Capítulo diecinueve
Capítulo diecinueve
A Dolores le hubiese gustado quedarse con aquellos siete tipos de imprenta hallados en la primera tumba de su padre, pero entendía que la gente de la ARMH y sus abogados los necesitaban como prueba de que su cuerpo había estado en la fosa de Navacerrada y, como era obvio, alguien se lo había llevado de allí. Con esa prueba, la familia de Salvador Silva estaba en condiciones de solicitar que le fuesen devueltos sus restos, enterrados de forma subrepticia en el Valle de los Caídos. Al entregárselas a Francisca Prieto y a Mónica, recordó que antes de eso, la primera noche, de regreso a casa después de la exhumación, Paulino y ella no eran capaces de dormir y que tras hablar durante horas de todo lo que había ocurrido y lo que podría suceder a partir de entonces, habían estado jugando a formar palabras con aquellas letras de plomo que en su día sirvieron para componer el apellido Machado: doma, hada, oca, dacha, moda, cama, oda, amado, macho, dama, coma, hado, coda, cada…
Después del trago agridulce que había supuesto la visión de aquella sepultura vacía, se encontraba bien y con fuerzas para seguir adelante, segura de estar ya a mitad del camino, aunque fuera la mitad más fácil, porque sin duda abrir la «cárcel para los muertos», como la llamaba su esposo, que era el Valle de los Caídos, resultaría mucho más complicado. Pero no iba a permitir que eso la desalentara. En la reunión que habían mantenido ellas y Alicia Durán con Bárbara Valdés, la jueza le preguntó si estaba realmente segura de lo que hacía, y ella le respondió:
—Estoy segura de lo que nos han hecho a nosotros, y con eso me basta y me sobra.
Al salir, la periodista le preguntó si siempre era tan impulsiva.
—Cuando hace falta —dijo—. Eso debe de ser herencia de mi padre, supongo, que según mi madre era un hombre impetuoso que siempre decía que «si te lo piensas dos veces, te equivocas el doble». Aunque también es verdad que ella me contaba eso y al final añadía: «Y, seguramente, así es como se buscó la perdición».
Alicia le contó que el día antes había hablado por teléfono con el biógrafo más célebre de Antonio Machado, a quien conocía por haberle hecho varias entrevistas para su periódico, cuando trabajaba en la sección de Cultura, y que él le había dicho que el nombre de Salvador Silva no le decía nada pero que su historia resultaba absolutamente verosímil.
—Me pidió que le diera su teléfono —le dijo Alicia a Dolores—, porque tiene un gran interés en hablar con usted, intuyo que para incluir la historia de su padre en la próxima edición de su libro o para hacer un artículo. Por supuesto que no le di el número, con la disculpa de que lo tenía apuntado en una agenda en el periódico, para preservar su intimidad… y mi exclusiva.
—Es que en su oficio eso es muy importante, ¿verdad? Ustedes corren para ser los primeros y dar las exclusivas.
—Claro, es lógico. Imagínese, por ejemplo, el disgusto que me llevaría yo si alguien se me adelantase con esta historia en la que he invertido tanta energía, tantas horas de estudio y tanto esfuerzo.
—Pero a usted le gusta lo que hace, se le nota, y eso es muy importante. Yo nunca he hecho lo que quería sino lo que podía. Me hubiera encantado ser doctora, soñaba con ir a la Universidad a estudiar Medicina; me veía en mi sanatorio, con mi bata blanca y el estetoscopio al cuello; y ya ve, he sobrevivido una temporada cosiendo, como mi madre, otra de cajera en un supermercado… Y todo cosas pasajeras, para salir del paso. Si es que soñar es de ricos, nosotros tenemos que tener siempre los ojos abiertos —dijo, tensando el tono de forma que pareció forcejear con esas palabras.
—El periodismo es una profesión vocacional, algo que se lleva en la sangre, pero también está lleno de impostores y de oportunistas, y resulta agotador y a menudo muy decepcionante cuando te lo tomas en serio. Hay gente que está ahí por la nómina, por figurar o por los cuatro privilegios que puedas obtener al sacar el micrófono, la cámara o la grabadora, y ésos no tienen ningún problema; pero los que creemos que la información, aunque pueda sonar grandilocuente, es la base de la verdad y el fundamento de la democracia, nos dejamos la vida en las redacciones. A mí me importa tanto que lo quiero abandonar. Mi sueño es dirigir una escuela de Inteligencia Emocional —concluyó Alicia, y mientras la acompañaba a su casa le estuvo explicando en qué consistía eso.
