Capítulo dieciséis
Capítulo dieciséis
Bárbara Valdés y Mónica Grandes iban andando por el bosque. Habían tomado un té, como de costumbre, en un restaurante clásico del puerto de Navacerrada, la Venta Arias, rodeadas de esquiadores y alpinistas, y bajaban hacia Cercedilla por el llamado camino Schmidt. Era una excursión de unos diez kilómetros, demasiados como para recorrerlos de vuelta cuesta arriba, así que el regreso lo hacían siempre en tren. En esa ocasión, sin embargo, la jueza iba a llamar a Enrique para que fuese a buscarlas, porque su marido quería hablar con Mónica, naturalmente acerca de la tumba vacía de Salvador Silva. A ella eso la incomodó, como cualquier cosa que alterara sus hábitos, pero también le dio una ventaja: no tendría que soportar durante todo el paseo la mojigatería comunista, como ella la calificaba, de la arqueóloga. «Mejor nos lo cuentas luego, a los dos juntos, y así no lo tienes que hacer dos veces», le dijo en cuanto Mónica empezó a extenderse en el relato de lo ocurrido al pie de las tapias del cementerio; y sin poder evitarlo, añadió, con una sonrisa escorada: «Además, siempre resulta embarazoso repetir frases altisonantes».
Mientras disfrutaba de aquel aire limpio, que daba la impresión de llenarle de menta los pulmones, la jueza Valdés recordó la discusión que acababan de tener su marido y ella en casa, que había empezado cuando dieron por televisión un reportaje sobre las malas condiciones de vida que solían tener los divorciados en España.
—¡Mira! Eso es a lo que tú te dedicas —dijo Enrique—, a arruinarle la vida al género masculino.
—No te preocupes, el género masculino no me necesita para eso: a la hora de hundirse en la miseria, se basta y se sobra solo.
—Qué oportuna esa palabra: miseria. Te resultará familiar, porque es allí donde mandas a tus víctimas. Ya sabes, ese gueto oscuro y frío en el que se refugian los tipos a quienes los jueces les habéis quitado su casa, a sus hijos y tres cuartas partes del sueldo. Claro, que desde tu lado, las cosas se verán de otra forma: el que rompe un matrimonio es un delincuente sentimental y, en consecuencia, merece que lo aplaste el peso de la ley. A las mujeres les va mejor: se separan de sus maridos pero siguen casadas con su dinero.
—Menos mal que para pasar por un lugar común no piden el pasaporte, de lo contrario tendrías que sacarlo ahora mismo, para que te pusiesen el sello.
—Mejor un lugar común que una corriente de opinión.
—Pues mira, yo prefiero las corrientes al agua estancada, que es lo que son los tópicos: siempre están ahí, esperando a que venga un idiota a meter los pies dentro de ellos.
Enrique soltó una carcajada seca y la miró por encima de las gafas.
—¿Ves qué violencia verbal? Si ya lo decía Quevedo: «Donde hay poca justicia, es un peligro tener razón».
—No te creas. Lo que es un riesgo es pasarse de listo: al final, te dejas atrás la inteligencia y no sabes de lo que hablas.
—¡Bravo! ¡Qué demostración de autoridad! ¿Voy al trastero y te traigo un martillo para que golpees la mesa al final de cada frase?
—Se me ocurre algo mejor: ve allí y date tú con él en la cabeza.
Enrique se rió de nuevo y dijo:
—Desde luego, eres la prueba palpable de que los jueces españoles sois dignos de vuestra injusticia. Y tú en particular eres tan desalmada que resulta imposible no tenerte admiración. Ahora, que sepas que si no me gustases tanto, me parecerías horrible.
Bárbara se estaba acordando de eso cuando oyó que Mónica le decía:
—… en eso tienes razón, y la compañera Laura Roiz me dice lo mismo, que para qué seguir avanzando, si enfrente no hay nada…
Debía de llevar un rato hablándole y ella no la había oído.
—Perdona, no te estaba atendiendo —dijo—. ¿Te preguntabas para qué seguir adelante? ¿Me hablabas de la Memoria Histórica o de tu vida sentimental? O sea, ¿se trata de desenterrar a alguien o de enterrarlo?
—Te hablo de Héctor, de mí y del modo en que se hunde nuestra vida —contestó, retadoramente.
