Capítulo veintidós

Capítulo veintidós

—La Historia no cuenta la verdad, la fabrica. Por desgracia, no es su resultado, sino su origen, y eso representa una subversión de las leyes de la justicia y de la lógica; pero como quienes la imponen son poderosos y carecen de escrúpulos, tratar de desenmascararlos es ponerse en peligro. Me temo que eso es lo que le ocurrió a su esposa.

—No estábamos casados, aunque… en realidad, qué más da eso… —dijo Juan, hablando con toda la lentitud posible y mezclando palabras en español y en un italiano postizo y como hecho de retales de los dos idiomas, para que le pudiese entender el juez Baresi, que estaba sentado enfrente de él, al otro lado de la mesa de su despacho de Florencia—. Pero me gustaría preguntarle algo, ya que ha tenido usted la amabilidad de recibirme: ¿quién cree que la pudo haber secuestrado, y por qué? Y otra cosa: ¿significa su desaparición que la red Gladio sigue existiendo?

Baresi lo miró igual que si buscase diez diferencias entre dos dibujos aparentemente iguales, emparejó los dedos de sus manos, haciendo una especie de figura triangular con ellas, y pareció meditar su respuesta lo mismo que si pesase cada palabra en una balanza. Juan aprovechó el silencio para ratificar los detalles de todo tipo que Alicia había bosquejado en su entrevista como rasgos definitorios del magistrado: su elegancia prudente, sus zapatos con apellido, los modales algo afectados que le servían tanto para ser educado como para ser impermeable y, en general, una especie de amabilidad reglamentaria, «com’e andato il suo viaggio? A che ora é arrivata?», que ponía un hermoso muro entre él y sus interlocutores. También esta vez estuvo presente en la conversación la colaboradora eficaz e imperturbable que había recibido a Alicia en el restaurante del hotel Regency, la encargada de interrogar a las visitas después de que un guardaespaldas las registrase, que actuaba como traductora cuando su jefe se lo pedía, Marta, per favore, ripeti in spagnolo, y colocaba una grabadora sobre la mesa «para evitar manipulaciones y equívocos».

—No es fácil saberlo —dijo, al fin, Baresi—. Gladio no puede existir porque ya no hay Unión Soviética ni comunismo contra los que luchar, pero qué importa eso si sus impulsores siguen aquí, tienen nuevos adversarios y defienden los intereses de siempre, los que les llevan a invadir, someter, asesinar… Las misiones cambian de lema pero no de objetivo, antes se llamaban Plan Cóndor, Operación Mangosta, que consistió en hacer que se llevasen a cabo más de setecientos sabotajes en Cuba y propició la Crisis de los Misiles en la isla, o, entre otras muchas, Operación Estrella Blanca, desarrollada en Vietnam; y después se llaman, por ejemplo, Operación Tormenta del Desierto, pero como usted acaba de decir, ¿qué más da el nombre que les demos a las cosas? En mi opinión, su… novia… jugaba con fuego y se buscó algunos contrincantes peligrosos, gente a la que no le gustan las preguntas embarazosas ni los recuerdos inoportunos. Usted mismo me ha contado que en ocasiones era un poco agresiva… Y su profesión, por desgracia, es arriesgada: este mismo año, según acaban de publicar los medios de comunicación, han sido asesinados cincuenta y siete periodistas, en Pakistán, en México, en Egipto, en Rusia, en Grecia, en Japón, en Letonia…, así hasta veinticinco países distintos.

—Sí, lo he leído —dijo Juan, sombríamente—. Y lo peor es que son unas cifras esperanzadoras: el año pasado fueron setenta y seis.

—Sin embargo, no debe desanimarse. A veces las cosas no son lo que parecen. Y esto no es una ciencia exacta, el ser humano es un animal imprevisible que vive sometido a sus propias pasiones, y por lo tanto aquí no hay fórmulas ni teoremas que valgan y puede suceder que lo inexplicable forme parte de la solución. De hecho, ocurre cada día.

Juan asintió y, después de un silencio, volvió a la carga:

—De todas formas —dijo—, ¿de quién sospecharía usted en primer lugar? Sé que Alicia cuestionaba el verdadero propósito de la Democracia Cristiana y de las Brigadas Rojas en el asesinato de Aldo Moro y que lo vinculaba con la red Gladio, y ya le he contado que estuvo en contacto, a través del correo electrónico, con uno de los terroristas de Ordine Nuovo, el que está encarcelado en Milán por la matanza de Peteano di Sagrado.