—Pues, hija, si eso es lo que quieres y está en tu mano, no lo dudes: hazlo y seguro que te saldrá todo bien —dijo Dolores—. Mi madre siempre repetía esa frase que oyó a un dirigente del partido en Burdeos y que tanto la había impresionado: «La muerte de algunas personas no demuestra que hayan vivido»; y yo también la tengo siempre presente y me digo: no es que vaya a dejar una huella grande en el mundo, pero si logro que me devuelvan a mi padre, sacarlo del Valle de los Caídos y enterrarlo donde tiene que estar, que es en el Cementerio Civil de Madrid, al lado de su Visitación, ya habré hecho algo justo y bueno, algo importante; ya habré cumplido con mi deber.
La hija de Salvador Silva se acordó de aquella conversación unos días más tarde, durante otra de sus noches de insomnio llenas de horas elásticas y pensamientos circulares. Estaba una vez más en el salón de su casa, mirando la foto enmarcada de su padre en la que ese hombre joven con corbata oscura y en mangas de camisa que no hubiera podido nunca sospechar lo que se le venía encima saludaba a alguna persona que estaba detrás del fotógrafo, tal vez a su futura mujer. A los muertos se les pone cara de eternidad en las fotos, da la impresión de que la desventura volviese a buscarlos desde el futuro y el más allá cayera sobre ellos con carácter retroactivo, para ponerles en los ojos un brillo de ultratumba y una mirada póstuma; pero no era el caso de Salvador, que en ese retrato era la viva imagen de la salud, la seguridad y el optimismo. «Y qué equivocado estaba… —se dijo Dolores—, venga a querer cambiar el mundo, a hacerse ilusiones y tener proyectos… Eso es lo que pasó, que de tanto mirar hacia delante no vio a los buitres arriba… Ya ves tú qué incauto, si ni siquiera sabía que los pobres no tienen derecho a hacer planes… Y mientras los quijotes como él soñaban con la revolución porque tenía diecinueve años y acababa de llegar a Madrid y estaba tan orgulloso de haber entrado a trabajar en la rotativa de Mundo Obrero, los otros canallas afilaban los cuchillos, y ahí los tenías conspirando en sus cuarteles y en sus iglesias, a los militares fascistas, a los obispos, a los banqueros y a los terratenientes, escondidos en sus madrigueras, preparando el levantamiento… Claro, que peor era la tropa…, sus lacayos…, esa gente servil que gritaba aquello de vivan las cadenas, o lo sentía, qué más da, los sumisos, los obedientes…, los bocabajo, como decía don Abel que los llaman en Puerto Rico… Pero qué bien vivieron después esos desalmados con tanta sangre a la espalda… y mi pobre padre asesinado igual que el suyo, uno en Asturias y otro en Navacerrada, qué miedo debió de pasar, allí solo, al revivir como en una pesadilla esa imagen que le mortificaba: el cautivo, que esa segunda vez era él, parado en medio de la oscuridad, puede que tocando con los dedos las letras esas de escribir Machado que llevaría en el bolsillo del pantalón o de la americana, y esperando a que lo matasen, cegado por los faros de un camión que lo iluminaba para que los verdugos no fallasen los tiros… Qué tristeza suponerlo en aquella fosa abierta junto a la tapia del cementerio donde nosotros le llevábamos flores cada 10 de enero por su cumpleaños, sin saber que no estaba allí porque se lo habían llevado a ese inmundo Valle de los Caídos que hicieron sólo para los suyos, para sus muertos por Dios y por España… Y ahora vienen a decirnos que ese espanto siempre quiso ser un monumento a la reconciliación… Pero qué me están contando, si hasta crearon para localizar a sus mártires un Registro Central de Ausentes donde no se decía una palabra de los republicanos, que para ellos eran antiespañoles y no merecían ni una sepultura digna… Qué cinismo, poner ahí cuatro estatuas de las virtudes teologales, la Fortaleza, la Justicia, la Templanza y la Prudencia, que son todo lo que ellos no tenían… Y mi padre allí, en ese cementerio construido por esclavos y a unos metros de aquel monstruo rodeado de sotanas, en una mano la pistola y en la otra el crucifijo… Ese carnicero asqueroso y medio imbécil cuya única virtud fue ser el más sádico de todos los asesinos… El hombre ese de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, el que trabaja como profesor de francés, que por cierto, me pidió que le dijera cuatro frases y se quedó asombrado de lo bien que lo hablaba, fíjate, con la cantidad de tiempo que hace que no lo practico, desde que regresamos de Burdeos, y entonces yo era una niña…, nos leyó a Paulino y a mí unas declaraciones del arquitecto que hizo