente de robo, insubordinación, falsedad documental y chantaje. ¿Tuvieron algún fundamento aquellos cargos? ¿Fue todo un ajuste de cuentas, una larga venganza que no cesó hasta verlo hundido? ¿Por qué le impidieron que demostrase la participación de espías de los servicios secretos en el asesinato de los abogados laboralistas y cuando iba a viajar a Italia para enseñarle las fotos de los sospechosos a un miembro de la banda criminal Ordine Nuovo, encarcelado por sus crímenes, fue apartado del caso? Antiguo miembro de la Guardia Civil y de la inteligencia de la Marina, infiltrado en el PCE y comisario de la Brigada Antigolpe, Medina acabó siendo inhabilitado, puso en marcha una agencia de detectives y terminó mezclándose de nuevo en asuntos turbios que lo volvieron a sentar en el banquillo de los acusados de la Audiencia Provincial de Madrid. Su historia es un buen ejemplo de cómo algunos ases de la Transición acabaron rotos en mil pedazos sobre la mesa en la que se jugaba la partida.

—Lo que han corrido sobre mí —dice, para romper el fuego, con su manera de hablar áspera y obstinada, hecha de frases cortas y palabras que parece separar cuidadosamente del resto del lenguaje antes de dejarlas caer— son muchas leyendas, la mayor parte malintencionadas y todas mentira: que si me dedicaba al espionaje, que si era un correveidile del Presidente del Gobierno, que si manejaba al sindicato y, en el otro extremo, que si hacía negocios con estafadores y me dedicaba a colocar en el mercado negro mercancías decomisadas… Nada de eso es verdad. En absoluto. Lo único que he sido a lo largo de toda mi carrera profesional es inspector del Cuerpo Superior de Policía. Al menos hasta donde me dejaron.

—Y otras cosas, ¿no? Por ejemplo, perteneció a los servicios de información de la Marina. Y también trabajó como infiltrado en el PCE.

—Siempre seguí las órdenes de mis superiores y traté de cumplir con lo que me mandaban. Ésa es una ley contemplada en Derecho Penal: se llama obediencia debida. Cuando vistes un uniforme es así, el que lleva las estrellas en el hombro decide y los demás acatan.

—Sin embargo, de lo que le acusaron fue justamente de lo contrario: de saltarse el escalafón e investigar por su cuenta a los miembros más involucionistas del cuerpo, los más vinculados a la dictadura, casi todos procedentes de la Brigada Político-Social y algunos de ellos implicados en la matanza de la calle de Atocha.

—Cumplía con mis obligaciones, sólo eso. Ahora, lo que pasa es que aquí el amo tira el palo y ustedes acusan al perro de habérselo traído.

—El caso es que empezó a poner cruces y se buscó enemigos peligrosos…

—Los enemigos siempre son peligrosos, y los amigos sólo a veces. Eso es lo único que los diferencia. No te puedes fiar. La historia de la policía está llena de agentes que salieron vivos de auténticas guerras con terroristas, narcotraficantes o atracadores y a los que el día menos pensado se llevó por delante un atracador de farmacias. Pero sí, claro que allí, en la antigua Dirección General de Seguridad, nadaban muchos peces gordos, o sea, fáciles de ver y difíciles de pescar. En cualquier caso, creí que íbamos a hablar de esa periodista desaparecida.

—En cierto sentido, ya lo estamos haciendo.

—¿Sí? ¿Y qué sentido es ése?

—Bueno, Alicia Durán fue a Italia a lo mismo que iba a ir usted en el año 1983: a investigar la posible relación de las fuerzas de seguridad y los servicios secretos españoles con el asalto a los abogados laboralistas. Y la relación de todos ellos con la red Gladio, dependiente de la CIA.

—Pues entonces que Dios la pille confesada, porque se ha metido en un avispero. Ahí hay muchos intereses, mucha suciedad bajo las alfombras y muchos cables sueltos.