—Vincenzo Vinciguerra. Sí, yo mismo hice que mis colaboradores le proporcionasen el contacto, que supongo que incluyó el teléfono del jefe del departamento de comunicación de la cárcel donde está recluido y la dirección de una página web en la que escribe cada semana disparates de todo tipo, expresa opiniones políticas volubles y trata de incriminar a media humanidad en sus atrocidades, naturalmente con la misma pretensión de casi todos los delincuentes, que suele ser la de absolverse a sí mismos o, al menos, buscarse coartadas, atenuantes… Entre tanto despropósito, a veces da alguna información útil, o más bien la repite, porque lleva años con la misma canción, lloviendo sobre mojado, por lo cual merece la pena perder el tiempo con él pero siempre y cuando sea de forma moderada.

—Sí, eso tal vez sea así en Italia, pero le aseguro que en la entrevista con Alicia habla de muchas cosas que en España se desconocen por completo, entre otras la implicación de la CIA en el crimen de la calle de Atocha, pero también en el asesinato del presidente Carrero Blanco y en la guerra sucia contra ETA.

—Y seguramente algunas de esas cosas serán ciertas, al menos en parte, pero yo le recomiendo que las analice con cuidado antes de darlas por buenas, porque como le digo esa gente tiene una visión desenfocada de los acontecimientos y es incapaz de asumir sus crímenes, se justifica echándoles la culpa de sus actos a sus ideales, se presenta como víctima de extrañas conjuras y, sobre todo, no suele considerarse responsable del dolor que causa, ni lamentarlo demasiado. Los asesinos no sienten más remordimiento del que cabe en sus balas.

Juan nunca estaba muy de acuerdo con esa clase de generalizaciones, que suelen aguar los razonamientos, pero no quería dispersar la conversación ni mantener polémicas con el magistrado, así que se limitó al único tema que le interesaba.

—Vinciguerra confirma en sus respuestas a Alicia que él fue quien recibió del Ejército español el arma con la que mataron a los abogados laboralistas y quien se la entregó a su compañero Carlo Cicuttini, que fue quien apretó el gatillo, tal y como usted ya descubrió e hizo público en su momento. Pero también habla de algo que estaba investigando Alicia y que pudiera ser importante: la posible condición de agentes dobles de los terroristas de las Brigadas Rojas y de los GRAPO, que tal vez no eran bandas de extrema izquierda sino mercenarios a sueldo de la OTAN.

—No creo que los pagasen, pero sí que los manejaban o, como mínimo, se servían de ellos. Mi impresión es que eso último es lo que ocurría, a nivel general, con aquellos grupos supuestamente maoístas. Ahora bien, ¿pudo alguno de sus miembros ir más allá y ser un infiltrado de la CIA? Pues claro que sí, porque no existe en este mundo gobierno, ejército, formación política o empresa en los que no sea capaz de introducirse un espía; de modo que ¿por qué ahí no? Sin duda, tenía que haberlos. Y en ese caso, a ellos también hay que considerarlos parte de la red Gladio.

—Lo cual, en realidad, no es tan raro como pueda parecer, porque los maoístas, y eso también lo recalca Vinciguerra, eran rivales a muerte de los prosoviéticos. ¿La lucha era de China y Estados Unidos contra la URSS? En el caso del secuestro y ejecución de Aldo Moro hubo algo de eso, ¿no?

—En cierto sentido, pero sólo eso. Es verdad que en el comunicado que hicieron público cuatro días antes de matarlo, las Brigadas Rojas responsabilizaban del crimen y de la ruina moral, económica y política de Italia «a la Democracia Cristiana, a los asesinos de Andreotti y al secretario general del PCI, Enrico Berlinguer, y sus seguidores». Eso parece confirmar lo que usted dice, pero sin embargo es contradictorio con el hecho, sobradamente conocido, de que Berlinguer hubiera roto con los rusos; lo cual era inevitable, porque por un lado defendía el compromiso histórico, es decir, la necesidad de una coalición con la Democracia Cristiana, y por el otro predicaba el eurocomunismo, que no era otra cosa que la negativa a seguir las órdenes de Moscú y, en el fondo, el deseo de integrarse en la OTAN. La pregunta, entonces, es por qué lo criticaban tan violentamente las Brigadas Rojas, si en el fondo, como usted sostiene, defendían casi lo mismo.