la obra, en las que decía que sin los presos forzados no habrían podido excavar la montaña porque a esos «hombres condenados por delitos estremecedores, que por su misma índole carecían de miedo, no les importaba en absoluto correr los mayores peligros»… Qué miserables, y así, con esa disculpa, los mandaban al matadero…, quién sabe a cuántos… Don Abel lo decía siempre, que él había visto caer a bastantes camaradas allí mismo, a pie de obra, víctimas de la dinamita, los derrumbes, las explosiones, los accidentes en las grúas y las vagonetas o las caídas desde los andamios, pero que muchísimos más se llevaron la muerte dentro, porque iban a liquidarlos poco después la silicosis y el bacilo de Koch… y encima casi estaban agradecidos de estar allí en vez de hacinados en una cárcel… Y que ahora haya quien tenga el valor de decir que eso lo hizo aquel miserable para reunir las dos Españas, cuando para ellos no existía más que la suya… Y para remachar el clavo, luego vienen los contrarios a Negrín, que en el partido había muchos, y como suele decirse: ¡cuerpo a tierra que llegan los nuestros!… Porque mi padre era muy del doctor, decía que había sido el mejor Presidente del Gobierno que tuvo la República… Y entonces los otros se atreven a ponerle a mi padre una mancha en el expediente, y dicen que se había pasado a Francia por Cerbère, en lugar de cumplir la misión de ir a ver la frontera y volverse a informar… O sea, que según esas lenguas de víbora, resulta que se quiso salvar él solo, abandonando en España a su mujer, embarazada de mí… Hace falta ser miserables y arteros… Y por más que don Abel decía que la demostración de que iba a regresar a la masía Mas Faixat para dar su informe era que llevase con él aquellos tipos de imprenta que le había dicho que quería regalarle a Machado, los otros se sonreían a lo zorro y decían: “Bueno, camarada, pero ten en cuenta que muchos al estar en la frontera aprovechaban cualquier oportunidad, y hay que entenderlo, es muy humano, simplemente veían un sitio por el que cruzar y no se lo pensaban dos veces”… Malditos sean…, ahora me encantaría echármelos en cara y hacerles tragar las siete letras de plomo, una detrás de otra… Pobre padre mío, ejecutado por los enemigos y difamado por los compañeros…».
Dolores Silva se quedó dormida y soñó que su padre salía de un agujero abierto en la pared y oculto tras una vitrina, y se quedaba junto a ella para mirarla dormir; porque Salvador no estaba muerto sino que era un topo, uno de esos hombres, de los que tantas veces habían hablado Paulino y ella, que al acabar la Guerra Civil vivieron escondidos durante décadas en pozos, muebles, dobles techos, almacenes, cobertizos o desvanes, ocultos casi todos ellos hasta el año 1969, que es cuando el dictador firmó el decreto ley por el que prescribían todos los delitos cometidos antes del 1 de abril de 1939, y hasta entonces tan aterrorizados que se dieron sepultura a sí mismos durante treinta años, enclaustrándose en zulos de dimensiones inhumanas, oyendo al principio a las patrullas de falangistas que los buscaban, que hacían registros e interrogatorios, que amenazaban con volver, con encontrarlos o con matar a toda su familia si no los entregaban, y después temiendo a los delatores, a los confidentes de la policía, a los indiscretos… «Ten cuidado, papá», le dijo Dolores, en un susurro y sin atreverse a abrir los ojos por si al hacerlo desaparecía cualquiera de los dos, él porque de verdad hubiese sido asesinado en Navacerrada y estaba en el Valle de los Caídos, o ella porque no era real, sino sólo una fantasía de aquel furtivo que mataba el tiempo imaginando que tenía una hija y que ella le esperaba…
—Así es —dijo Juan—, retrocedes una letra en el abecedario y lo que tenemos se transforma en lo que tememos.
—O sea que, dicho en plata, tarde o temprano todo se vuelve una eme —respondió Mónica, y ambos se echaron a reír. Él levantó su copa para brindar por su rapidez mental y ella encendió un cigarrillo e hizo un gesto de actriz que agradece los aplausos. Sin embargo, los dos recuperaron la seriedad drásticamente, de ese modo culpable en que lo hacen las personas a quienes la diversión les parece fuera de lugar. Los dos habían bebido más de la cuenta, dejándose llevar por esa matemática del desorden que dice que dos copas son demasiadas pero tres ya son pocas, y a esas alturas de la noche el alcohol les había vuelto sinceros y la fatiga perezosos, de manera que pidieron una última ronda. Tenían ganas de estar en su casa, pero no de ir hasta allí.