—Cuando le apartaron del caso iba a Roma para enseñarle a uno de los líderes de Ordine Nuovo, Vincenzo Vinciguerra, las fotos de varios agentes del CESID, con el propósito de que identificase a los que le habían entregado la metralleta Ingram M-10 que luego se usó en el atentado; y cuando un año más tarde fue detenido, lo acusaron de robar esos mismos documentos de los archivos del Ministerio del Interior. Parece que había que ocultar a esa gente a toda costa.

—Yo no robé nada, y culparme de tener en mis manos el mismo material que necesitaba para cumplir las misiones que se me encomendaban me parece que aclara las intenciones de mis perseguidores, y por si hubiera dudas, no hay más que ver cuáles eran los cargos contra mí: «infidelidad en custodia de documentos», es decir, que no los sustraje, sino que los tenía bajo mi cuidado. Y ni eso era verdad: esos papeles estaban en todas las mesas de la comisaría. En realidad, lo que buscaban era otra cosa: más de dos mil informes que ellos habían intentado hacer desaparecer antes de mi llegada, porque probaban sus vínculos con la ultraderecha, y que yo había localizado. Eso es lo que fueron a buscar a mi casa.

—¿Y por qué eran sus «perseguidores»? Deberían haber sido sus compañeros.

—En todas partes hay camarillas, y allí también. Había, por ejemplo, dos sindicatos, uno más liberal, que era al que yo pertenecía, y otro…, bueno, para ser suaves digamos que menos democrático… Ahí se mezclaba mucha gente, alguna con un pasado muy negro en los calabozos de la Puerta del Sol y no muy dada a aceptar que llegase otra época y se acabaran muchos privilegios. Yo hice una investigación interna sobre las actitudes e ineptitudes profesionales de determinados individuos, todos ellos destinados en la Brigada de Información Interior, y al tener noticia de ella, pidieron que me destituyeran: muerto el perro, se acabó la rabia. El secretario de Estado para la Seguridad se puso de mi parte, me felicitó por mi trabajo y dispuso el traslado de algunos de aquellos conspiradores. Y dos meses más tarde, montaron aquel número del robo de los papeles secretos, y me echaron. La política da muchas vueltas, como la ropa sucia.

—Es de suponer que entre esos «digamos que menos demócratas» estaban los que maquinaban crímenes y sublevaciones, es decir, entre otros los asiduos de la pizzería Il Appuntamento.

—Pues sí. Ellos jugaban a conspiradores y nosotros sabíamos quiénes eran, cuáles eran sus amigos y dónde se encontraban con ellos. Había muchos sitios de reunión. Los italianos, Delle Chiaie, Cicuttini y todos esos, se reunían, efectivamente, en Il Appuntamento. Luego estaban los de la Triple A, que habían huido de Argentina y frecuentaban el Drugstore de la calle Velázquez. Ésos eran casi los peores, todos llevaban armas y alguno tuvo un papel de cierta relevancia en la preparación del 23-F y en la guerra sucia contra ETA, y luego fundó una empresa de seguridad muy conocida… En fin, que son muchas cosas. Pero sí, unos cuantos de los nuestros y otros del entonces llamado SECED se movían en esos ambientes y eran uña y carne con los de la Internacional Negra.

—Y de ahí salió la idea de asesinar a los abogados comunistas.

—Yo no puedo decirle de dónde salieron o dejaron de salir las ideas o en dónde se montaron los planes, pero sí que allí, en Il Appuntamento, coincidían muchos de los involucrados en el ataque al bufete de Atocha, 55, incluido el neofascista de Ordine Nuovo que apretó el gatillo de la Marietta.

—Porque en su informe quedaba claro que la teoría del tirador solitario con una pistola Browning era insostenible.

—Aquí no hay claro ni oscuro, y a lo insostenible se lo sujeta con cuatro mentiras. Pero el trabajo de un policía es seguir rastros y encontrar pruebas, nada más. Luego, esas pruebas se pueden perder en el camino que va desde el lugar del crimen al juzgado, y eso es lo que pasó allí: los estudios periciales y el informe de los expertos en balística confirmaban que se había disparado un subfusil, pero después esa ametralladora no aparece en el sumario.