—Tal vez es que no hay personas más irreconciliables que las que comparten una misma idea.

—Quizá sea así. O puede que, efectivamente, sus GRAPO, nuestras Brigadas Rojas o la Baader-Meinhof alemana sólo fueran, como muchas personas sostienen, pandillas de locos con una pistola y sin más ideología que la destrucción ni más programa o método que la violencia, sustentada por tres o cuatro consignas y un par de disculpas: luchar contra el sistema y combatir el imperialismo, aunque nadie pudiese entender qué culpa tenían de una cosa ni de la otra las víctimas inocentes de sus atentados. En realidad, la filosofía de esas sectas criminales se entiende a la perfección cuando se detiene uno a mirar y oír, por ejemplo, a la última de las bandas que he mencionado, la Fracción del Ejército Rojo, cuyo emblema estaba formado por una estrella y una ametralladora y cuya doctrina se resume en la frase más célebre de una de sus líderes, la periodista Ulrike Meinhof: «Incendiar un coche es una fechoría; quemar cien es un acto político». ¿Fueron manipulados esos salvajes con piel de idealista por los agentes de Gladio, y estaban éstos infiltrados en sus filas? Sin duda, y además les resultaría muy fácil.

—Estaban allí y eran los encargados de usar las ametralladoras: en el despacho de los abogados de la calle de Atocha apretó el gatillo Cicuttini, y los testigos que vieron el asalto a la comitiva de Aldo Moro en Via Fani y el asesinato de sus cinco escoltas aseguran que el hombre que realizó la mayoría de los disparos tenía un fuerte acento extranjero…

—Así es. No olvide que todo esto surge del asesinato del presidente de la Democracia Cristiana, puesto que la existencia de Gladio fue detectada por un colega mío, el juez Felice Casson, de Venecia…

—Sí, esta noche estoy citado con él en Módena.

—Salúdelo de mi parte, es un gran amigo. Pues, como le decía, él había dirigido la investigación del crimen de Peteano y fue al leer las cartas que Moro envió a la prensa y a su familia desde la «cárcel del pueblo», como la llamaban las Brigadas Rojas, a quienes durante diez años se había atribuido aquella masacre, cuando decidió reabrir el caso y pudo demostrar algunas cosas relevantes, como por ejemplo que el experto de la policía italiana que dictaminó que los explosivos utilizados en el crimen eran los que usaban los extremistas de izquierdas era en realidad miembro de Ordine Nuovo y agente de la CIA, y que la dinamita utilizada era C4 proveniente de los arsenales subterráneos que la OTAN tenía enterrados en bosques, iglesias y cementerios de todo el país, como revelaría luego en el Parlamento el Primer Ministro, Giulio Andreotti. Y también probó sus vínculos y los de otros ultraderechistas con el SID, el Servizio Informazioni Difesa del Ejército italiano, y su colaboración en aquel homicidio, además de identificar a Vincenzo Vinciguerra como el terrorista que puso la bomba. En su declaración, éste le dijo que él y otros militantes de su organización neofascista y de otras como Avanguardia Nazionale «habían sido movilizados por la Alianza Atlántica, a través de la red Gladio, para luchar contra el comunismo» y que «absolutamente todos los atentados perpetrados en Europa después de 1969 eran parte de esa misma estrategia de la tensión».

—¿Y a Moro también lo eliminó Gladio?

—Bueno, como mínimo creo que conviene recordar la amenaza brutal que le lanzó el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, durante una visita oficial a Washington: «Usted debe abandonar su política de colaboración con los comunistas, o pagará el mismo precio que Salvador Allende en Chile».

—Todo es tan parecido que no puede ser una coincidencia —dijo Juan, sin atender a las últimas palabras de Baresi—: Un crimen fue en Madrid y el otro en Roma, pero todo lo demás es idéntico. Vinciguerra puede mentir en los detalles, pero en el resto decía la verdad.

—Quién lo sabe a ciencia cierta. En el caso Moro, por seguir con el mismo ejemplo, hay varios detalles enigmáticos: uno, que en el escondite donde lo tenían retenido apareciera una cuartilla manuscrita en la que les agradece a las Brigadas Rojas que le vayan a soltar; otro, que al registrar su cadáver la policía hallara en el bolsillo de su pantalón unas monedas, como si hubiera sido puesto en libertad con dinero suficiente para hacer una llamada telefónica… ¿Lo dejaron ir los terroristas y alguien que los vigilaba lo volvió a apresar y lo asesinó? No lo creo, sinceramente, pero resulta muy significativo que esa especulación además de falsa nos parezca verosímil.