—El caso es que entre Alicia y yo —dijo Juan, en cuanto el camarero se fue— todo había acabado pero continuaba, que es la peor de las opciones posibles en una pareja.
—Sí, ésa es una buena manera de expresarlo —contestó Mónica, que hablaba ya laboriosamente, como si se tradujera de otro idioma—. A mí me pasaba lo mismo con Héctor, ¿no?, porque yo le tenía cariño, de verdad que sí, y él, ¿sabes?, él me adoraba, así, como te lo digo, seguro que no voy a encontrar a otro que me quiera ni la mitad, pero lo que pasa es que por lo general hacer lo que te conviene es engañarte a ti misma: hay que hacer lo que te importa, ¿me explico?, y eso era lo que no pasaba, y te juro que muchas veces, sobre todo en los últimos tiempos, miraba a mi alrededor y me decía: «Pero bueno, ¿cómo es que lo tengo todo a medias con esta persona con la que no tengo nada en común?».
—Sí, tienes razón —dijo Juan, complacido por ese monólogo que, en su opinión, demostraba que no hay un sistema de medida más fiable que el alcohol: las personas inteligentes son las que cuando no saben lo que dicen también dicen cosas muy sensatas—. Estoy de acuerdo contigo al cien por cien. La mayoría de la gente cree que repartirse las cosas es compartirlas, pero se equivoca.
—Es que nosotros nos mentimos y las apariencias engañan. Y ésa es una mala combinación, sin duda. Por ejemplo, cuando Héctor me dijo su nombre pensé: mira tú, como el príncipe de Troya. Pero ahí se acabaron las similitudes, porque éste —dijo, echándose a reír— no hay Aquiles del que no hubiera huido.
—¿Y caíste desde muy arriba? Quiero decir, ¿te gustaba tanto como para poder defraudarte?
—Le quise, pero sobreviviré —se vanaglorió Mónica, para estar a su altura.
—¡Perfecto! Ése es mi lema: lo que sí que te mata, también te hace más fuerte.
Mónica echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Inmediatamente después, y como si pasara de una piscina de agua caliente a una de agua fría, se puso seria.
—Te felicito: eres muy rápido poniendo el dedo en la llaga. Sin embargo, a este lado de las frases certeras, separarse no es tan sencillo.
—¿Tú crees? A mí me parece que es lo más normal del mundo.
—Que sea frecuente no significa que sea sencillo —dijo, poniéndose seria y sintiéndose mareada.
—¿Sabes lo que me decía siempre mi profesor de matemáticas? «No es que sea difícil, es que no lo sabes hacer.»
—Sí, supongo que ese maestro no se equivocaba… Y claro que todas las relaciones sufren un desgaste. En fin…, que somos igual que la Venus de Milo, sólo que en lugar de perder los brazos por fuera los perdemos por dentro.
—Así es, aunque me temo que en el mundo real lo que queda de diosa no suele ser tan bonito. La costumbre transforma a mucha gente en una sombra, en una mala imitación de sí misma, y pasas de estar con una persona porque te parece única a seguir estándolo porque te recuerda a ella. Yo me niego a eso.
—Odias la rutina, ¿no? A muchos les resulta cómoda y les basta con eso.
—A mí me espanta. Para mí, la rutina es la ruina con un árbol en medio. No quiero vivir ni en un decorado, ni en un laberinto, ni en una casa en llamas.
—¿Y eso era lo que tenías con Alicia?
—Más o menos. Se podría definir con esa expresión hecha que se usa para describir el día anterior a una guerra: vivíamos en una tensa calma.
—Lo siento. Ahora me doy cuenta de que tu situación es muy complicada. Tienes que encontrar a alguien de quien querías huir. Ése es un extraño giro del destino. ¿Qué piensas hacer?
—Bueno, pues como dice Antonio Machado, que la reflexión improvise y la inspiración corrija. ¿Y tú? ¿Además de dejar a Héctor lo has sustituido?
—No… Vaya pregunta… ¿Sabes lo que dice un amigo mío, compañero de la Asociación? Que escapar al sitio equivocado es seguir preso. No quiero cometer ese error, ni tengo ninguna prisa. Además, ¿quién dice que haga falta estar siempre con alguien? A mí también me gusta estar sola.
