Capítulo siete

Capítulo siete

Había sido un gesto casi imperceptible, pero suficiente para los ojos de Alicia Durán, que en cuanto lo vio supo que tenía que seguirle la pista, buscar la raíz de aquel destello de incomodidad que había pasado por el rostro de Alfonso Llamas cuando le preguntó por la supuesta implicación del grupo neofascista italiano Ordine Nuovo y de la CIA en el crimen de los abogados de la calle de Atocha. «Sea más concreta», le había respondido, sin duda para ganar tiempo, mientras aumentaba la velocidad con que hacía dar vueltas entre sus dedos el bolígrafo que usaba para entretener las manos y que Alicia había consignado como un truco de ex fumador; y después había añadido una frase tan cínica que casi sonaba a provocación: «En los Estados de derecho sólo ocurre aquello que se puede probar». Ni en la entrevista publicada por el diario ni en la versión ampliada que, de momento, había puesto en el libro, salía sin embargo la siguiente cuestión que le había planteado, que era por qué razones el Gobierno del que él formaba parte podría haber querido encubrir a los agentes que, en el fondo, intentaban derribarlo, puesto que lo que buscaban era una insurrección militar. ¿Tanto pánico les daban los servicios secretos de la dictadura o había algo más, tal vez el convencimiento, a todas luces inconfesable, de que al terrorismo sólo se le puede combatir con más terrorismo? ¿Había pasado eso y a los ultraderechistas se les fue la mano, y en lugar de matar activistas de ETA se dedicaron a asesinar rojos, como en la Guerra Civil? ¿O es que las autoridades españolas, al saber que la CIA estaba al fondo, decidieron mirar para otra parte? Si Alicia no incluyó eso en el texto fue porque él, sencillamente, no le contestó, sino que se echó hacia atrás en su asiento y se mantuvo callado mientras cruzaba sucesivamente las piernas y los brazos, igual que si hiciese un nudo imposible de desatar. Y cuando ella, tentando la suerte, insistió, pretendiendo formular la misma pregunta con otras palabras, la detuvo con un gesto imperioso y dijo:

—A eso ya he respondido. Y me va usted a disculpar la franqueza, pero si tengo que explicarle dos veces cada cosa, no terminaremos nunca.

Ella cambió de tercio ante la agresividad de esas palabras y de los gestos que las acompañaron, que eran los de una persona a punto de levantarse para poner fin a la conversación; pero, como es lógico, no se iba a conformar con aquel silencio ni con la censura que imponía, y desde entonces investigó obsesivamente ese asunto, releyó hasta aprenderla de memoria la historia mil veces contada de los ultras llegando al despacho de los abogados laboralistas y asesinándolos sin piedad; y, al mismo tiempo, siguió buscando las zonas en sombra de ese crimen a base de repetirles la misma pregunta a todas las personas a quienes entrevistaba; entre ellas al hombre del traje azul, aquel a quien vio hablar por un teléfono móvil la noche en que le restaron la estatua del dictador a la plaza de San Juan de la Cruz. Y ese individuo, un radical de derechas que decía no entender por qué los abogados de Atocha tienen un monumento y los policías que asesina ETA no, y que resultaba tan poco interesante en sí mismo como suelen serlo todas las personas que se atienen a consignas de las que no se atreven a dudar, le dio a Alicia una buena idea y, sobre todo, un buen contacto.

—¿La gente de Ordine Nuovo? Sí, naturalmente, cómo no voy a saber quiénes eran —le dijo, respondiendo a una de sus primeras preguntas—. Los de la pizzería Il Appuntamento, y toda esa historia. Pero lo sé yo y lo deberías saber tú, porque en su momento lo publicaron los periódicos.

—Desde luego; pero no me interesa lo que dijeron los periódicos sino lo que se callaron los jueces, la policía y el Gobierno.

—Ve a preguntarles a ellos, entonces —le respondió, de forma adusta. Pero inmediatamente su gesto cambió, los labios serpentearon hasta una sonrisa mordaz y añadió—: O sé más lista y encuentra a los que estaban allí. Quién sabe, igual te dicen que todos los caminos van a Roma… y empiezan en Madrid.