La jueza Valdés se detuvo para clavarle los ojos y se llevó las manos a las caderas. Alicia Durán habría reconocido en esos ademanes un signo de desafío, incluso una muestra de agresividad.
—Mira, Mónica, las vidas no se hunden solas, más bien se dinamitan. Y te dolerá mucho separarte de Héctor o herirle, pero el caso es que te has liado con ese profesor de francés al que, si me permites que te lo diga, no puedo ni imaginar qué atractivo le encuentras. Te pido disculpas, me hago cargo de que tal vez esto no es lo que necesitabas oír… Ya ves, no se puede ser sincera y obsequiosa al mismo tiempo.
—Las cosas no son tan sencillas, ni todo es o blanco o negro. Tal vez en tu mundo sólo se pueda ser o culpable o inocente, pero en la vida hay matices. Y, desde luego, se puede seguir queriendo a alguien y no querer seguir con él.
—Suena contradictorio, por no decir hipócrita. Y te vuelvo a pedir perdón, pero es que siempre he creído que no hay mayor inmoralidad que la doble moral. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Echarle a Héctor la culpa de que le engañes? ¿Llorar por él mientras se la das con otro? Pues mira, no me parece justo, ni siquiera me parece razonable. Ahora, en lo otro sí que te doy toda la razón: no hace falta leer el Código Penal para saber qué se debe o no se debe hacer en una pareja.
Mónica se contuvo y trató de armar en su mente una buena contestación. «Las diosas de la paciencia —se dijo—, tú acuérdate de las diosas de la paciencia, de la egipcia Neith, que tejía los destinos de los mortales; de Ishtar en Babilonia; de Atenea en Grecia, que convirtió a Aracne de Lidia en insecto por atreverse a comparar los tapices que hacía con los suyos…».
—Eres muy brillante, Bárbara —dijo, por fin—, no me extraña en absoluto que sacaras el número uno de tu promoción. ¿Te puedo hacer una pregunta?
—Adelante —respondió, cruzándose de brazos.
—¿Nunca has engañado a Enrique?
—Nunca he engañado a nadie y, en consecuencia, a él tampoco.
—Todo el mundo miente alguna vez, Bárbara.
—Yo muy raramente, la verdad. De todas formas, mentir y engañar son cosas distintas, y tú me has preguntado por la segunda. Pero no estamos hablando de mí, sino de ti, y en tu caso la verdad es que no veo el problema: Héctor y tú no estáis casados; no tenéis hijos ni propiedades en común; la casa en la que vivís es alquilada; cada uno tiene su trabajo, su cuenta bancaria, su coche y demás. Así que separaros es muy fácil: tiráis cada uno por vuestro lado y si te he visto no me acuerdo.
—No, no lo es. Yo no he dejado de quererle, lo que he dejado es de estar bien con él. No soporto sus celos, su continua necesidad de atención, su insistencia en la cama, sus paranoias… Pero hasta eso, que en conjunto es demencial, me produce ternura, y me imagino que nadie me va a querer nunca más que él. Pero claro, imagínate lo que estoy diciendo: ternura. Dalí pensaba que la ternura es una forma de canibalismo.
—Dalí, por lo que yo sé, decía muchas estupideces, todas las que hicieran falta para llamar la atención, y las cobraba a muy buen precio. Y eso me lleva a insistirte en que se te está pegando el gusto de tu amante por las frases elevadas, y a recomendarte que tengas precaución, porque desde tan alto puedes tener una mala caída.
—Gracias por el consejo, aunque me parece que de tu ingenio se podría decir lo mismo y que la palabra amante te la podías haber ahorrado.
—¡Ah! ¿Qué sois, entonces? ¿Novios?
—Nada, no somos nada, sólo compañeros.
—Pues mira, sí y no al cincuenta por ciento, ¿no te parece? Compañeros es verdad, pero sólo es mentira —dijo, encareciendo el sustantivo y el adverbio.
—Mejor vamos a dejarlo. Yo no venía a que me juzgases, sino a que me escucharas. A veces, las personas normales necesitamos desahogarnos.
—Las personas normales hacéis cosas rarísimas. Pero si te he molestado o te he parecido insensible, te pido excusas. Y ahora, deja que te dé mi opinión: si yo tuviese que elegir, me quedaba con Héctor, que será tan posesivo y tan obseso como casi todos los hombres, pero no es un cantamañanas como el otro. Ten cuidado, hay mucha gente que a base de moverse lo único que consigue es estar cada vez más lejos de lo que tenía y menos cerca de lo que quiere. No añadiré nada más.