—Es interesante ese adverbio: también. Parece resaltar una cosa y en realidad la reduce a algo accesorio, ¿te das cuenta? A algo circunstancial.
Estaban en un bar cercano al restaurante donde acababan de cenar con Bárbara y Enrique, uno de esos sitios de luces eclipsadas y música hostil a los que se entra a tomar impulso para marcharse a casa pero en los que al final uno siempre se queda más tiempo del que quería, y para entonces ya hablaban sin apresuramientos, sentados a una mesa de color irreconocible en cuyo centro había una vela que les entintaba la piel, hacía brillar sus ojos y falseaba sus caras.
—Mira esto —dijo Mónica, después de manipular unos segundos su teléfono móvil, poniendo la pantalla delante de Juan—. Es la foto que le hice a la estatua aquella noche, ya sabes, cuando conocí a Alicia. Disparé justo en el momento en que la arrancaban de su pedestal. ¿Qué habrán hecho con ella? ¿Dónde la tienen? Yo la habría fundido para fabricar con ella algo, yo qué sé, herramientas, carretillas… o cubos de basura; o no, aún mucho mejor: palas de sepulturero, que habría sido muy propio, ¿a que sí? Es curioso, ahora que me doy cuenta, llevaba esta misma camisa roja.
—Allí empezó todo esto —respondió Juan Urbano, mientras miraba sin excesivo interés al patético general a caballo suspendido en el aire y con bastante atención la blusa de su acompañante—. Y dónde acabará no lo sabemos, pero sí dónde fue esa noche, porque Alicia siguió al camión en el que la cargaron y lo vio: la llevaron a un polígono y la metieron dentro de una nave industrial. Como no entraba, tuvieron que decidir entre cortarle la cabeza o abrir un agujero en la puerta de entrada, ¿y sabes qué ocurrió?
—¿No se atrevieron a decapitarlo?
—¡Premio!
—Debes de sentirte muy…, ¿cuál es la palabra?…, ¿confuso? —dijo Mónica, poniéndose seria y tratando de recuperar el control—. Por el momento en que ha ocurrido y porque estas cosas deben de ser como entrar en otra dimensión; y ya sé que ocurren cada día, que las noticias están llenas de crímenes políticos, secuestros, desapariciones de periodistas incómodos…, pero uno las suele ver como a lo lejos. No sé, resulta tan… fantasmagórico. ¿Qué crees que le ha ocurrido a Alicia y quién piensas que se lo ha hecho?
—El problema es que se lo podrían haber hecho prácticamente todas las personas a las que entrevistó. O al menos podría decirse que ninguna iba a lamentarlo. Su estilo es agresivo, provocador, y eso no es un riesgo cuando vas a hablar con el biógrafo de Machado o con un novelista, que era lo que ella hacía cuando no estaba en la sección de Nacional sino en la de Cultura, pero sí cuando lo que tienes enfrente son mafias, grupos ultras, bandas paramilitares y políticos involucrados, muy probablemente, en el terrorismo de Estado. Además, en lo que publicó en el periódico, y aún más en lo que escribió en el libro, cuestiona y a veces desacredita la verdad oficial con que se ha blindado a ciertos personajes y algunos episodios de nuestra famosa Transición que, en el fondo, son muy poco claros, entre otros el crimen de los abogados laboralistas de la calle de Atocha y el famoso intento de golpe de Estado de 1981.
—El 23-F.
—Exacto. Ella sigue la teoría de que aquello fue orquestado por el Rey, una parte más o menos liberal del Ejército y las principales fuerzas políticas de la oposición para desbancar al presidente Adolfo Suárez, que les estropeó la maniobra al dimitir por sorpresa.
—Pero el Congreso lo asaltó la Guardia Civil y quienes sacaron los tanques a la calle, por ejemplo en Valencia, fueron los militares más reaccionarios.
—Ésos eran coristas, simples figurantes; el verdadero plan, que llamaron Operación De Gaulle, era formar un Gobierno de coalición con un general del Estado Mayor como Presidente y el jefe del PSOE en la vicepresidencia. Esa maniobra contaba con la aprobación de la derecha, de la izquierda, del Vaticano y de Estados Unidos.
—Suena algo rocambolesco.
—Eso mismo me parece a mí, pero quién sabe, tal vez no sea toda la verdad pero sí lo sea hasta cierto punto. Si lees el libro de Alicia, te da la impresión de que en aquellos años ocurrieron muchas más cosas de las que se quieren recordar y que cuando se habla de ellos no se hace Historia sino mitología. Y tú sabes muy bien que ése es el territorio de las leyendas, no el de la realidad.