Juan permitió que esa frase, tan característica del modo de hablar de Baresi, a quien evidentemente le gustaba consumar sus discursos soltando un faisán, como decía Ortega y Gasset, se deshiciera en el aire como un redoble de tambor, y luego volvió a la carga.

—Cuando el juez Casson forzó al Primer Ministro, Giulio Andreotti, a que le dejara inspeccionar los archivos del Palazzo Braschi, la sede del SISMI en Roma, éste no sólo reconoció que Gladio había existido, sino que aún estaba operativa. Eso fue en 1990. ¿Cree que aún está en activo? ¿Podrían ellos haberle hecho algo a Alicia?

Baresi suspiró igual que haría un maestro obligado a repetirle la lección a un alumno distraído.

—Todo el mundo puede hacerte algo malo, y ésa es una de las primeras lecciones que se aprenden en mi profesión. Nadie está libre de la vileza ni a salvo de la infamia. Y, lamento decirlo, pero en esta vida hay más tentaciones que personas honradas. La ambición nos ciega, el dinero nos enloquece, la envidia y el rencor nos llenan de veneno… Así que ¿quién pudo haberle hecho daño a la señorita Durán, si es que tal cosa ha ocurrido? Cualquiera de los que usted teme y otros que no sospecha y que podrían haberse cruzado en su camino por puro azar y sin ninguna razón, porque por mucho que todo esto pueda parecer una novela de espías es la pura realidad, y aquí las situaciones no siempre obedecen a la lógica y los personajes pueden cambiar de historia como si saltaran de un libro a otro. Quiero decir que a su Alicia también la pudo asaltar un simple ladrón de bolsos o llevársela por delante, en cualquier paso de cebra, un conductor borracho que se asustó y la ha hecho desaparecer. ¿Existe Gladio? Pues claro que sí, aunque sea, como ya le dije antes, con otro nombre y con otros enemigos ciertos o inventados a los que combatir. Pero se llame como se llame, su espíritu y sus métodos son los mismos, y no hay más que mirar hacia Irak, Afganistán o Israel para comprobarlo. Estamos hablando de seres para los que la muerte no vale nada: si alguien los incomoda, lo eliminan. Así de inconcebible y así de fácil. ¿Usted no ha visto lo que le han hecho al magistrado de la Audiencia Nacional de su país, Baltasar Garzón?

—Pero Alicia…

—… En el mundo en que ella se metió no existen las mismas normas que en el nuestro, como puede ver, y la vida vale lo que le tengas que pagar a un asesino para que te la quite, nada más… La señorita Alicia jugaba con fuego, ya se lo he dicho; andaba entre pantanos y arenas movedizas, y algunos de los individuos a los que les fue a poner el dedo en la llaga son peligrosos. Y se lo vuelvo a decir, era demasiado… incisiva… y ya sabe lo que se dice: chi semina vento raccoglie tempesta

—Sí, conozco el refrán —dijo Juan—. En España también se usa.

—Buscar lo que otros han escondido te convierte en su rival, y ya sabemos de qué modo resuelven sus diferencias esos criminales… Pero, a pesar de todo, le insisto en que debe tener fe, mantenerse entero y no desesperarse —dijo el juez Pier Luigi Baresi, poniéndose en pie y ofreciéndole su mano, para dar por acabada la reunión e invitarlo a marcharse—. A veces las cosas se arreglan o al menos pueden resultar menos calamitosas de lo que nos tememos. La speranza è l’ultima a morire. ¿Me entiende? Hai capito?