Parecía que hubiera calculado el momento de clavarle el punto y final a esa frase para que coincidiese con la llegada a Cercedilla, porque al decir la última palabra ya tenía la mano apoyada en la puerta del bar donde iban a encontrarse con Enrique, y Mónica comprendió que abrir la puerta del local cerraba la de la conversación. Estaba molesta con Bárbara, con su carácter desapacible y su falta de empatía, y estuvo a punto de atacarla diciéndole que le recordaba a Hera, que además de ser la diosa del matrimonio y la protectora de las mujeres casadas, era célebre por su terquedad, su intransigencia y su malhumor, pero sobre todo por sus celos y por la violencia con la que castigaba la infidelidad conyugal. No lo hizo, por no discutir, pero la idea se le quedó en la cabeza y mientras caminaban hacia el fondo del local, donde estaba sentado el psiquiatra junto a una ventana, ella iba viéndolo a él en la realidad y a Hera en la imaginación, el uno con un libro y una cerveza en las manos y la otra con un escudo y una granada. Unos meses antes, Mónica había formado parte del equipo arqueológico que desenterró en el municipio extremeño de Casas de Reina una maravillosa estatua de Juno, la equivalente romana de Hera, y también recordó todo eso en un segundo y lo mezcló con los tipos de imprenta que habían encontrado en la tumba vacía de Salvador Silva, y con una visión de Héctor haciendo las maletas esa misma mañana, porque había decidido irse a Madrid, a casa de una de sus hermanas. Mónica se detuvo y agarró a Bárbara por el brazo, suavemente pero al tiempo con determinación, para obligarla también a pararse. Pensó que, aunque sólo fuese por una vez, esa tarde la altiva jueza, que ya la miraba con ojos inquisitivos, no iba a decir la última palabra.
—Perdóname tú a mí, porque soy una egoísta —le dijo, recurriendo para preparar su golpe a esa famosa maniobra de distracción que es la humildad—. Siempre te estoy abrumando con mis asuntos, seguramente porque no tengo a nadie más en quien confiar. Quería contarte que Héctor se ha marchado de casa esta mañana y no creo ni que piense volver ni que yo le vaya a pedir que lo haga. Nada más que eso.
Bárbara la observó, con las cejas muy arqueadas y la boca entreabierta. Daba la impresión de no poder decidirse entre la incredulidad y el asombro, que en aquel instante parecían girar en su interior, tan pegados a sus pensamientos como la buena y la mala suerte a los dados que giran encima de una mesa. No parecía avergonzada, sino más bien sorprendida, de lo cual Mónica dedujo que a pesar de todo no se culpaba a sí misma por su insensibilidad, sino a ella por haberle ocultado semejante información. Se imaginó a Neith, a Atenea y a Ishtar perdiendo su famosa paciencia y dándole de bofetadas.
—¿Cómo están mis dos senderistas predilectas? —dijo Enrique, levantándose y abriendo retóricamente los brazos, igual que si fuese a darles una calurosa bienvenida que después no les dio. De hecho, su saludo fue el mismo para las dos, un par de besos protocolarios en las mejillas. Él y su esposa eran así de fríos en público.
—Estamos muy bien, gracias. ¿Llevas mucho tiempo esperándonos? —preguntó Bárbara. Pero él, en lugar de responder, le dijo a Mónica:
—Estoy deseando que me cuentes los detalles de la exhumación. Sólo necesito eso, los detalles, porque del resto ya está hablando Navacerrada entera; todo el mundo sabe que se abrió la fosa y que estaba vacía. Y a partir de ahí, es lo de siempre: ahora resulta que cualquier hijo de vecino jura que sabía desde hace cuarenta años lo que pasaba, que los enterraron allí pero luego se los habían llevado, y que los trasladaron al Valle de los Caídos… Y claro, uno piensa: «Pues entonces ¿por qué no se lo contó nadie a los familiares? ¿Los veíais venir cada año a poner flores en ese lugar y no les dijisteis una palabra?».