—Por supuesto. Y además, está todo ese asunto tenebroso de la red Gladio que has contado antes, en la cena.
—Sí, y sus sospechas sobre algunas organizaciones como los GRAPO, una supuesta banda de ultraizquierda que ella cree que estaba al servicio de la policía secreta y formaba parte de lo que se conocía como «estrategia de la tensión». Antes de salir de casa para encontrarme con vosotros, estuve leyendo sus anotaciones sobre eso y parece que hasta llegó a hablar por teléfono con alguno de sus antiguos militantes. En fin, que empezó a abrir las puertas de los sótanos y fue a dar a un infierno.
—¿Así que aquella noche en la plaza —dijo Mónica, encendiendo otro cigarrillo—, mientras veía retirar la estatua, entendió que el problema de nuestra democracia es que no se hizo contra la dictadura sino sobre ella? Si es así, estoy completamente de acuerdo. Esa gente hizo un trato: nuestras urnas a cambio de vuestros ataúdes… ¿Me entiendes? Impunidad para los verdugos y olvido para sus víctimas. Ésa es la causa, por ejemplo, de que Salvador Silva siga en el Valle de los Caídos.
—¿Crees que lograréis sacarlo de allí? Parece complicado.
—Sí. No sé si hoy, mañana o pasado, pero estoy segura de que ese monumento horrible, hecho con mano de obra esclava, terminará no sé si por desaparecer, pero sí, como mínimo, por convertirse en otra cosa. El dictador y el jefe de la Falange saldrán de allí y los republicanos que llevaron a las criptas para hacer de relleno, también.
La conversación siguió haciendo espirales y pasando de un tema a otro, como suele suceder entre personas que acaban de conocerse y se estudian igual que los boxeadores cuando bailan uno alrededor del otro en los asaltos de tanteo. Volvieron a comentar algunos episodios de la increíble historia de Salvador Silva y de las experiencias de su amigo Abel Valverde en Cuelgamuros. Juan Urbano le contó que, al menos hasta donde él sabía, la primera novela que habló en España de esos batallones de presos del Plan de Redención de Penas por el Trabajo que construyeron, entre otras muchas cosas, el Valle de los Caídos fue Los hijos muertos, de Ana María Matute, como la primera que habla de los topos es La insolación, de Carmen Laforet; y cuando ella, con un gesto que le hizo daño porque le recordó a Alicia, iba a apuntar esos títulos para poderlos comprar, le preguntó si le dejaba que se los regalase. Dijo que sí. Después volvieron a hablar de la red Gladio, de la CIA y de Ordine Nuovo, de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, de Héctor, del juez Baresi, del crimen de la calle de Atocha, de Albert Elder von Filek y de El vendedor de milagros; también de las tareas que llevaba a cabo Mónica en el museo, de algunas de las excavaciones en las que había tomado parte en los últimos años y de los trabajos de restauración y catalogación que tenía entre manos en ese momento: un vaso fenicio de marfil y plata y un espejo de tocador, encontrado en Mérida, que según sus primeros análisis tuvo que ser fabricado en Egipto y que tenía grabada en la parte de atrás a Flora, la diosa romana de la primavera, a la que se solía representar con una antorcha o una lámpara en la mano y, a veces, con un gallo a sus pies… Y las copas se llenaron de nuevo por última vez. Y en el bolso de Mónica continuó viéndose la luz intermitente de su teléfono móvil, que se encendía cada vez que la llamaba el profesor de francés. No contestó, como es lógico. Se sentía bien en aquel bar y en aquel momento, y no iba a interrumpir por nadie ni con nada esa dulce sensación de abandono, que para ella era tan infrecuente: desde hacía mucho tiempo, sólo hablaba con los demás para darles explicaciones o pedirles perdón. «Qué maravilla —se dijo—, poder sentarse y descansar». Para los habitantes de los desiertos, el mejor fruto de la palmera es su sombra.
—Me cae bien ese Juan Urbano —le dijo Enrique a su mujer, que estaba desnuda a su lado, en la cama.
—No está mal —respondió Bárbara Valdés—. Parece una persona equilibrada.
—Es inteligente, escribe bien, tiene un gusto selecto para el vino y creo que lleva con mucha templanza, y sin perder nunca el compás, el drama que vive en estos momentos.
—Tienes razón. Por lo tanto, no creo que haya tal drama.
—¿A qué viene eso? —dijo, incorporándose para mirarle la cara—. ¿Es que acaso su novia no se marchó de viaje a Florencia a entrevistar a un colega tuyo y ha desaparecido?