—¿A Roma… o a Washington? —dijo Alicia, midiendo el terreno.

—Ya te lo he dicho: entérate de a quién tienes que preguntar y búscalo.

—¿Cómo puedo llegar hasta esa gente?

El hombre del traje azul se inclinó hacia ella, le clavó una mirada ensayada que a él le pareció turbadora y a ella patética, y la estuvo observando una eternidad. Su actitud era la de quien posee una información valiosa y trata de decidir si debe confiársela a la persona que tiene enfrente. A Alicia le pareció un pobre diablo.

—Yo conozco bastante a uno de los picapleitos que defendieron a los muchachos a los que acusaron del crimen de la calle de Atocha… Aunque no sé si le apetecerá hablar contigo.

—¿El abogado de los… —igual que si desechase naipes de una baraja, Alicia descartó rápidamente, para no ahuyentar a su entrevistado, asesinos, pistoleros, ultraderechistas…—, de los incriminados?

—Eso es.

—Interesante… No se me había ocurrido —dijo Alicia, sonriendo a la vez que ponía un categórico punto y final a las notas que estaba tomando en el cuaderno que lleva siempre con ella, por si un día el magnetófono fallase, y lo cerraba como dando por concluida la conversación.

—Muy interesante —dijo el mequetrefe, algo desconcertado por aquel gesto, y sin saber a qué carta quedarse al ver que la periodista lo miraba con una lástima ostensible, negando con la cabeza y con una agria sonrisa de conmiseración en la boca. Si hubiese podido entrar en su mente, habría sabido que ella pensaba que, de puro imitativa, su cara parecía la filial de otra cara, y de tanto repetir poses aprendidas de otros, seguramente en las peores películas de la historia, daba la impresión de no tener nada de primera mano, de ser una simple secuela.

—¿Y me podría poner en contacto con él? ¿Tiene su número de teléfono?

—Eso depende de si estás dispuesta a pagar lo que vale esa información. Y no estoy hablando de dinero… —dijo él, recuperando la onda que había perdido durante unos segundos y torciendo los labios para formar una sonrisa marrullera que desapareció al ver que ella lo miraba con toda la compasión que era capaz de fingir, recogía sus cosas, se levantaba echándose el bolso al hombro y le decía:

—¿Y por qué iba a pagar nada por lo que ya me has dado gratis? Me invitas al café, ¿verdad?

Alicia pasó el resto de la mañana en el periódico, consultando el archivo digital y haciendo llamadas. Y en un par de horas había localizado al abogado del que hablaba el hombre del traje azul, que le dijo que no tenía inconveniente alguno en recibirla, aunque le advirtió que él también llevaría una grabadora, para asegurarse de que la entrevista no se manipulaba. Se citaron para esa misma tarde, a las siete en punto, en su despacho.

Dedicó la jornada a escribir una columna intrascendente, destinada a un rincón oscuro del periódico y hecha con informaciones sacadas de las agencias, que por supuesto le había encargado el redactor jefe con ánimo de fastidiarla, y a la hora de comer le pidió a una compañera que le subiese un sándwich de la cafetería y se quedó en la redacción, preparando la entrevista al abogado, a quien llamaremos Juan Garcés. Unas horas más tarde, nada más acabarla y despedirse de él, paró un taxi a la puerta de aquel bufete, que estaba en uno de los barrios adinerados de Madrid, se fue directamente a casa y, como de costumbre, transcribió y redactó el texto antes de hacer ninguna otra cosa, incluso antes de cenar, mientras aquella conversación, que había sido ambigua, incómoda y soterradamente agresiva, aún estaba fresca en su mente. No tenía la más mínima duda de cuál iba a ser el título.

Juan Garcés: «La matanza de Atocha la instigó el Gobierno, para preparar la legalización del PCE».