—La gente tenía miedo —contestó Mónica— y no quería meterse en líos. No hay que culparlos, sólo tenerles lástima. Como suele decir un compañero de la Asociación, que le presenté a tu señora la noche de la estatua, no es imposible estar asustado y a la vez ser valiente… pero tampoco es muy común.
A Bárbara Valdés le sorprendió la velocidad con que su amiga había cambiado de tono y de actitud en unos segundos, e interpretó la referencia al profesor de francés como un reto, y el que la llamase «tu señora», como un detalle de ironía bastante elemental. «Se ha enfadado conmigo y las personas inmaduras saben ácidas cuando las muerdes», pensó, e inmediatamente se le ocurrieron un par de frases llenas de tijeras con las que herirla; pero, por una vez, decidió dejarlas pasar de largo.
—Sí, tienes razón —dijo Enrique—, el miedo es un mecanismo de supervivencia y resulta incontrolable, porque es una reacción del sistema nervioso, pero también de la piel…, que sin embargo no pueden curar ni los neurólogos ni los endocrinos. Los psicólogos hablan de las respuestas ataque-huida, de la médula y la corteza suprarrenales, de las hormonas antidiuréticas y oxitocinas o de los glucocorticoides; y nosotros sabemos dónde se fabrica: en la parte del cerebro que llamamos sistema límbico, que es el que regula nuestro instinto defensivo; y concretamente en el hipotálamo y la amígdala. Pero poco más.
—Viva la jerga científica —dijo Bárbara, impaciente—: No aclara nada, pero ocupa espacio.
—¡Y lo dice una jueza, cuando el lenguaje legal es la apoteosis de la palabrería! Una vez intenté leer en voz alta una de sus sentencias —dijo, mirando a Mónica— y tuvieron que venir dos camiones de bomberos a desenredarme la lengua.
—¿Sistema límbico?… Me parece a mí que aquella España de la dictadura era más infierno que limbo, la verdad —dijo Mónica, para reconducir la conversación—. El país de las personas asustadas.
—Seguro. O, como mínimo, sería un purgatorio. ¿Sabes que el miedo deja huellas en la memoria? —añadió Enrique, mirando a su vecina de un modo que a su mujer no le gustó—. Hay unas moléculas llamadas receptores NMDA, que reciben las señales bioquímicas que provoca el efecto fisiológico del temor y que, efectivamente, dejan una marca en las células cerebrales.
—Una vez más, pura charlatanería —dijo la jueza Valdés, sintiendo de pronto unas absurdas ganas de fumar, cosa que no hacía desde los veinticinco años. Por supuesto, apartó esa tentación de su mente en cuestión de segundos y con la facilidad de quien borra un problema aritmético de la pizarra.
—Te equivocas —le respondió su marido, con un punto de exasperación en la voz—. Existen, son subunidades moleculares y se llaman NR2B.
—Creo que necesito beber algo para poder digerir toda esa información. La verdad es que es un placer oírte hablar, Enrique: ¡sabes tantas cosas y las cuentas tan bien! —dijo Mónica Grandes, lanzándole su mirada más cautivadora.
—Sí, vamos a pedir algo: la información innecesaria no resulta fácil de tragar —soltó la jueza Valdés—: Es como comer cáscaras.
—¡Por supuesto! Soy un maleducado —dijo Enrique, sin hacer caso a su mujer—. ¿Qué os apetece tomar?
Una pidió té rojo y otra vino blanco, lo cual permitió a Enrique lucirse:
—¿Lo quieres dulce o seco? En el primer caso, aquí sirven un Palacio de Muruzábal que suele tener bastante aceptación, y también otro que se llama Nora da Neve que, según el dueño, sólo lo bebo yo porque soy el único de todos sus clientes capaz de apreciarlo. Aunque estoy seguro —añadió, mirando por encima de las gafas a Mónica, bajando la voz hasta el nivel de las confidencias y hablándole casi al oído— de que lo hace para poder cobrármelo más caro. Si te fías de mí, prueba ése. No es Castello di Canelli, pero está bueno.
—¿Y si lo quisiera seco? —preguntó Mónica, desplegando una sonrisa que empezó en su boca y acabó en el estómago de Bárbara.
—Si te apetece seco, pídete otra cosa —dijo el psiquiatra, y los dos se echaron a reír.