—Sí, pero no creo que a él le afecte tanto como tú piensas. A lo largo de mi vida he tenido delante a cientos de personas angustiadas y te aseguro que él no se parece a ninguna de ellas. Demasiado analítico y…, ¿cómo te diría?…, excesivamente nivelado. O mucho me equivoco o esto para él es más una contrariedad que una preocupación.
—A ver, a ver, ¿qué intentas decirme? ¿Que se alegra de que Alicia Durán se haya volatilizado? ¿Que le da igual si está secuestrada, tal vez herida o, Dios no lo quiera, muerta?
—Pero, Enrique, ¿qué es lo que siempre te repito? Si quieres oír, escucha.
—Sí, sí, muy bien —respondió, furioso por el tono didáctico de su mujer y por la cara de indulgencia con que lo miraba—, si te parece, yo te presto atención y tú ve al grano, ¿de acuerdo?
—Yo no he dicho que no le importe, sino que no parece afectarle tanto como debiese. Un hombre a cuya pareja le podrían haber sucedido todas esas cosas que dices no se pasa media cena hablando de vinos, que si Vega-Sicilia, que si Enate, que si Chassagne-Montrachet… No tiene lógica. No es un comportamiento acorde a las circunstancias.
—Puede que tengas razón, pero ten en cuenta que eso lo hablamos a propósito de la botella de Ca’Bianca Barolo que Alicia dejó olvidada en el hotel y que para él es la prueba de que no fue ella quien recogió su cuarto.
—Te equivocas, porque empezasteis a hablar de eso en cuanto entró al restaurante.
—Eso no era hablar, era simple conversación.
—Muy ingenioso, aunque ya sabes que para mí el ingenio es como la bisutería: brillante pero barato. En resumen, mis tres conclusiones tras la cena de hoy son que Juan Urbano es un hombre notable, que él y Alicia Durán eran una pareja en crisis y que ella se ha metido en un lío del que tal vez no regrese: no hay salida de emergencia en la boca del lobo.
—En cualquier caso, ¿qué más da? Lo que importa es lo que pueda haberle ocurrido a Alicia Durán, no cuánto lo lamente o lo deje de lamentar él.
—Absolutamente de acuerdo. Sólo me limitaba a darte mi opinión.
—¿Y tú qué crees que le ha pasado?
—Pues la verdad es que, como te digo, la cosa no tiene buen aroma. Esa joven, que a mí, si te soy sincera, me pareció muy impertinente cuando fue al juzgado con Dolores Silva, de esas personas con empaque de psicoanalista, que tratan de intimidarte con la mirada y hacerte sentir como un insecto en un microscopio, tenía todas las papeletas para meterse en un lío: es prepotente, avasalladora y despectiva; se considera a sí misma una abanderada de la verdad y como todos los que se suponen respaldados por un grupo de influencia, en este caso un medio de comunicación, se cree inmune y por lo tanto es un blanco fácil. Según cuenta nuestro amigo Juan Urbano, en los últimos tiempos estaba hostigando a gente peligrosa y poderosa, con lo cual no resulta descabellado pensar que alguien haya decidido quitársela de encima y ahorrarse una molestia: no olvides que a ciertas alturas los bajos instintos son fáciles de satisfacer. Si no le hubiese ocurrido nada, ya habría dado señales de vida, ¿no? Tal vez no en su casa, si es que estoy en lo cierto y allí había problemas, pero sí en su periódico.
—O sea, que, una de dos: o está tres metros bajo tierra o está en el fondo del mar.
—Eso es muy aventurado, aunque reconozco que no es impensable. A pesar de ello, le pueden haber sucedido muchas cosas.
—Muchas no, en realidad; más bien tres o cuatro y todas ellas malas.
—No tiene por qué ser así. Hay miles de casos de personas a las que se busca desesperadamente porque alguien denunció su desaparición y al final resulta que estaban por ahí con un amante, en otra ciudad y a veces hasta en otro país; perdidos en un balneario o en un hotel de montaña; o que se habían marchado de pesca; o que los habían metido en la cárcel. Todo eso ha ocurrido, no me invento nada. Mira, ahora que lo pienso, no me extrañaría en absoluto que tu querida Mónica se pierda cualquier día de éstos por ahí y no volvamos a saber de ella. Si te pones a pensarlo, tiene muchas opciones: irse de misionera a África, hacerse voluntaria de la Cruz Roja, donar un riñón o fundar su propia ONG.