Juan Garcés te recibe tras una enorme mesa de caoba que tiene tallados unos centuriones romanos en la madera, y que hace juego con el resto de los muebles de la habitación, todos ellos de una suntuosidad decadente. Es un individuo de cara redonda con contornos de manzana, nariz recta y ojos intrascendentes, sin brillo, que parecen carbón apagado tras el cristal de las pequeñas gafas de miope, hechas de pasta negra, y que por su falta de pasión le dan a su mirada un aspecto despiadado. En las comisuras de sus labios hay unas profundas líneas de expresión que contradicen su pose de hombre inexpresivo, porque dan la impresión de ser las secuelas de un rostro sonriente. Su estatura es normal, lo mismo que todo él, y le sobran unos kilos que, como suele ocurrir, le obligan a elevar sus pantalones más allá de la cintura, para salvar el estómago, lo que le convierte en un globo terráqueo con el ecuador fuera de sitio. El pelo, ni largo ni corto, es todavía más gris que blanco y no abunda, pero tampoco se le echa de menos, porque lo peina con una buena estrategia. Usa un bigote fino y recto, pasado de moda, tal vez con la intención de añadirle a su rostro trivial algo distintivo. Lleva un sello de oro en la mano izquierda, y viste un traje caro, probablemente cortado a la medida, que hace pensar en un armario lleno de otros parecidos, siempre de colores cautelosos; pero él resulta menos elegante que su ropa. Lleva su jota y su ge en la camisa, bordadas con un hilo claro. Gesticula poco, entre otras cosas porque mientras habla suele dejar las manos enlazadas y quietas sobre el escritorio. Su voz tiene una vibración metálica que, según el caso, les añade a sus frases una estela de emotividad, demagogia o sarcasmo. Con frecuencia, convierte las afirmaciones ajenas en preguntas, para desarmarlas, y en general actúa a la vez de forma defensiva y agresiva, escuchando atentamente a su interlocutor para buscar puntos débiles en lo que le dice y quebrarlo, como quien busca la línea de puntos por la que abrir un envase.

—Cuando hablamos por teléfono —le digo—, me anticipó que defendería lo que había defendido siempre: que los acusados del crimen de Atocha no tuvieron un juicio justo.

—Mire usted —responde, colocando el cuerpo como para un combate y soltando por la nariz una gran cantidad de aire ofendido—, es que era imposible que lo tuvieran, cuando los medios de comunicación ya los habían puesto a los pies de los caballos.

—¿Los consideraba usted, entonces, inocentes?

—Nunca sostuve tal cosa. Lo que dije, y repito, es que en su caso había una serie de atenuantes obvias que, sin embargo, no se quisieron tener en cuenta.

—Sí, conozco las cuatro circunstancias atenuantes que alegaron ustedes y que rechazó el tribunal, que eran la de trastorno mental transitorio, la de no haber pretendido en ningún momento el resultado dañoso que se produjo, la de haber mediado provocación previa de las víctimas y la de haber hecho lo que hicieron impulsados por motivos morales y patrióticos.

—Así es.

—Sin embargo, no parece que actuaran impulsivamente, ni que padecieran ninguna clase de perturbación psicológica.

—¿Usted cree entonces que es posible hacer algo así sin encontrarse en una situación de fuerte desequilibrio?

—Sí, cuando uno se entrega a convicciones fanáticas o es manipulado por otros.

—¿Fueron manipulados? Si es así, me está usted dando la razón y también cree que no actuaron por voluntad propia.

—O que lo hicieron siguiendo órdenes. Parece que quienes los empujaron al crimen les hicieron creer que eran héroes cumpliendo una misión y, por lo tanto, en lugar de una condena recibirían un premio.

—¿Lo ve? Así que creían tener una misión y, por lo tanto, actuaban por motivos morales y patrióticos. Otra vez estamos de acuerdo. En cuanto a lo otro, ¿a qué clase de premio se refiere? ¿Tiene usted datos que avalen esa afirmación?

—Hay algunos indicios bastante claros. Por ejemplo, que ni siquiera se tomasen la molestia de huir de Madrid tras cometer el asesinato, sin duda porque se creían amparados por sus contactos políticos y policiales, sobre todo por parte de algunos agentes del Servicio Central de Documentación.