—Y eso que usted le había seguido la pista al arma y descubrió que había hecho un largo viaje Washington-Madrid-Roma.

—Washington no, Atlanta. Y no era una sola arma, sino tres, dos Ingram M-10 y una M-19, calibre 9 milímetros Parabellum, adquiridas en Estados Unidos y entregadas al Servicio Central de Documentación de la Presidencia del Gobierno.

—Y usted descubre que una de ellas le fue entregada a Vinciguerra por algún miembro de los servicios secretos españoles.

—Así es. Teníamos gente infiltrada en los grupos ultras, como usted comprenderá, y ésas eran efectivamente las noticias que nos llegaban y que con mucho trabajo y un poco de paciencia pudimos verificar.

—Pero entonces ocurre algo inesperado, y es que justo en el momento en que iba a viajar a Italia para interrogar a Vinciguerra y juntar las dos mitades del misterio…, lo cesan.

—Así es. Mis hombres y yo fuimos separados del caso, de manera fulminante y sin explicaciones.

—¿Por qué y por quiénes?

—Lo segundo está más claro que lo primero, porque es evidente que en asuntos de esa magnitud la decisión de no llegar más lejos y echar tierra sobre un suceso de semejante envergadura sólo la puede tomar el Ministerio del Interior.

—… que por entonces ya era socialista, lo cual parece muy contradictorio, ¿no? Entre otras cosas porque se trataba de su partido.

—Yo no tenía ningún partido. Como sabrá, dentro de un uniforme no se puede llevar un carnet.

—Pero más al fondo sí…

—Ésas son convicciones de cada uno, en cualquier caso. Yo lo que sé es que me apartaron del caso pero no me sustituyeron, es decir, que la investigación se paró ahí. Después me dejaron sin destino, fui relevado como jefe de grupo en la Brigada de Información Interior y a los dos meses me detuvieron, me acusaron de sustraer documentos confidenciales que, como le digo, circulaban en fotocopias por todos los departamentos del Centro de Investigación, me encerraron en un calabozo el tiempo necesario para meterse en mi casa y recuperar los informes que los comprometían y que estaban en mi poder, y me suspendieron de empleo y sueldo. Fui a juicio y el fiscal rebajó la pena que pedían para mí a un año en libertad vigilada y una multa simbólica, es decir, a casi nada, y eso por la presión que sufría por parte del Ministerio del Interior y de la prensa reaccionaria. Por otra parte, reconozco que la cosa no les salió mal, porque mataron dos pájaros de un tiro: los ultras se quedaron en las comisarías y los abogados en sus tumbas. Todo en orden.

—¿No sería también que querían borrar la pista de las metralletas porque se dieron cuenta de que iba a dar a la red Gladio y a la CIA?

—Tendría que preguntárselo a ellos. Pero a lo mejor no hace falta irse tan lejos ni levantar tanto el punto de mira. Bastante tenían ya con esconder sus propios cadáveres en el armario. Yo lo único que puedo decir es que sabíamos de dónde venían los subfusiles, para qué se usaron y dónde fueron a parar. De hecho, todos acabaron en Italia: el que había servido para llevar a cabo la acción de Atocha, 55 se lo llevaron allí los de Ordine Nuovo y los otros dos les fueron entregados a las Brigadas Rojas.

—Eso parece confirmar la conexión de los grupos maoístas con la red Gladio, de la que hablan varias de las personas a las que entrevistó Alicia Durán.

—Cada uno puede sacar las conclusiones que quiera, pero dos y dos seguirán siendo cuatro.

—¿Es cierto que también tenía en su poder una serie de pruebas que comprometían al propio ministro del Interior en la guerra sucia?

—Le puedo asegurar que esas pruebas existían. No digo que las tuviese yo.

—¿Y tenían algo que ver con el terrorismo de Estado?

—Posiblemente tendrían que ver con algunas de las cosas que acabaron con él y con sus colaboradores más cercanos en la cárcel.

—¿Eran esas evidencias las que le hizo llegar al Presidente del Gobierno y fue eso lo que desató las iras contra usted?