—No te metas con ella, es buena chica, y tiene lo que nosotros llamamos «inteligencia interpersonal», es decir, la capacidad de comprender los deseos de los demás.
—Se llama empatía. Si consigues recordarlo, te ahorrarás un montón de palabras.
—No es lo mismo. Y además, en mi opinión Mónica sufre una mezcla de dos complejos muy habituales en el mundo de la psicología, el de Aquiles y el de Bovary, uno la lleva a tratar de ocultar su carácter débil fingiéndose invulnerable y el otro altera su sentido de la realidad y la hace sentirse quien no es. Los dos la obligan a buscar aventuras.
—O sea, a montarse un decorado. ¿Y eso también explica desde su insaciable deseo de protagonismo hasta su costumbre de coleccionar hombres?
Enrique rió al tiempo que levantaba las manos, repitiendo una vez más ese gesto que realzaba la desmesura de las opiniones de Bárbara, siempre tan fulminantes.
—No, para lo primero tenemos los complejos de Eróstrato, que incendió el templo de Diana con la intención de pasar a la posteridad, y el de Empédocles, que se arrojó al cráter del volcán Etna para hacerse famoso.
—Pues le van como anillo al dedo. Yo le he dicho más de una vez que ella y sus compañeros de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica deberían hacerse ver ese afán de notoriedad que tienen y que desde luego en su caso no servirá de nada, porque vaciar tumbas no va a llenar su vida. A lo mejor deberían pasarse por tu consulta. Les puedes hacer un precio especial: pague dos y curo a tres, o algo por el estilo.
—¿Te he hablado alguna vez de un libro de Howard Gardner que se titula Mentes flexibles. El arte y la ciencia de saber cambiar nuestra opinión y la de los demás? Lo primero que supe al leerlo es que no se refería a ti.
—Eres muy gracioso. Pero yo hablo en serio. Mónica cree que desenterrando muertos y saltando de cama en cama va a llegar a alguna parte, y no es así.
—¿No eres demasiado dura?
—Puede que sí o puede que no. Pero es que me pone enferma su perenne insatisfacción, sus continuos enamoramientos y decepciones y esa supuesta búsqueda de un ideal que en el fondo no es más que una coartada para cambiar de querido. Tu Juan Urbano es el próximo de la lista. Aunque, eso sí, no creo que a él le importe. ¿Cuál era ese complejo que define su promiscuidad?
—Complejo de Brunilda, Bárbara —dijo Enrique, suspirando como quien se rinde—, proviene de una leyenda germánica y se llama complejo de Brunilda. Es la tendencia que tienen algunas mujeres a sobrevalorar a sus conquistas y despreciar a sus parejas.
—Es ella, sin duda; la valkiria Mónica buscando un papel de figurante en el Cantar de los nibelungos.
—En cualquier caso, allá ellos. A mí quienes de verdad me importan son Salvador Silva y Alicia Durán —dijo Enrique, aburrido de esa conversación—. ¿Llamarás mañana a tu colega de Módena para ver si de un modo u otro puede ayudarnos?
—Un momento: ¿qué quieres decir con «ayudarnos»? A ti y a mí, que yo recuerde, no nos ocurre nada.
—Ya, ya lo sé, pero tú ya me entiendes, Barbi —respondió, pasándose a un tono zalamero—. Te repito que a mí me interesa este asunto y, además, te recuerdo que se lo prometiste a Juan Urbano.
—¡Si es que mañana tengo cinco juicios, que se dice pronto! —se quejó ella, medio en serio y medio en broma y dándole un matiz infantil a su voz, para seguirle el juego a su marido—. Y ya sabes lo que eso significa: me esperan un montón de mujeres agraviadas y hombres inmaduros, ellos aterrorizados porque empiezan a calcular lo que va a costarles haber dejado a su mujer por otra más joven y ellas tan ultrajadas que son capaces hasta de usar a sus propios hijos como escudo; o sea, que llegarán a la sala igual que se van los atracadores de los bancos: parapetadas tras un rehén.
—Y tú se lo darás todo, la custodia de los hijos, el uso de la casa y medio sueldo del ex marido, mientras que a ellos los condenarás a las tinieblas de la estrechez, para que purifiquen sus pecados. Pero eso, con la práctica que tú tienes, no te llevará más allá de tres cuartos de hora, y en cuanto acabes, harás esa llamada de teléfono a Italia.
—¿Ah, sí? ¿Por qué estás tan seguro? ¿Y tú que me das a cambio?
—Apaga la luz y verás.