—Eso no son más que simples especulaciones. Usted sabe perfectamente que esos contactos nunca fueron probados. Es más, lo que se concluyó fue que actuaron por cuenta propia e impulsivamente, en un arrebato.

—¿Y presentarse al juicio en actitud desafiante y vestidos con el uniforme falangista también era consecuencia de ese larguísimo arrebato?

—¿Y por qué había de serlo? Uno puede avergonzarse de sus actos pero no de sus ideas.

A Garcés parece satisfacerle decir ese tipo de cosas, porque inmediatamente después de soltarlas se echa hacia atrás en su silla, sonríe, se encoge de hombros y levanta los pulgares, que son los únicos que no están trabados por los dedos de la otra mano, queriendo dar a entender con todo eso que lo que acaba de exponer es irrebatible.

—En cuanto a otra de las atenuantes —continúo, sin atender a lo que acaba de decir—, la de «no haber pretendido en ningún momento el resultado dañoso que se produjo», parece claro que los acusados fueron a aquel despacho a cometer un delito.

—Pero no ese delito.

—No, iban a por un sindicalista que había logrado con sus movilizaciones desarticular la mafia del transporte que tenía montada en la capital la dictadura. O al menos eso fue lo que declararon.

—Es lo que declararon y era la verdad. Nada de lo que ocurrió estaba previsto. Pero eso no lo digo yo, lo recogió la sentencia, que considera probado que nuestros clientes habían ido allí enviados por el jefe del antiguo Sindicato Vertical de Transportes para asustar a aquel individuo, tal vez para darle una paliza. Nada más que para eso. Lo dijo la Audiencia Nacional y lo reiteró el Tribunal Supremo.

—No, la sentencia dice que habían ido allí a eso «o incluso a matarlo». Supongo que, de lo contrario, no hubiesen necesitado las pistolas.

—Unos chicos jugando a soldados suelen llevar armas, eso es verdad.

—En su caso, parecía más que un juego. El servicio de Intervención de Armas de la Guardia Civil les encontró seis revólveres.

—Sí, pero ellos creían que las necesitaban como protección, para defenderse si eran atacados.

El caso es que las llevaban en la mano cuando entraron en el despacho de los abogados en busca de aquel dirigente comunista que les había arruinado el negocio a los burócratas del Sindicato Vertical de Transportes. Cuando les abrió la puerta un trabajador despedido de Telefónica, que había ido allí en busca de asesoramiento legal, le pusieron en la sien el cañón de la Browning de 9 milímetros, o tal vez fuera el de la Star. Luego, entraron en el piso, arrancaron los cables de los teléfonos y registraron todas las habitaciones en busca de sus víctimas. Eran nueve. Las congregaron en el recibidor. Abrieron fuego.

—¿Sus defendidos actuaron en respuesta a los sucesos de ese mismo día? La secuencia parece clara: por la mañana los GRAPO raptan al presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar; por la tarde, la policía mata a la estudiante Mari Luz Nájera durante una manifestación de protesta por la muerte de otro joven llamado Arturo Ruiz, al que había disparado por la espalda un guerrillero de Cristo Rey, durante una concentración pro amnistía. Por la noche, pensaron que era su turno.

—Discúlpeme, pero la policía no mató a nadie. Lo que ocurrió con esa muchacha fue que un bote de humo le dio, por casualidad, en la cabeza, y eso no es un crimen: se llama accidente. Hablemos con propiedad.

—En cualquier caso, eso no responde mi pregunta.

—… O quizás es que usted no quiere darse cuenta de que ya la he respondido antes. Pero con mucho gusto volveré a hacerlo: efectivamente, los chicos actuaron en un impulso, como contestación a los sucesos de los que habla, y a algunos otros. Eso es lo que siempre he dicho y me alegra que, una vez más, esté de acuerdo conmigo.

—Así que se les fue la mano esa noche; iban allí a buscar al cabecilla del sindicato del transporte de Comisiones Obreras, que acababa de organizar una huelga del sector en Madrid, y como no estaba, decidieron matar a los abogados comunistas.

—Ya lo ve, usted misma lo está diciendo: no hubo premeditación alguna.