Mónica miró a Bárbara Valdés, vio que la cólera ardía en sus ojos y se echó atrás en su asiento, separándose de Enrique. No iba a provocarla más, por lo que pudiese ocurrir. Atenea destruyó las obras de Aracne y, cuando la joven se suicidó, quiso castigarla devolviéndole a la vida, sólo que en forma de araña y condenada a hilar durante toda la eternidad. Se recordó eso y después les contó a Bárbara y a Enrique todo lo que había ocurrido en la excavación del día antes, y mientras ella oía el relato en silencio, inmóvil y sin dejar traslucir ninguna emoción específica, él asintió con gravedad y emoción al relato, especialmente a su final, con aquella imagen de los voluntarios de la ARMH entregándole a Dolores Silva los tipos de imprenta con los que se había compuesto el nombre de Machado en las páginas de la revista Comisario.
—Es una historia digna de una novela —dijo Enrique—, pero sobre todo digna de una reparación. ¿Y tenéis pruebas de que lo sacaran de aquí para llevarlo al Valle de los Caídos?
—Hay testimonios, hay indicios, hay pistas suficientes como para que nos dejen intentarlo. Pero antes tienen que entender que eso es lo que debe hacerse a cualquier precio, sacarlo a él, a las otras cuarenta mil personas que están allí y al propio dictador, para que a cada uno lo entierre su familia donde crea oportuno.
—¿Y vais a obligarles a hacerlo? Porque, hasta donde yo sé —dijo la jueza Valdés, curvando la boca en señal de escepticismo—, allí hay algo menos de treinta y cuatro mil cadáveres, no los que tú dices, y las peticiones de exhumación no llegan a una docena.
—Cuando esas doce logren que se haga justicia, vendrán más. Y en cuanto al número de cuerpos que hay en Cuelgamuros, el censo dice que son treinta y tres mil ochocientas cuarenta y siete víctimas, de las que sólo ventiuna mil trescientas diecisiete están identificadas. Salvador Silva es, por lo tanto, una de las doce mil quinientas treinta que quedan. Pero nosotros estamos seguros de que hay más, ya te dije que al principio los traslados eran más o menos rigurosos, que se apuntaban los nombres de los difuntos en las cajas en las que ponían sus huesos y luego en los libros de registro del monasterio, pero después, con las prisas, lo hicieron de cualquier manera.
—Yo me he informado y al parecer aquellos de los que no se conoce el nombre sí se sabe la fosa de la que provenían los restos, de manera que la confusión no es tanta.
—Entonces, sea de una manera o de la otra, no va a ser nada sencillo reconocerlos —dijo Enrique.
—No, pero tampoco lo es datar una moneda romana o reconstruir un jarrón fenicio, y por fortuna empleamos el tiempo y los medios que hagan falta para lograrlo.
—He leído en los periódicos que el estado de la cripta es lamentable. Que la ha devorado la humedad y los restos están tan dañados que no serviría de nada sacarlos de allí, porque de todas formas serían irreconocibles.
—Eso dicen, pero no está muy claro. Una revista publicó que la fueron a visitar un biólogo, un forense del Ministerio de Justicia y un alto cargo del de Presidencia, y que la conclusión a la que llegaron era ésa, que se ha filtrado agua tal vez durante décadas y que los osarios se han mezclado. Es una disculpa absurda, que les ha servido para cerrar los ojos y para negar la subvención que habían prometido. De hecho, es la misma disculpa que han usado otros para hacer un edificio de pisos encima de un yacimiento arqueológico, o para silenciar unas ruinas con un aparcamiento. Y además, es mentira: en otros periódicos el abad de la basílica aseguró que todo se hizo literalmente «sin tocar un hueso», que se limitaron a hacer una inspección ocular, a copiar los nombres escritos en algunas de las urnas y a hacer algunas fotografías. Un periódico acusó al Gobierno de llevar a cabo esas prospecciones a escondidas, sin una orden judicial y sin informar ni a la Comunidad de Madrid, ni al Ayuntamiento de San Lorenzo de El Escorial.
—No tenían por qué hacerlo —dijo Bárbara, un poco sorprendida por la vehemencia de Mónica, que se transformaba al hablar del tema—, puesto que el edificio pertenece a Patrimonio Nacional.
—Ni siquiera eso está claro, porque la Ley de Memoria Histórica es tan confusa que nadie sabe de qué es o no es responsable. En cualquier caso, nosotros en la Asociación no sabemos nada y el Gobierno lo único que quiere es seguir mirando para otra parte y no meterse en problemas.