—Yo no hice llegar nada a las manos de nadie y siempre respeté el orden jerárquico.

—Por respeto al orden jerárquico y a la obediencia debida, ¿calló usted lo que sabía de la guerra sucia contra ETA cuando lo llamaron a declarar por la desaparición de Pertur?

—Uno siempre sabe cosas, pero yo he aprendido a base de golpes que en esta vida es importante comprender cuándo conviene decirlas y cuándo es más oportuno callar. Soy un hombre paciente y sé tomar mis precauciones. Quién sabe si algún día habrá que contar algunas cosas.

Mientras ese momento llega, el inspector Medina no quiere hablar más que del caso de los abogados laboralistas, que según dice nunca ha dejado de obsesionarle, pero lo cierto es que sus andanzas darían para escribir un libro, porque tras ser apartado de aquella investigación la controversia siguió rodeándolo. Cuando investigaba las cuentas del holding Rumasa, que le había sido expropiado a su dueño por el Gobierno, y acababa de localizar el zulo en el que estaban escondidos los libros de contabilidad de la empresa, había descubierto un fraude a la Hacienda pública de cientos de millones y estaba a punto de demostrar que también se había producido una evasión de capitales provenientes de las ganancias de la compañía cuyos beneficiarios eran una serie de miembros del Opus Dei y cuyos cómplices eran algunos altos cargos policiales a los que planeaba denunciar por los supuestos delitos de encubrimiento y prevaricación, volvió a ser detenido por aceptar, supuestamente, un soborno de los encausados. Cuando la Audiencia Nacional anuló la fianza que le habían exigido y lo dejó en libertad y a la espera de juicio, declaró a los periódicos que «si le ocurría algo tenía bien guardadas las espaldas con un dosier de ochocientas páginas muy comprometedor para muchas personas». La respuesta fue un nuevo e insólito auto de procesamiento contra él por apropiación indebida, pues lo involucraban en la desaparición de dos millones de litros de aceite, incautados a Rumasa, de un almacén del Servicio Nacional de Productos Agrarios. La última vuelta de tuerca de esta rocambolesca historia se produjo poco después de que Medina tirase la toalla y abandonara la policía para montar una agencia de detectives privados: al poco tiempo los fiscales de la Audiencia Provincial de Madrid pedían para él dos años de cárcel por hacerse pasar por activista de los GRAPO para extorsionar a un empresario. Al final, un antiguo socio de la víctima, a quien ésta debía una gran cantidad de dinero, confesó que la idea de enviarle una carta exigiéndole el pago de un impuesto revolucionario había sido suya, que lo había hecho para intentar cobrar lo que el otro se negaba a devolverle y que lo único que hizo Medina fue proporcionarle el logotipo de la banda terrorista y ofrecerse como mediador. Fue absuelto, una vez más.

—Me gustaría hacerle una última pregunta: ¿cree que los protagonistas de aquellos sucesos siguen en activo? Y si así fuera, ¿quién de ellos podría tener algo que ver con la desaparición de Alicia Durán?

—Ellos siempre están en activo. No tienen derecho a descansar porque uno no puede jubilarse de sus pecados. Si de verdad han decidido eliminar a esa chica, lo habrán hecho sin que les temblase el pulso y les habrá gustado, porque esa gente necesita matar para sentir que aún está viva, y además lo habrán hecho todos, unos en persona y otros a distancia, porque tienen muy bien repartidos los papeles y porque ninguno da un solo paso sin la autorización de los demás. No son una red, son una secta. El clan de los asesinos. Y se lo vuelvo a decir: no hay que irse muy lejos para encontrarlos.

Y con esa ráfaga de titulares tan propia de él, da por cerrado nuestro encuentro. ¿Con quién he estado hablando?, me digo, mientras lo veo salir del local en el que hemos estado y perderse entre la multitud: ¿con un mártir o con un demonio? ¿Con un intrigante o con la víctima de una fabulosa conspiración? Es imposible estar con este hombre, oír su historia y no hacerse esas preguntas.