—Hasta cierto punto, ¿no cree? A fin de cuentas, formaban parte de un grupo armado cuyo fin era desestabilizar el país.

—No, en absoluto. Yo siempre he considerado aquello un acto repentino y aislado.

—Pero eso no encaja con el hecho de que un hombre que se identificó como representante de la Triple A llamase a la agencia Cifra, de Barcelona, para reivindicar el atentado, y después al Diario de Barcelona para comunicar que si los presidentes del Consejo de Estado y del Consejo Supremo de Justicia Militar eran asesinados por sus secuestradores, llevarían a cabo una noche de cuchillos largos.

—Siempre hay locos llamando a los periódicos para decir disparates.

—Ese hombre se identificó como miembro del comando Roberto Hugo Sosa, y anunció que pronto se producirían «nuevos sucesos como el de los abogados laboralistas».

—Como le digo, cualquiera puede hacer una llamada de ese tipo. ¿Por qué? ¿Para qué? Pues mire, no lo sé; soy abogado, no psicólogo. Quizá sea para sentirse importante o, en algunos casos, por simple diversión.

—Uno de los heridos de la matanza asegura que quisieron rematarle en el hospital donde convalecía; que le enviaron varios anónimos amenazándolo de muerte y que los pistoleros de la Triple A lo estuvieron persiguiendo a él y a los otros cuatro sobrevivientes para matarlos y evitar que los identificasen.

—Sí, sí… Ya sé quién es ese hombre: uno que también va por ahí contando que salvó la vida porque la bala que lo iba a matar dio en un bolígrafo que llevaba en el bolsillo. ¡Por favor! La gente ve demasiadas películas. Y algunos confunden tener algo que contar con tener algo que decir, que no es lo mismo, y se sienten importantes porque les hayan pegado un balazo; y yo, sin pretender faltarle al respeto a nadie, tengo que decir que no opino que eso sea, en sí mismo, un gran mérito. Pero, en fin, le reitero que en esta profesión lo que nos interesa son los hechos, no las teorías, porque ésas las hay de todos los colores: también existe quien sostiene que en realidad aquel suceso lo instigó el Gobierno, para preparar el terreno a la legalización del PCE.

—¿Y usted le da alguna credibilidad a eso?

—Yo no doy ni quito nada. Sólo digo que eso también está ahí y que como hipótesis no es desdeñable.

—¿Y conoce algún dato que lo justifique, o esta vez sí le concede credibilidad a un simple rumor?

Garcés hace una pausa, me evalúa con una mirada tan impasible que roza la apatía, me ofrece un cigarrillo en lugar de preguntarme si me molesta que fume y enciende él uno. Se toma su tiempo antes de continuar.

—Mire, se sabe que hubo dos agentes de los servicios secretos infiltrados en las juventudes de Fuerza Nueva… Incluso se conocen sus alias, que eran Barco y Barber. Se dice que buscaron a los más ingenuos y a los que en aquellos momentos eran emocionalmente más frágiles, entre otros al hijo de un militar asesinado por ETA. Hay testigos que los vieron reunirse con ellos, dos días antes de lo de la calle de Atocha, en la cafetería Dólar.

—¿A usted le contaron todo eso sus clientes, o las personas de su entorno?

—Usted es periodista y sabe muy bien que uno debe comprobar la veracidad de sus informaciones, pero no está obligado a revelar su origen.

—Así que, en su opinión, es cierto que los servicios secretos participaron en el atentado, aunque por otras razones.

—Permítame que la corrija de nuevo: no por otras razones, sino por razones opuestas a las que se ha querido hacer ver que estaban detrás de aquel suceso. ¿No le parece que está muy claro a quiénes benefició ese turbio asunto? No tiene nada más que fijarse en la utilización política que se hizo del entierro.

—Ésa es una idea original, porque todo el mundo lo consideró, más bien, un duelo popular espontáneo. Y, sobre todo, una demostración de la voluntad democrática de los españoles.