Juan comprendía perfectamente: el juez Pier Luigi Baresi también se temía lo peor y por eso trataba de animarlo. «Mientras hay vida hay esperanza» es una frase que se inventó para consolar a los incurables y los sentenciados. De hecho, desde que llegara a Florencia la noche anterior, para intentar seguir el rastro de Alicia, su desánimo no había hecho más que crecer. Se había alojado en el hotel Pendini, de la Via Strozzi, el mismo en el que ella estuvo, entre el Duomo y la galería Uffizi, y desde su ventana se veían el Campanario de Giotto y la cúpula de Santa Maria del Fiore, pero no se veía nada que pudiera sugerir qué le había ocurrido. Al entrar en la Cantinetta Antinori, la bodega en la que le había comprado la botella de Ca’Bianca Barolo, a Juan se le hizo un nudo en la garganta. Preguntó a los dependientes si recordaban a la mujer que había ido buscando ese vino suntuoso que tal vez no se vendía muy a menudo, pero no obtuvo más que un comentario presumido del dueño, que le hizo notar lo difícil que era fijarse allí en nadie, con la enorme clientela que pasaba cada día por su negocio, y una frase cómplice del empleado que se encargaba de la caja registradora: «Lo vedo: si segue la strada del vino per raggiungere le donne. Eh? Fai bene. In amore e in guerra tutto è lecito», dijo, guiñándole un ojo.

Nada más salir del despacho de Baresi, lo llamó Mónica Grandes, para decirle que los compañeros de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica habían localizado al inspector Medina, el perseverante inspector de la Brigada Antigolpe que siguió el rastro de la ametralladora Ingram M-10 usada en el crimen de la calle de Atocha y al que retiraron de la investigación cuando estaba a punto de viajar a Milán para que Vincenzo Vinciguerra identificase a los agentes de los servicios secretos que se la habían entregado.

—Pero no tiene muchas ganas de hablar —dijo Mónica—. Insiste en que está jubilado y en que eso no cambia absolutamente nada, porque un policía no puede revelar datos confidenciales ni mientras está en activo ni después. Y asegura que, en cualquier caso, no sabe más sobre la matanza de Atocha de lo que a estas alturas sabemos nosotros.

—Ya… ¿Y estaba al corriente de la desaparición de Alicia?

—Sí, lo había leído en los periódicos, porque le llamó la atención que ella estuviese trabajando en lo mismo que él trabajó treinta años antes, y yo creo que mi insistencia y eso, que igual ha despertado su instinto de detective, son las dos cosas que al final, tras muchos rodeos, le han animado a tomarse un café con nosotros, dentro de dos horas. No nos va a permitir que le fotografiemos, lo cual me ha hecho pensar que si él mantiene tantas precauciones cuando ya han pasado tres décadas de todo aquello, será porque aún cree correr peligro… En cualquier caso, espero que te sea útil.

—Gracias por tu ayuda, aunque…

—… No tienes por qué dármelas. Pero… lo que sí me hubiera gustado es que me dieras los buenos días la otra mañana.

—Tienes razón, perdóname. Salgo muy pronto para el instituto y no quería despertarte.

—Podías haberme llamado más tarde… o al día siguiente.

—Lo siento de verdad, Mónica. No pretendía ser desconsiderado contigo, porque no te lo mereces. Tienes que disculparme, me encuentro un poco confuso, en estos momentos.

—Claro, claro, no te preocupes, es natural. Y…, oye…, en cuanto a lo demás, tampoco te sientas… violento… ni obligado. Son las cosas que ocurren cuando se ponen a beber juntas dos personas que están pasando un mal trago…

—¿Tú crees? ¿Y tú y yo somos tan ingenuos como para pensar que la suma de dos cosas rotas produce una entera?

—No lo sé, Juan, supongo que nadie se equivoca a propósito, ni sospecha lo iluso que puede llegar a ser. Pero es cierto, los arqueólogos sabemos que con los fragmentos de dos ánforas distintas no se puede hacer nada. Pero bueno, vamos a centrarnos en lo que importa: ¿quedamos directamente en la cafetería o me recoges antes, para que hablemos? Medina nos espera a las seis.

—Eso es lo que intentaba decirte: no puedo ir porque estoy fuera de España. He venido a Italia y ahora mismo estoy en Florencia, saliendo del despacho del juez Baresi, y voy camino de la estación para tomar un tren a Módena, donde he quedado para cenar con la amiga de Bárbara Valdés.

—¡Ah! Pero ¿es que has hablado con ella?

—No, con ella no. En realidad me llamó su marido, Enrique, para decirme que había telefoneado a la colega de su mujer y que ella y el juez Felice Casson, que como sabes es quien descubrió la existencia de la red Gladio, me esperaban hoy a las nueve en la osteria La Francescana, que según él es el mejor restaurante de la ciudad. Me recomendó los tortellini in crema densa di parmigiano, el Lambrusco Salamino di Santa Croce y que me aproveche sin miramientos de la magistrada, que está en deuda con ellos porque vivió en su casa seis meses mientras hacía un curso en Madrid.