—Pues mira, me vas a perdonar —le cortó la jueza Valdés—, pero eso tampoco es cierto. El Gobierno ha gastado casi veinte millones de euros en la aplicación, a diversos niveles, de la Ley de Memoria Histórica; le ha dado el pasaporte español a casi cien mil exiliados y parientes de exiliados, con el gasto y el trabajo burocrático que eso conlleva; y las subvenciones que se han dado para vuestros desenterramientos ascienden a seis millones. ¿Cómo sois capaces de seguir sosteniendo que no han hecho nada?
—Se ha hecho algo, pero hay que hacerlo todo, y queda tanto para conseguirlo que ellos ni siquiera han sido capaces de cambiar el decreto que rige el monumento, que es de 1957; es decir, que hoy en día su función continúa siendo la de siempre: «Perpetuar la memoria de los caídos en la Cruzada de Liberación». Y eso no puede ser. Aquí no habrá democracia hasta que los muertos tengan los mismos derechos que los vivos.
—Cariño, no pierdas el tiempo en hablarnos con eslóganes, porque no vamos a corearlos —dijo Bárbara, antes de sorber con infinito aburrimiento su té—. Además, no es tan fácil como vosotros lo queréis ver. El Valle de los Caídos no pertenece al Estado, sino a la Iglesia. Su conservación está en manos de Patrimonio Nacional, pero su gestión no.
—Te equivocas, Bárbara, porque la solución es sencillísima: sólo hay que derogar ese decreto ley que lo tutela, y acabar con el disparate de que el Estado financie a la Hermandad de la Santa Cruz del Valle de los Caídos y además se ocupe de restaurar el monumento, pero no tenga ningún control sobre él. Es una vergüenza. Y además, hay una iniciativa muy coherente que es llevarse al dictador a la tumba de su familia en el cementerio de Mingorrubio, a las afueras de El Pardo. Allí está enterrada su mujer, en el sótano de la capilla, y a él deberían ponerlo al lado. Y eso es tan razonable que hasta el abad ha dicho que «si la familia del anterior Jefe del Estado autoriza el traslado de sus restos, los religiosos benedictinos no se opondrían». Entonces ¿a qué están esperando, si se puede saber? ¿A qué o a quiénes les tienen tanto miedo?
—No es mala pregunta —dijo Enrique—. ¿Y qué pensáis hacer?
—Seguir luchando. Estoy segura de que sólo es una cuestión de tiempo. La sinrazón no dura toda la vida.
—Pero el tiempo pasa, y por ejemplo en el caso de Salvador Silva no valdrá de nada pedir que lo saquen de allí, si de todos modos no se van a poder identificar sus restos —se lamentó Enrique—. Demasiado trabajo para nada.
—No estoy de acuerdo en ninguna de las dos cosas —respondió Mónica—. Con la primera porque no me conviene: si el tiempo fuese invencible, los arqueólogos no existiríamos. Pero, por favor, ¡si los hombres rana de la Junta de Andalucía se han pasado diez años buceando en la bahía de Cádiz para identificar un barco hundido en la batalla de Trafalgar, hasta encontrar en el fondo del océano un botón del uniforme de un soldado francés! Y con la segunda, porque creo que aquí lo que el Estado tiene que acometer es una rehabilitación colectiva, que consiste en impedir que esas personas, en su conjunto, sigan en ese cementerio siniestro contra su voluntad y la de sus familias. Y de lo demás ya nos ocuparemos nosotros.
—O a lo mejor dejáis de jugar con las palas y la arena y os buscáis otro pasatiempo. ¿Has probado alguna vez con el bádminton? —dijo la jueza Valdés, tamborileando distraídamente sobre el borde de su taza vacía, con unos dedos maquinales que daban la impresión de ser indiferentes los unos a los otros.
—Por Dios, Bárbara, si es que se trata de un asunto elemental: las tumbas no se inventaron para esconder a los muertos, sino para honrarlos, y eso es así desde hace más de cuarenta mil años, desde que enterraron al Hombre de Mungo en Nueva Gales del Sur, que es la primera sepultura de la que se tienen noticias.
Bárbara Valdés la miró con una mezcla de escepticismo y burla. Si aquella mirada hubiese sido una bebida, habría sabido a pomelo con vinagre.