—Claro, claro: la voluntad democrática… En fin, usted sabe que las corrientes de opinión son fáciles de encauzar. Y también es sencillo amedrentar a una población aturdida, para manejarla. Al día siguiente del funeral, hubo un paro en todo el país. Y tres meses después, cuando el miedo ya había allanado el camino, se legalizó el PCE de manera vergonzante, un sábado y en plena Semana Santa. ¿De verdad no encuentra usted ningún vínculo entre todas esas cosas?

—Volvamos a la escena del crimen. Parece probado que aquel 24 de enero de 1977 no sólo fueron sus defendidos los que asaltaron el número 55 de la calle de Atocha.

—Pues mire usted: no. Probado no está, puesto que no se recoge en la sentencia.

—Pero hubo otras personas en el lugar del crimen.

—Seguramente…

—¿Y me va a decir quiénes eran? No tiene nada que perder. Ya ha pasado mucho tiempo, tanto que los delitos que se les imputaban a algunas de las personas que usted defendió y que huyeron de España han prescrito.

—Bueno, bueno… Eso no es exactamente así, o al menos no lo es en todos los casos. De cualquier modo, quiero recalcar, y lo digo alto y fuerte para que quede bien registrado en su grabadora y en la mía, que yo no estoy protegiendo, ni lo he hecho jamás, a ningún prófugo, y que mi trabajo consiste en defender los derechos de mis clientes ante los tribunales, no en ayudarlos a escapar de la Justicia.

—Pero usted sabe que en aquel despacho hubo más personas de las que se ha dicho. Alguien usó una metralleta y eso se sabe por los impactos de bala en los cuerpos de las víctimas y en las paredes, que eran más numerosos que los que podían haberse hecho con dos pistolas.

—Con una, en realidad, porque quedó probado que uno de nuestros clientes no usó su arma.

—Discúlpeme, pero eso no es así. Tal vez no usó su Star para tirotearlos, eso lo hizo su compinche con la Browning, pero sí para rematar con ella al menos a dos de las víctimas. En cualquier caso, hablábamos de la metralleta y de la persona que la utilizó.

—Pues mire, lo único que le puedo decir es que alguien no tenía ningún interés en que eso se investigara, porque los agujeros de la pared fueron tapados urgentemente, antes de que pudieran analizarlos los peritos. No sabemos quién ordenó eso, que en realidad no debería haber servido de nada, porque de todas formas ahí estaban como prueba los casquillos que recogió la policía en el despacho, entre ellos algunos de los que se usan para las metralletas Ingram. Pero sirvió, porque el tribunal echó tierra sobre el asunto.

—Efectivamente, era una Ingram M-10 —digo, para que la conversación no se disperse—, que luego se encontró en Roma, en poder de un conocido neofascista italiano, que la había utilizado para asesinar a un juez.

—Sí, una M-10, de esas a las que llaman Marietta —responde, igual que si sólo hubiera oído la primera parte de lo que acabo de decir. Para asegurarme de que vamos a llegar a donde me interesa, decido dar un rodeo.

—Así que para usted no es cierto lo que ratificó la sentencia judicial, tres años después del crimen: que la matanza fue el resultado de un enfrentamiento entre sindicalistas de derechas e izquierdas; que la encargó el secretario del Sindicato Vertical de Transportes en Madrid y la ejecutaron dos ultraderechistas de la Triple A.

—Para mí, y para cualquier persona con dos dedos de frente que lea el sumario, lo que es indudable es que en él hay algunas contradicciones muy llamativas. La mayor es ésta: ¿cómo se puede decir que se encargó una cosa que no estaba prevista? ¿No se demostró, acaso, que ellos fueron allí a asustar a aquel dirigente de las Comisiones Obreras? Algo no encaja.

—¿Conoce usted al terrorista italiano del grupo Ordine Nuovo y de la organización paramilitar Gladio que participó en el asalto?

Sonríe y niega con la cabeza, sin duda ante mi ingenuidad de creer que iba a sorprenderlo con la guardia baja.

—No, como usted ya supondrá. Pero soy consciente de que circularon algunos rumores al respecto.