En Módena, casi al mismo tiempo en que el inspector Medina se despedía de Mónica Grandes en aquel café de Madrid, Juan Urbano y sus acompañantes se disponían a pedir la cena en su lujosa osteria. La Francescana era uno de esos lugares con cuadros abstractos en los muros, comidas de seis colores en los platos y un chef que se ve a sí mismo como el Leonardo da Vinci de las sartenes, en los que no existen ni los precios bajos ni los nombres cortos: la colega de Bárbara Valdés pidió uovo di livornese, succo di prosciutto, pane crocante fonduta di bettelmat e tartufo nero; el juez Casson, risotto con la zucca appassita, chicchi di picolit di Marco Sara mostarda di mele campanine e polvere di amaretto, y él una insalata di mare. Por fortuna, el italiano de Casson era más comprensible que el del menú, y pudieron entenderse con la ayuda impagable y generosa de su acompañante, que dominaba el español desde sus tiempos en Madrid, cuando estuvo viviendo en casa de Bárbara y Enrique.

El juez escuchó con curiosidad, más tarde con atención y finalmente con gran interés lo que le contaba Juan, empezó a tomar algunas notas cuando la historia de Alicia se fue metiendo en el territorio de la red Gladio y soltó un silbido de asombro cuando en medio de la conversación llegó un sms de Mónica que decía «Medina increíble, una estatua de Mercurio arrojada a un vertedero. Los ultras sacaron tres Mariettas del cuartel, una se la dieron a los de Fuerza Nueva y las otras dos acabaron en manos ¡de las Brigadas Rojas! El informe que demostraba eso se lo confiscaron cuando fue apartado del caso y detenido».

—Claro, eso encaja perfectamente —dijo Casson, después de leer el mensaje varias veces en el móvil de Juan, como si tratara de memorizarlo—, y es uno de los documentos que las autoridades españolas no quisieron dejarnos consultar cuando les solicitamos que nos transfirieran cualquier información que evidenciara las conexiones entre los extremistas de nuestros dos países. En cuanto a esas metralletas Ingram, no me sorprende lo que le dicen de ellas: es característico de los grupos terroristas intercambiarse el armamento para conseguir que sea más difícil seguirle la pista. El trabajo de los delincuentes es dispersar las cosas y el nuestro volver a reunirlas. Pero esto es un dato de extraordinaria importancia, «un pequeño detalle de dimensiones épicas», como suele decir nuestro amigo Pier Luigi Baresi, y si el inspector Medina, que como comprenderá no es ningún desconocido para nosotros, le ha contado eso a su colaboradora, me gustaría tener lo antes posible una copia de la entrevista que le ha hecho, porque lo que dice de esas Mariettas y de su aparición en Italia es un dato que acentúa las sospechas más que fundadas de que hubo algún tipo de relación entre la CIA, su red Gladio y las Brigadas Rojas. Por mi parte, no dude que moveré los hilos que crea necesarios para intentar averiguar algo sobre la señorita Durán.

—Se lo agradezco mucho.

—Créame que yo a usted también. Manténgame informado y no deje de avisarme si pasa por Venecia. Le invitaré a cenar en la trattoria La Canonica, que es donde comen los gondoleros, y a un café en el hotel Danieli.

—Dígame una cosa: ¿cree que hay alguna posibilidad de que Alicia esté viva?

El juez Casson lo miró con un brillo de piedad en los ojos.

—Es difícil de saber —dijo—. De todas formas, yo no me alejaría mucho de Madrid, porque a menudo esa gente actúa con las personas igual que con las metralletas de las que hemos hablado: los criminales creen que llevarse sus delitos a otra parte los separa de ellos y los pone a salvo. Por suerte, se equivocan a menudo. Por desgracia, no lo hacen siempre.

Cuando Juan Urbano leyese entera la entrevista que Mónica Grandes le había hecho al inspector Medina, notaría la coincidencia: tanto él como Casson pensaban que, aunque Alicia hubiese desaparecido en Italia, los culpables no estaban allí.