—Ah, pues… en ese caso… lamento no haberte avisado de mis intenciones —dijo Mónica, sin lograr parecer sarcástica y ostensiblemente herida por el doble impacto de la sorpresa y el disgusto—. Pero no hay problema: le llamo, anulo la cita y asunto resuelto.

—¿Por qué? Ve tú, por favor, y así trabajamos en equipo. Eso me ayudaría mucho. ¿Lo harás? ¿Te reúnes tú hoy con el inspector Medina y me cuentas mañana lo que te haya dicho, mientras cenamos en el Montevideo? Al día siguiente ya tengo que ir a trabajar: sólo he conseguido que me dieran dos días libres.

Los dos se quedaron en silencio, a la expectativa.

—Muy bien, Juan, así lo haremos, cuenta conmigo y déjalo en mis manos —dijo Mónica, al fin, en un tono algo más sosegado—. Intentaré ayudarte en todo lo que pueda. Además, ya he leído el manuscrito de Alicia que me dejaste cuando estuve en tu casa, he hecho algunas averiguaciones por mi parte y me interesa el asunto, así que tengo claro qué le podría preguntar. De hecho, ayer estuve leyendo en Internet, en las hemerotecas de El País y ABC, algunas informaciones sobre él que me parece que van a sorprenderte. No te anticipo nada, para castigarte por haberme abandonado, pero creo que si las sé interpretar y él quiere hablarme de ellas el encuentro de hoy nos será muy útil. En cuanto salga del museo iré a tomar un café con Dolores Silva y su marido, porque les tenemos que contar las últimas novedades sobre el asunto de su padre y el Valle de los Caídos, y después me voy a ver a Medina.

—Gracias. Te debo una. Y oye…, escucha esto, porque te lo digo muy en serio: eres fantástica.

—Al contrario, soy muy real, así que no me hago invisible, no vuelo, no me transformo en pantera al anochecer y cuando me apuñalan por la espalda, sangro… ¿Y tú? ¿Qué tal por ahí? ¿Te ha servido de algo la charla con el juez Baresi?

—Bueno, tal vez para añadirle algunos detalles importantes al libro de Alicia… por si de verdad tuviese que completarlo. Por cierto, que hablé con sus editores y les parece una gran idea que lo haga. Aunque ya les he explicado que… preferiría no hacerlo.

—Bueno —dijo Mónica, unos segundos antes de despedirse y colgar—, estoy segura de que, pase lo que pase, harás lo que sea más apropiado. Que tengas mucha suerte con el juez Casson. Y si te da tiempo, visita la galería Uffizi, date un paseo por la Piazza della Signoria para ver la fuente de Neptuno y la estatua de Hércules y, sobre todo, visita el Ponte Vecchio, que empezó en la Edad Media y acabó en el Renacimiento, es decir, justo al contrario que la mayoría de las parejas.

A Juan le divirtió la ironía, pero no le hizo caso, sino que fue a ver a toda velocidad la fachada del Duomo, cruzó sobre el río Arno por el Ponte Santa Trinita y después fue con tiempo de sobra a la estación de Santa Maria Novella, para no arriesgarse a perder su tren a Módena. Pero dio igual una cosa que la otra, porque en realidad no vio nada de eso, sino a Alicia y a él de viaje por el Piamonte, tan seguros uno del otro como todas las personas que aún no se conocen lo suficiente, recorriendo en su coche alquilado Barolo, el castillo Falletti, las colinas de la Bassa Langa, Grinzane Cavour, Novello, Verduno… Sintió una tristeza infinita, porque «nada le duele más al desdichado / que recordar un tiempo en el que fue feliz», como dice Dante, cuyo sepulcro en la basílica de Santa Cruz habría ido a visitar de no ser porque él no está allí sino en Rávena, en la iglesia de San Francisco de Asís, donde murió exiliado porque en su ciudad lo persiguieron, lo calumniaron, lo desacreditaron y fue condenado a muerte. Tenía que contarle eso a Mónica Grandes y que ella se lo repitiera a Dolores Silva para que supiese que la historia de su padre, por desgracia, no era más que la misma de siempre. El ser humano se perfecciona pero no mejora, como demuestran tantas tumbas de este mundo que, una de dos, o están vacías o tienen dentro al muerto equivocado.