—Algo más que rumores. El asunto lo destapó el diario Il Messaggero y lo llevó al Congreso italiano el Primer Ministro, Giulio Andreotti, en octubre de 1990, revelando que el servicio de inteligencia de su país, el CESIS, sabía que un ultraderechista llamado Carlo Cicuttini había participado en la matanza de Atocha. Los Gobiernos de la propia Italia, de Suiza y de Bélgica promovieron diversas investigaciones oficiales, y una resolución del Parlamento Europeo condenó aquella trama siniestra en noviembre de 1990. ¿Sus clientes le hablaron de ese hombre, Carlo Cicuttini?

—Usted sabrá, en cualquier caso —dice, sin responder a mi pregunta pero a la vez dejando claro que conoce los entresijos de ese asunto—, que el nombre de Cicuttini es uno de los que salió, pero hay más: Stefano Delle Chiaie, Pietro Benvenuto…

—Sí, Delle Chiaie, el fundador de Avanguardia Nazionale. Sabemos que en enero de 1977 estaba en Madrid, porque en los archivos de la Comisaría General de Información hay un informe que lo demuestra. Y en cuanto a Benvenuto, llegó a ser detenido como posible implicado en lo de Atocha, pero fue puesto en libertad tras el interrogatorio. Su declaración no fue tenida en cuenta por el tribunal.

—Exacto.

—¿Sus clientes eran asiduos de la pizzería Il Appuntamento?

—Sí, la conocían, claro está. Era un buen restaurante, según tengo entendido.

—Y, sobre todo, era el punto de reunión de la extrema derecha italiana y española, y entre estos últimos, de algunos policías de la Brigada Político-Social de Madrid.

—Habría que saber qué considera usted los extremos y qué considera el centro, pero al margen de eso, lo que dice concuerda con lo que he manifestado antes.

—¿En qué sentido?

—Bueno, ya le expliqué que hubo algunos agentes infiltrados entre los muchachos de Fuerza Nueva. Igual eran de la Brigada Político-Social y a lo mejor eran del CESID.

—Y los camaradas de la Internacional Negra les debieron de explicar en las reuniones de Il Appuntamento las ventajas de lo que llamaban estrategia de la tensión, que consistía en realizar atentados y esperar a que la situación fuera tan insostenible que justificase un golpe de Estado para salvar a la patria.

—O que justificase la legalización del PCE, la amnistía a los etarras con delitos de sangre, el desmantelamiento del Tribunal de Orden Público o el cese de algunos altos mandos militares, entre otras muchas cosas.

—¿Está hablando de un Gobierno que, de alguna manera, se hacía la guerra sucia a sí mismo?

—Estoy preguntándome de dónde eran los policías que frecuentaban Il Appuntamento y para qué iban allí. Pudiera ser que ni ellos ni otros que supuestamente defendían el marxismo-leninismo fuesen lo que parecían.

—¿A qué se refiere exactamente?

—Bueno, había grupos armados que secuestraban y asesinaban a integrantes de las Fuerzas Armadas en los momentos más oportunos para alimentar eso que usted llama estrategia de la tensión, y que, a la luz de sus actos, lo mismo podían ser opositores al Gobierno que estar a su servicio, igual ser rivales de los cuerpos de seguridad del Estado que mercenarios suyos.

—¿Los GRAPO? Supuestamente, eran maoístas.

—Sí, tal vez. Pero fíjese: cuando cuatro días después de lo de la calle de Atocha asesinaron a dos policías y a un guardia civil, se suponía que era en venganza por lo de los abogados y, si lo piensa, más bien parece una prolongación de los fines que, según ellos mismos, perseguía aquella acción: todo eso de crear un clima irrespirable, desprestigiar la democracia, conseguir que empezara a oírse ruido de sables en los cuarteles y demás. En resumen, que cuando todo el mundo estaba tan asustado que se había vuelto dócil, en poco más de diez días los secuestrados por los GRAPO fueron fácilmente rescatados y mis clientes detenidos y usados como cabezas de turco. Todo el mundo contento.