—¿Sí? —preguntó—. ¿Y cómo vais a hacer? ¿Echaréis los huesos a suerte? ¿Dónde vais a poner los que sobren, los que nadie reclama, los que no tienen parientes conocidos? ¿Os los llevaréis a casa? ¿Les vais a construir un museo alrededor? ¿Quién iba a pagar todo eso?
—Es una obligación del Estado. Y por lo demás, hay mucha gente dispuesta a colaborar. Lo que no se puede es seguir echando las cenizas debajo de la alfombra. ¿De verdad crees que este país no está en deuda con gente como Salvador Silva? ¿De verdad no entiendes que se hagan todos los esfuerzos que sean necesarios para intentar devolverle a su hija parte de lo que le quitaron? ¿A quién daña eso, qué peligro tiene o qué derechos de nadie vulnera?
—Pues mira, te lo digo francamente: los derechos de un montón de personas vivas, a las que les va a ir mejor si el dinero que vale hacer eso se invierte en el futuro en lugar de en el pasado.
—¿Eso también vale para las víctimas del terrorismo, o sólo para las de la Guerra Civil?
—No digas disparates, Mónica. Las víctimas del terrorismo son el presente, por desgracia, y las tuyas son historia.
—Ése es el típico argumento de un reaccionario, el mismo que utilizaban los que querían dejar puestas las estatuas del dictador en las plazas.
—No, querida, lo reaccionario es quedarse en el pasado y meterse en un ejército de sepultureros con ganas de notoriedad. Lo mío se llama, simplemente, ser realista.
—¿En serio? Pues es raro que los realistas como tú no dijerais una palabra sobre el presente y el pasado cuando la derecha repatrió a España, desde Rusia, los restos de los voluntarios de la División Azul. Vosotros no defendéis la justicia, sino la ley del embudo, y ya se ve quiénes están en la parte ancha y quiénes están en la estrecha: los de siempre.
—Bueno, bueno, ya está bien: final del asalto y tiempo muerto —terció Enrique—. Otro día lo hacéis sobre barro y cobramos la entrada, pero por hoy me parece que ya ha quedado claro lo que piensa cada una de vosotras sobre la Memoria Histórica. En cualquier caso, Bárbara, ¿qué vas a hacer ahora con respecto a Salvador Silva, que es de quien habíamos venido a hablar?
—Nada. Absolutamente nada más. Me limitaré a hacer un informe que diga que la fosa fue abierta pero estaba vacía y cerraré el caso. Ésos son los hechos y a ellos me remito. Lo demás, efectivamente, son indicios, pistas… Hojarasca.
—Y testimonios —replicó Enrique—. También ha dicho que cuentan con numerosos testimonios, no te olvides. Y yo doy fe de que eso es verdad: como os he contado, la mitad de los vecinos de Navacerrada dice que sabía la historia de esa tumba, la de los desenterramientos y la del envío a Cuelgamuros.
—Pues ¿cómo no los iba a haber? —dijo Mónica—. Por supuesto que los hay y que son decisivos. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica comenzó en Priaranza del Bierzo, en León, porque a los hijos de un hombre llamado Emilio Silva, que era el abuelo de uno de nuestros fundadores, les dijo dónde estaba su tumba el vecino que había conducido la camioneta que lo llevó, a él y a otros doce republicanos, hasta la fosa.
—Pues con o sin esos… rumores —dijo la jueza Valdés, como si hojease las páginas de un diccionario de sinónimos hasta encontrar la palabra más despectiva de todas las posibles—, en lo que a mí se refiere, hasta aquí hemos llegado.
—No tiene por qué ser así —dijo Mónica, cambiando una vez más de tono, para endulzarlo—. También puedes admitir a trámite la denuncia que va a presentar ante tu juzgado Dolores Silva, además de hacerlo en el Tribunal Supremo, y pedir que se investigue el saqueo de la tumba de su padre y el traslado de sus restos al Valle de los Caídos. Y luego puedes ordenar que lo saquen de allí.
—No, estás equivocada, yo no puedo hacer eso.
—Entonces, lo hará otro juez —dijo Mónica, con toda la arrogancia que pudo y mientras sacaba del bolso su teléfono móvil, que sonaba con insistencia, para silenciarlo—. O, como ahora tenemos un censo de las fosas comunes que hay en toda España…
—… el cual, a propósito, también ha encargado y pagado el Gobierno…
—… ahora que lo tenemos, te decía, el peligro es que la gente mire el mapa y decida ponerse a hacer exhumaciones por sí misma, lo cual sería desastroso. Porque es verdad que el Gobierno ha hecho ese inventario, según el cual hay dos mil cincuenta y dos fosas comunes en el país, aunque nosotros pensamos que son algunas más, pero no ha establecido un protocolo que regule el procedimiento a seguir, y eso es lo que tiene paralizado el proceso a nivel judicial, como tú deberías saber, Bárbara. Lo malo es que quien se encarga de poner todas las trabas posibles para que se investiguen los crímenes de la dictadura y se rehabilite a sus víctimas es el propio Tribunal Supremo.
—¿Y si un juez no puede hacerlo, quién puede? —le preguntó Enrique a su mujer, mirándola inquisitivamente.
—Podría contestarte que otro juez más poderoso, pero ya sabes que lo intentó por su cuenta y riesgo uno de la Audiencia Nacional y prácticamente han acabado con su carrera, que supongo que es a lo que se refiere la camarada Grandes. Eso sí, él se ha podido ir al Tribunal Internacional de La Haya y yo me tendría que ir a mi casa. Hasta para hundirse hay clases.
—Sí, por supuesto que me refería al magistrado Baltasar Garzón —dijo Mónica—. Un auténtico escándalo: intenta abrir un proceso contra la dictadura y casi lo meten a él en la cárcel. Su caso demuestra que en España el fascismo no ha desaparecido, sólo ha cambiado de ministerio: se ha ido del de Defensa al de Justicia. Desde luego, tus jefes son lo peor de este país.
—Yo no tengo ni he tenido nunca jefes, sólo superiores. Y en lo demás, creo que te extralimitas, para no variar.
El teléfono de Mónica Grandes volvió a sonar, y esta vez, aunque no conociese el número, decidió contestar la llamada. Por su expresión, por su voz y por algunas palabras sueltas, Bárbara y Enrique intuyeron que se trataba de un asunto grave. De hecho, cuando ambos se pusieron alerta y ya empezaban a incorporarse para preguntarle algo, quién es, qué ocurre, ella levantó la mano y les hizo un gesto apremiante, parecido al que se haría para detener urgentemente a un coche en medio de la carretera, con el que les mandaba callar, no moverse, no distraerla…
—… Sí, soy yo… ¿La policía?… Pues… sí, la conozco, aunque no mucho, pero sé quién es… El viernes, a eso de las doce de la mañana… Que nos veríamos en cuanto regresase… al día siguiente, si no recuerdo mal, para cenar juntas… Sí, por un libro que estaba escribiendo… Pues no, la verdad es que no me extrañó, pensé que no habría tanta prisa. Pero ¿qué sucede? No, nada más… Claro, me pasaré por allí inmediatamente. ¿Mejor mañana, a primera hora? De acuerdo. Pero dígame: entonces ¿ésa fue su última llamada antes de salir de España? Ah, bien, discúlpeme… Lo comprendo. Preguntaré por usted, no se preocupe. Adiós.
—¿Qué pasa? —preguntaron a dúo Enrique y su mujer.
—Era la policía, para preguntarme por Alicia Durán —respondió Mónica, titubeando igual que si las letras de esa frase fueran bolos a punto de caer—. Ya sabéis, la periodista que acompañó a Dolores Silva al juzgado. Fue a Italia a hacer una entrevista y no se han vuelto a tener noticias de ella. Sospechan que su desaparición tiene algo que ver con el libro que estaba escribiendo.
—Pero ¿no era un libro sobre la Transición, los abogados de Atocha y todo eso? —preguntó la jueza Valdés.
—Sí, y quería saber algo sobre las actividades de la Asociación y contar la historia de Salvador Silva.
—¿Y la hipótesis que maneja la policía es que la han secuestrado por escribir eso?
—No sé, Bárbara —respondió Mónica, visiblemente turbada.
—Vaya, vaya —exclamó Enrique, al tiempo que le hacía una seña al camarero para que les llevase otro té rojo y otras dos copas de Nora da Neve—. Parece que, en el fondo, el pasado y el presente no están tan lejos como creíamos.