—Fueron unas cabezas de turco con bastante suerte, en cualquier caso. La Audiencia Nacional los condenó, en conjunto, a 464 años de cárcel y entre todos cumplieron 37. Dos se fugaron, uno de ellos a Bolivia, donde casualmente también había ido a parar Delle Chiaie y donde se dedicó al narcotráfico hasta que fue detenido; un tercero, al que le habían caído 193 años como autor material del crimen, fue puesto en libertad a los 15; y otros dos ni siquiera llegaron a entrar en prisión.

—Y el sexto murió en ella. No lo olvide.

—Sí, aquel dirigente del Sindicato Vertical de Transportes. Pero sólo llevaba allí algo más de 4 años y su pena era de 63.

—A los cabecillas de los GRAPO los llevaron a la cárcel de Zamora, donde no había ni luz por las noches, para que pudiesen fugarse sin ningún problema. Y por si acaso, les dieron herramientas para poner en marcha un taller de bricolaje, y con ellas excavaron un túnel y se escaparon.

—Pero dos años más tarde, la policía abatió a dos de ellos, a uno en Barcelona y al otro en Madrid.

—Mejor, ¿no? Los muertos no hablan… Pero fíjese en la secuencia: a finales del 76, los GRAPO raptan al presidente del Consejo de Estado y al presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar; a comienzos del 77, la policía los detiene y rescata a los secuestrados; en el 79 huyen de la cárcel y en el 80 y el 81, los matan.

—Volvamos, una vez más, al crimen de la calle de Atocha. ¿Se ha mantenido en contacto con los implicados?

—Debo decirle que no, como comprenderá.

—¿No tiene, entonces, ninguna relación con ellos?

—Si así fuera, eso pertenecería a mi vida privada, y de ella no hablo en público, como es natural.

—¿Ni siquiera con el que sigue en España, trabajando al parecer en una empresa de seguridad?

—Señorita —dice, apoyando las palmas de las manos sobre la mesa y clavándome los ojos incómodos e imposibles de leer—, va usted a ser una buena periodista… cuando aprenda qué cosas no tiene que preguntar.

Y tras esas palabras, detiene su magnetófono, con un golpe seco, en señal de que ha dado por concluida la entrevista, y llama por un interfono a su secretaria, para que me acompañe a la puerta.

Una tiene la sensación de que este hombre calla muchas cosas, tal vez porque no le conviene hacerlas públicas o porque le interesa dosificarlas y así poder sacarles provecho durante más tiempo; pero también la seguridad de que, tarde o temprano y en parte gracias a sus silencios, que en esta profesión siempre deben entenderse como rastros a seguir, va a terminar por averiguarlas.

Alicia Durán escribió sólo para sí misma esa frase desafiante, que no podía publicar en el periódico, con el fin de darse ánimos, porque el encuentro con Garcés le había dejado una sensación de malestar y había multiplicado la inquietud que se apoderaba de ella según avanzaba en aquel trabajo. ¿Dónde se estaba metiendo? ¿Qué aguas pantanosas pisaba? ¿Por qué le daba la impresión de estar removiendo un basurero? ¿Hasta qué punto estaba entrando en un territorio vedado, en el que imperaba la ley de las verdades oficiales y las mentiras pactadas? Hacía poco había leído una novela del escritor argentino Tomás Eloy Martínez en la que los militares golpistas obligaban a un cartógrafo a tergiversar el mapa de su país haciendo desaparecer de él una zona en la que, obviamente, debían de estar enterradas las víctimas de la represión. Salvando todas las distancias, ¿nosotros escondíamos algo similar en el patio trasero de nuestra democracia? ¿Cómo es que una historia que a grandes rasgos parecía tan clara se llenaba de sombras tan lúgubres cuando te acercabas a ella? No sabía las respuestas, pero sí qué hacer para intentar encontrarlas: no pararse, seguir descendiendo. Ésa es su manera de ser. Seguiría indagando, hasta llegar al fondo del asunto.

Al apagar las luces para irse a la cama sintió miedo, sin saber por qué. Y tal vez por eso, cuando Juan se volvió hacia ella Alicia lo abrazó de tal modo que, una vez más, le hizo creer que aún lo quería. Y se odió por eso.